Cristina Rivera Garza, escritora: «Nuestra trinchera es la del lenguaje»

Cristina Rivera Garza

Cristina Rivera Garza / ED

Inés Martín Rodrigo

Es, Cristina Rivera Garza (Heroica Matamoros, México, 1964), esa Penélope moderna, contemporánea, insumisa, indómita, que con cada nuevo proyecto, en cada nuevo libro, para cada nuevo texto, deshace el tejido trenzado, ya asimilado, compartido, vivido. Desaprende, por tanto, aquello que la escritura le ha brindado hasta ese momento, experiencias, potencialidades, conceptos, conversaciones, y se entrega a una nueva narración sin saber adónde la conducirá esta vez, por qué caminos deberá transitar, qué preguntas habrá de atravesar, plantearlas, al menos. Lo cuenta con calma, como si toda la charla fuera un extenso poema recitado, desde Ciudad de México, sin premura pese a la intranquilidad, inquietud, de saber que su hijo, residente en París, padece una miocarditis derivada de un virus que contrajo en un vuelo que tomó para ver a su abuelo, ya mayor. Mañana será ella, Cristina, la madre, quien se suba a otro avión para estar al lado de ese hijo que también es nieto en el hospital francés donde está ingresado. Ahora es Cristina, la tejedora de versos, de silencios, de ritmos, de palabras, de relatos, de libros que se rebelan ante la ficción, la subvierten, especulan con lo que es para llegar a lo que tal vez sea, la que contesta a las preguntas mientras su interlocutora intenta no perder el ángulo crítico, incluso con eso que amamos, sobre todo con ello, sí.  

«Todos los libros son comunales, se sabe», escribe en uno de sus poemas. ¿Es la literatura un ejercicio comunal, la entiende así, desde esa perspectiva colectiva?

La práctica de la escritura se hace en comunidad. Para empezar, nos servimos de un lenguaje que no nos pertenece. El lenguaje con el que trabajamos viene con historia de multitudes, con fricción, con turbulencia, con esperanza, con luminosidad. Y todo eso no se construye a solas, forma parte del quehacer de muchos. Después, ningún libro existe aislado de otro, hay diálogos en los que participamos, lo sepamos o no; a mí siempre me ha parecido mejor saberlo, y tener claro cuál es el ecosistema dentro del cual viven nuestros libros, nuestras ideas, nuestras palabras.

Según Alejandra Pizarnik, «decir yo es anonadarse, volverse un pronombre, algo que está fuera de mí». ¿Qué es el yo para usted?

Judith Butler decía que para dar cuenta de uno mismo uno necesita el tú, tiene que haber un destinatario de ese discurso. Yo agrando esa imagen diciendo que un yo siempre necesita el nosotros, primero es el nosotros y después está el yo. En muchos sentidos, el yo es una careta, un efecto del lenguaje, una construcción. Los grandes peligros de las así llamadas literaturas del yo es el ensimismamiento, esa creencia en el yo individual, como si fuera eso posible. El yo individual es una construcción de una ideología neoliberal que quiere retratar al mundo como esta batalla en contra de todo que establece en el individuo. Mucho de lo que hago literariamente va en contra de esa idea. La escritura es una práctica que forma comunidad, que nos puede conducir a establecer lazos cercanos, no necesariamente armónicos, turbulentos a veces, pero lazos al fin, con el mundo.

¿Y el yo de una escritora es distinto al de un escritor?

En la escritura siempre estamos explorando las experiencias de otros, incluso si ese otro es el yo. El yo, una vez que está en la escritura ya no forma parte de ti mismo, es ajeno a ti. El trabajar con experiencias de otros conduce a toda suerte de preguntas éticas, desde el quién tiene derecho a escribir qué hasta cómo atraemos a esas experiencias de otros. Esas preguntas éticas nos competen a todos los que escribimos. El atravesar esas preguntas, y no contestarlas, pero por lo menos atravesarlas y plantearlas es lo que nos da el título de escritores como tal. Por muchos años, en la literatura, esa literatura dominada por escritores hombres y varones, se ha trabajado con el yo de maneras muy tramposas, esa tercera persona del singular por lo regular ha encubierto un yo que se establece como universal a través de la supuesta objetividad de la tercera persona. Yo creo que eso también hay que criticarlo y ponerlo en entredicho. Pero, igualmente, este yo que se presume como individual o un yo que en lugar de cuestionar su experiencia se presenta como una unidad que solo se explaya en el lenguaje también me parece problemático.

En El invencible verano de Liliana, el libro que escribió sobre el feminicidio de su hermana, dice: «El duelo es el fin de la soledad».

Siempre he tenido una relación muy cercana con mi hermana, una conversación, una sensación constante de su presencia, siempre he estado acompañada, en ese sentido. Al ir reflexionando de manera más sistemática para el libro, pensé en que algo que yo he tomado como si fuera el común denominador de la experiencia humana realmente no lo es así. Pero el duelo no es una práctica que podamos llevar a cabo en solitario, es un abrazo, ahora lo veo así. No nos podemos condoler en la primera persona del singular.

México cerró 2024 con 70 asesinatos diarios, diez de ellos feminicidios. Es inimaginable lo que supone, lo que implica ser mujer en países como el suyo u Honduras.

Los índices de violencia contra las mujeres son enormes a nivel global. Rita Segato menciona el concepto de guerra contra las mujeres como un fenómeno que no está delimitado por fronteras geopolíticas, se manifiesta de múltiples formas. Los datos son terroríficos para lugares como Honduras o México, pero en EEUU, donde se habla muy poco de violencia de género, donde ni siquiera se menciona la palabra feminicidio, donde la palabra feminicida no existe, tres mujeres son asesinadas al día por sus parejas. Hablamos más de esa violencia en Latinoamérica porque ha estado muy presente, pero también porque hay un movimiento feminista muy aguerrido que ha insistido en introducir en las políticas públicas esta cuestión de la violencia, en general los derechos de las mujeres. Introducir el crimen de feminicidio en los códigos penales es tan relevante que presidentes tan xenófobos y misóginos como Milei han intentado borrarlo del Código Penal. Si la derecha está tan enfocada en querer quitar el delito de feminicidio es porque es fundamental que esté ahí y es algo por lo que hay que seguir luchando.

¿Qué significado tiene el feminismo en su vida y en su obra?

Es una palabra que siempre entiendo en plural, son feminismos, feminismos en continua contestación, en continua examinación, con sus fricciones y su disenso. En la base, luchar por igualdad de sueldo por igualdad de trabajo es básico, ver las condiciones estructurales de desigualdad que definen la vulnerabilidad de mujeres en nuestro entorno, reconocer eso es común a todos los feminismos. Ahora, me interesa muchísimo un feminismo interseccional, al que no se le olvida que hay diferencias de clase y de raza y de etnicidad que nos configuran como humanos y agregan complejidad a nuestra experiencia. La lucha trans es parte de este feminismo. Entender la importancia política de conceptos como género, a diferencia de la idea biológica de sexo, me parece importantísimo. El concepto de género nos dio lentes para ver algo que ya está en la realidad, y es que no somos binarios, hay una plasticidad enorme y la experiencia humana tiene un abanico muy amplio en términos de identidades. Hay cosas básicas que son lenguaje en común y son fundamentales, y hay muchas más que tendremos que seguir discutiendo, porque los feminismos son pensamientos y prácticas vivas.

Su escritura es «versátil y comprometida», dijo el jurado del Premio José Donoso. ¿Se reconoce en esos adjetivos?

Siempre he tenido una relación compleja con la ficción. Cuando estamos haciendo preguntas profundas, de vida o muerte, que te mueven a estar trabajando en un proyecto por años enteros, eso requiere por fuerza atravesar definiciones estrictas de género. Estar cuestionando estas definiciones es fundamental en mi trabajo, porque considero que la escritura es una tarea crítica. Todos contamos historias, pero despertar al lenguaje, contribuir a una conversación crítica sobre nuestro mundo es una de las grandes capacidades y de las grandes potencias de la escritura. Si no creyera eso profundamente, no estaría escribiendo. Si a eso se refiere el jurado con versátil y comprometida, yo diría que sí, exactamente.

De lo que no tengo duda es de que concibe cada nuevo libro, cada nuevo texto, como una aventura.

Sí. El campo de la escritura es uno de los pocos en los que las cosas no funcionan por acumulación. En otros campos empiezas a hacer algo, entre más lo haces lo sabes hacer mejor y aprovechas esa acumulación de conocimiento y de práctica para tus siguientes proyectos. Pero en términos de la escritura, si realmente estás iniciando un nuevo proyecto estás iniciando de cero y la tarea es más bien desaprender. Como una Penélope moderna, deshacer el tejido que sostuvo un proyecto para realmente empezar con el contacto y proximidad de tus materiales, hacerles caso y saber dónde van. A veces lo más difícil es desaprender. La ventaja de eso es que cada nuevo proyecto viene con su carga de aventura, de riesgo, a veces es absolutamente aterrador porque no sabes adónde vas y tampoco puedes no ir, porque ya estás metida en eso, pero bienvengo esa posibilidad. En todos los otros aspectos de la vida uno tiene que recurrir a cosas ya hechas y ya dichas para facilitarte la vida, pero aquí, si es verdadero, cada nuevo proyecto te pone al borde del abismo y tienes que saltar.

«Nadie sabe nunca que no tendrá tiempo», escribe en una de las páginas de Terrestre, su nuevo libro, que llegará a las librerías el 10 de abril. ¿Cuándo fue consciente de esa limitación, la del tiempo?

En Terrestre había varias cosas que me interesaba mucho reflexionar, pensar, que tenían que ver con el cuerpo de la mujer joven, con la relación de esa juventud con el globo, con las maneras de deslizarnos sobre la superficie terrestre. Y, por lo tanto, tiene que ver con el tiempo, precisamente. Nunca he estado más consciente del tiempo que ahora, ahora que tengo 60 años, ahora que tengo que cuidarme, hay unas condiciones muy prácticas, evidentes, cotidianas, que le ponen límites y cuerpo al tiempo en cuanto tal. Escribir estos relatos que yo llamo de no ficción especulativa tiene que ver con esta experiencia del tiempo.

«Este libro —decía de El invencible verano de Liliana— es para celebrar su paso por la tierra y para decirle que, claro que sí, lo vamos a tirar. Al patriarcado lo vamos a tirar». Teniendo en cuenta el momento y el mundo en que vivimos, ¿sigue creeyendo que conseguiremos acabar con el patriarcado?

Una tarea importante de la escritura, precisamente en su potencia crítica, es esta posibilidad de ir señalando los talones de Aquiles de todo lo que nos rodea desde nuestra trinchera, que es fundamental y poderosísima, que es la del lenguaje. Cada una de las cosas que voy haciendo para mí tiene esa capacidad de ejercer esa crítica constante, molesta, aguafiestas, inescapable en nuestro entorno. Y claro que va a caer, por supuesto que va a caer, y eso no lo creo nada más yo, esto me lo dicen, lo escucho de estos movimientos tan poderosos de jóvenes en el mundo. A veces este bombardeo y esta estrategia comunicativa del terror, que tiene su expresión máxima en el régimen trumpista actual, funciona porque quiere hacernos creer que no tenemos poder, que sólo tenemos esa alternativa, que esto es eterno. Pero nuestra tarea, o al menos la que yo asumo y que puede ser crítica y esperanzadora a la vez como una postura vital, es eso que decía Eduardo Milano en un verso: «Yo sólo quiero hacer un daño mínimo en el centro de la civilización». Imagínate, ese contraste. Cada palabra, cada coma, cada silencio, cada ritmo, cada elemento con los que trabajamos tan cerca en el lenguaje para mí tiene esa posibilidad al menos, palpita ahí esa potencia de subvertir, de hacer ese pequeño daño que puede ser central en esa civilización de miedo y terror.

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