Martín Chirino y ‘El Pensador’

Escultura de Chirino.

Escultura de Chirino.

Es conocido que Martín Chirino fue víctima de la pequeña política de despacho, de la mezquindad que se engendra en las élites locales que, incapaces de sostener una visión que trascienda la aldea, se atrincheran en la mediocridad y expulsan a quienes, como él, pretendieron conectar con el mundo.

No importó que Chirino fuera canario, ni que hubiera sido antifranquista. Lo que pesó fue su ambición internacionalista, su nivel económico también internacionalista, y su voluntad de situar el arte en un diálogo con Europa, América y África, lejos del ombliguismo parroquial de la por entonces, y todavía ahora, ramplona izquierda canaria. La operación fue burda y se llevó a cabo con torpeza pero con eficacia y se hizo dimitir a un artista de talla mundial para colocar a burócratas, desmontar su equipo con despidos y traslados, y reducir el Centro Atlántico de Arte Moderno a una institución de segunda, dedicada a exhibir lo local como si fuera el techo del mundo. La izquierda de aquel momento hizo lo que mejor sabía hacer (aparte de estadios para fútbol): disfrazar la mediocridad de justicia, cambiar la altura por la sumisión, y dinamitar cualquier atisbo de grandeza con la coartada de lo «propio».

La consecuencia no fue solo la caída de Chirino, sino la conversión de un museo de prestigio internacional en un escaparate sin rumbo, sin ambición y sin el brillo que alguna vez tuvo. Un lugar donde el protagonista ya no es el arte sino la simple gestión de espacios. Javier Durán, preocupado, escribió el 22 de marzo de 2010: «Veinte años después del hito no sabemos qué hacer con el museo de la calle de Los Balcones; no tiene director conocido; carece de presupuesto suficiente para encontrar su posición en medio de la crisis, y hasta el aparato administrativo gerencial que lo rodea no duda en reconocer que la situación es tan alarmante que se trabaja para el día a día.

El diagnóstico es de moribundez patente, y en disposición de ser intervenido para ampararlo con un cierre y luego una refundación. Todo ello no por una cuestión de sanear sus arcas, sino por no exponer sus siglas al ridículo siempre dañino de un pasado boyante que ha devenido en sede inclasificable, a medias en todo y en ningún lugar del panorama artístico, no ya europeo (que lo tuvo), nacional (que lo fue), sino local, donde su mención produce la pertinente melancolía, cuando no la sensación de que va camino de convertirse en una oportunidad perdida. Nada menos que un año y medio lleva la cultura socialista enredada en desarrollar en el CAAM el código de buenas prácticas».

La relevancia de Chirino no radicó, sin embargo, ni en su origen ni en su contexto, sino en su capacidad para trascenderlos. Su arte no fue puramente una expresión insular, excepto en lo simbólico, y tendió a una manifestación de la voluntad de poder. Aprendió en el sector de su padre, jefe de talleres de los astilleros de la Compañía Blandy Brothers, y de ahí que el hierro pesado y el acero Corten fueron sus materiales, los materiales que de por sí transportan la brutalidad del origen terráqueo. Por eso se empleó en la forja. En su obra, la espiral y la cabeza pensante se erigen como símbolos de un proceso de elevación que nada tiene que ver con el localismo estrecho. La espiral chirineana no es tanto un vestigio arqueológico rescatado de Zonzamas o Belmaco, cuanto la materialización en clave nietzscheana del eterno retorno, un impulso de superación donde cada vuelta representa un momento de ascenso, una afirmación del ser más allá de los límites impuestos por la geografía o la política. Frente a la inercia de los que se conforman con administrar un patrimonio estático, Chirino propuso el incesante y desafiante flujo constante de la creación.

Si la espiral es la metáfora del impulso vital, El Pensador, su monumental cabeza de acero (allí puesta gracias a Manuel Lobo y a Sergio Alonso, desde la academia uno y desde el poder económico el otro), es la afirmación de la conciencia humana. Su forma evoca el casco del guerrero y la máscara ritual, dos figuras de poder que aluden tanto a la protección como a la revelación del ser. Situado en la entrada de la ULPGC, este símbolo, además de un mero ornamento institucional, es un desafío: la exigencia de pensar sin concesiones, de asumir la tarea de la filosofía como un acto de afirmación y no de sumisión. Que Chirino fuera desplazado por gestores sin mérito no fue un accidente, sino una lógica recurrente en las estructuras de poder que temen la grandeza. El verdadero provincianismo no es geográfico, sino mental. No reside en la insularidad, sino en la incapacidad de mirar más allá de los límites impuestos por la mediocridad. En este sentido, la dimisión de Chirino no es un caso aislado, sino parte de un patrón más amplio de hostilidad hacia todo lo que se atreve a desafiar la grisura del statu quo.

El arte de Chirino ha terminado siendo una invitación a la afirmación, a la creación como acto de poder. Su legado no es el de un artista que hablaba desde la periferia, sino el de un pensador que supo convertir su obra en un puente hacia lo universal. Su obra sigue allí, recordándonos que lo único intolerable para los mediocres es la existencia de lo superior.

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