El artista que hablaba de memoria
En sus abstractas pero habitables esculturas, tensas en su planteamiento pero armónicas en su resolución, siempre buscó que la pureza final no eludiera la mácula del proceso creador

Martín Chirino.
En cada una de sus obras, la imagen tensionada está en proporción con la imagen vaciada. En eso consiste la armonía inquietante de Martín Chirino. Desde la extrañeza que da el contraste de saberlo ya un artista centenario, pero tan recientemente póstumo —hace apenas seis marzos—, se averigua mejor que su vocación fue la de un insomne solucionador de sentidos contrapuestos. El herrero enfrentado a una dualidad irreductible, en busca de una armónica y unitaria resolución, que no borre, sin embargo, las dubitaciones y contradicciones de sus enunciados. Un guardagujas entre el todo y la nada, nada menos. A partir de lo cual, encajan todas las matrioskas de oposiciones mentales (y no mentales), abiertas o cerradas, que, infinitamente y en cualquier dirección (para eso, su emblema es la espiral), se nos ocurra. Entre levedad y gravedad; tensión y distensión; velocidad y reposo; horizontalidad y verticalidad; cuadratura y círculo; encierro e intemperie; abstracción y naturaleza; concepto y materia; organismo y osamenta; informalismo y existencialismo; minimalismo e infinito… Es un espejo y, a la vez, una sutura del personaje, que, muy atípicamente, también se desdobla: entre el creador y el gestor; el artista y el hermeneuta; el insular y el cosmopolita; el estoico y el apasionado, el expresivo y el solitario irredento…
En La memoria esculpida (Galaxia-Gutenberg, 2019), su autobiografía testamentaria, fruto de las conversaciones que mantuvimos durante sus últimos tres años, entre sus casas de Madrid y Las Palmas, Chirino incide en ese carácter obturador y salvífico de sus creaciones: «Soy un hombre que sólo gracias a su obra, está hecho de una sola pieza»; «Mi obra es más importante que mi vida»; «Siempre quise que mi obra no fuese un gesto, sino una presencia»… Así pues, se produce el trasvase definitivo, a la búsqueda de una creación en «un proceso que no tiene fin; a cada nueva respuesta surgen nuevas preguntas, que no se pueden debatir entre el sí y su contrario. No existe una resolución definitiva. Siempre brotan matices, y si se aclara un horizonte, reaparece otro como un nuevo reto a despejar». Persigue la armonización, pero a condición de no vulnerar el desdoblaje del tránsito mismo, la muestra de su maculación. Que lo férreo en que se emplea, no eluda lo ferraginoso del proceso creador; esto es, los tres tiempos concentrados en un solo volumen, y que, a más ligero (un Homenaje a Marinetti, por ejemplo) hace que el presente salte hacia el futuro, y, a más compacto (como un caparazón de Mi patria es una roca), lo devuelva al pasado.
Imposible, pues, que el trayecto no fuese en espiral. Es «el origen y el destino; es el dos, el ir y el volver», la define el propio escultor, para agregar sin posible conclusión: «Es el principio y el fin: hacia adelante y hacia atrás es lo mismo. Es el principio de la vida y lo otro: sus puntos suspensivos. Es lo que aglutina cuanto he creado; ocupa el vértice de mi recorrido, con su centro siempre abierto a cualquier derivación… Es geometría, con un centro perpetuamente escindido, precintado pero infinito…Y también es geografía: su centro coincide con nuestro propio origen insular, que determina una cultura tensa y densa, que es lo mejor que nos puede pasar. En ese sentido, la espiral es una obsesión de la insularidad, donde los días del hoy y el ayer no son distintos».
El destino ha querido que la simetría alcanzara a su propia cronología de artista, pues, justo 60 años después de que, en 1958, se estrenara con la muestra Los hierros de Martín Chirino, en 2018 se cerraría, con Martín Chirino en su finisterre, también en Madrid. Y hay, además, una cierta sincronía entre ambos extremos, desde que, en la primera fecha, expusiera sus primeros vientos, e hicieran formular al crítico Ángel Ferrant una definición que seguiría vigente para la segunda: «Es un artista de lenguaje universal, cuya raíz nace del sentimiento de una marcada identidad geográfica».
«Del origen al universo», o bien: «de Canarias al mundo», es, ciertamente, su más amplio y arraigado lema. Son dos extremos indisociables, como las cabezas de dos siameses que compartieran los mismos órganos de un único tronco. Y ello es debido a que la universalidad del escultor grancanario no es ningún agregado o importación de otro lugar. Lo que distingue a sus piezas emblemáticas sobre sus señas de identidad originarias —los vientos, el afrocán, el aeróvoro, las cangrafías...— es que, desde ellas, muestra al mundo, sin estridencia alguna, la sintaxis insular canaria sobre la página de su atlanticidad irreductible.
Se trata de una ecuación que el escultor resuelve, además, de un modo prístino y hasta primigenio, con una singularidad tan excepcional que raya la (imposible) originalidad. «Antes de que llegara Chirino —subraya Serge Fauchereau—, a nadie se le había ocurrido esculpir el viento». Y, como legara en bella imagen el propio artista, quisiera que su obra pudiera ser contemplada como las constelaciones que vería dibujadas en el cielo un aborigen canario…
Sus piezas más significativas poseen una enigmática vida orgánica. Como señala Eugenio Padorno, en los diarios de su estancia parisina, Carnet de estadía temporal, muchas de sus obras son cuerpos tangibles y como tales, «acariciables». Del mismo modo que el público se para a acariciar el mármol de las obras de Rodin, en su Museo de París, «para corroborar su tersura, la gente experimenta esa misma incitación ante algunas obras de Martín Chirino». Mucho antes de compartir elocuentes paseos parisinos, escultor y poeta compartieron su aprendizaje primigenio en los extremos opuestos de la misma playa de Las Canteras. En el burbujeo de las olas en la orilla y por los remolinos del viento sobre la arena, en la franja familiar próxima a la calle Galileo (Pero se mueve), de niño, Chirino tuvo el primer atisbo del viento en espiral, tan dúctil e indomable a la vez, que rige a los cuatro elementos, y que es tiempo, girando como un trompo —trasunto del devenir histórico—, y conforma el espacio —trasunto de la férrea geografía—. De adolescente, quiere remontarlo: abrir a toda costa el horizonte desde el mismo punto de la playa. Le basta con levantar apenas la cabeza, y cruzar al otro lado del istmo, para contemplar, con asombro, el óxido de los barcos verticales, colgados fuera del agua, en los astilleros del Puerto de la Luz, donde trabajaba su padre. Y, ya joven, antes de pulirse del todo en el oficio, con los herreros artesanos de Castilla, y de imbuirse de la orfebrería vanguardista de Julio González, también serían claves las recurrentes visitas al Museo Canario y sus residuos aborígenes, junto al garabato del vendaje de las momias, para revalidar luego todo ese bagaje con la caligrafía de los paisajes rupestres de La Palma. Su intuición de la espiral se encontraba también en la raíz rizomática de muchos endemismos canarios, o en el dibujo de la concha del caracol que André Breton encontró en las faldas del Teide, para representarse con él la sinécdoque de la(s) Isla(s) al completo, en El castillo estrellado.
Al igual que Manolo Millares, Martín Chirino siempre quiso que su obra se leyera, como una reanudación, tras el erial del franquismo, a renglón seguido de los fértiles movimientos de vanguardia insulares, en las décadas previas a la Guerra Civil. Ir a la sirga de aquel ánimo clamorosamente planetario que inspiró a los promotores de Gaceta de Arte, propiciadores de la conversión de Canarias en la capital del Movimiento Surrealista. El vínculo es evidente con su principal artífice, Óscar Domínguez, como ha quedado reflejado en sendas exposiciones. Pero trasciende al ámbito literario, en hierros que recobran o devuelven las «transparencias fugadas», de Pedro García Cabrera. O en vientos que son directos descendientes del Lancelot 28º 7º, de Agustín Espinosa, donde el viento ocupa la escurridiza metonimia capaz de abarcar al Archipiélago al completo. «Bien —palmera con viento de Lanzarote—; bien», se exclama, como un mantra que lo envuelve todo, seguido de esta fijación visionaria que semeja anticipar el nacimiento del viento en espiral de nuestro artista: «Eres ya la primera entre todas las cosas que han aprendido el arte de la voltereta alrededor del punto absoluto».
Nadie como Nilo Palenzuela ha sido tan perspicaz a la hora de contrastar la obra de Martín Chirino con la de los otros dos grandes escultores españoles coetáneos: Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. En De cómo se ahuyentaba el silencio, explica que, a diferencia de ambos artistas donostiarras, el escultor canario «se sitúa entre el espacio y la nada, a través de una oquedad en el origen y el fin. Sus piezas no son estructuras hechas para contener el vacío y resistir sus embestidas», como en el caso de aquellos. «Al contrario: se enroscan en él, cuentan, por decirlo con Mallarmé, con la nada moderna, aquella que arrasa todos los plumajes de dios y que ha conducido a la chute, a la caída, a la intemperie».Y agrega el poeta y crítico ambidextro (uno de los escasísimos, y tan necesarios, de nuestro entorno que lo es a la vez de arte y literatura): «Es el hierro llevado a la fragilidad: el ángel y el precipicio, lo sublime encadenado por el peso de lo siniestro que no es, sin embargo, más que temor, como el que percibimos en las constantes vueltas de los días, entre la aparición y la ausencia, entre el silencio y el sonido que regresa, como los destellos de la luz, la tierra y el humo, las nubes que van y vienen, como nosotros, como los seres que queremos y marchan».
Cuando se lo planteé como pregunta, en una de las últimas sesiones para La memoria esculpida, Chirino asintió, y apostilló: «Oteiza y Chillida tienen una conciencia de arraigo en su región, una concienciación clara del País Vasco, que les define; son, en ese sentido, más intérpretes de la realidad que les circunda. En mi obra, el origen es mucho más movedizo, renovado, dilatado, y está necesariamente proyectado al exterior. Es decir, mi definición del origen es un punto de partida, un origen dinámico en sí mismo. Cuando realizo una obra pienso siempre en la dualidad: en las dos orillas irreductibles. Mi trabajo de campo es una flecha y otra flecha. No soy, por tanto, un hombre enclavado, que se rija por el desde dónde estás, el desde dentro o el arraigo como límite. Lo esencial es el dibujo en el espacio, más allá de cualquier demarcación».
En el recordatorio de estas páginas centenarias, resulta pertinente evocar el papel imprescindible que, casi a título vitalicio, ha desempañado el pintor Rafael Monagas en la fragua de Chirino. Cuando le pregunté si no es que han sido una especie de Quijote y Sancho, el escultor corrigió: «El arquetipo no es válido, porque los dos somos pragmáticos e idealistas, cada uno a su modo y por su lado. A Rafa [Monagas] me une un sentimiento de amistad fraternal. Él es el mejor interlocutor en mi taller, donde hemos trabajado al alimón con ahínco para la elaboración de todas mis piezas. Es el amigo imprescindible, con quien someto a debate mi quehacer como escultor desde el origen… En medio de la ejecución, ciertas obras parecían pedirme una demora, es decir, una mayor reflexión, y siempre fue Rafael quien entendía que el tiempo era necesario para la madurez de este proceso… Si no fuera por la diferencia de edad, diría que es un constante hermano, con una relación muy respetuosa entre ambos, sin traspasar ninguna línea».
El destino ha querido, además, que el centenario de su nacimiento coincida con el de la muerte de Alonso Quesada. En la figura de Martín Chirino hay mucho de redención del autor del Poema truncado de Madrid, y, por tanto, más capacidad para ser escuchado a los cuatro vientos, de la perplejidad compartida por la indolencia e inercia cultural de sus paisanos. No me parece hoy un aspecto menor de su legado esto que señala: «Cuando leo las tesis sobre la insularidad, de intelectuales como Juan Manuel Trujillo, Westerdahl, Pérez Minik, García Cabrera…, la pregunta que me desazona es por qué se quejaba aquella gente de lo mismo que me quejo yo casi un siglo después; por qué sentimos lo mismo. Comparto eso que decía Domingo Pérez Minik: que ‘[Los canarios] tenemos miedo de expresar nuestra admiración por si te quitan algo’».
En los mentados diarios de Eugenio Padorno, se reflejan muchos momentos de visitas y llamadas compartidas por ambos entre París y Madrid. Tras inspirarse también en la obra de Rodin para concluir que «Martín ha querido plasmar simultáneamente la representación abstracta del viento y de una máscara», el poeta dedica esta lacónica entrada a un testimonio del escultor, entonces sexagenario, que, especialmente en estos momentos de celebraciones distinguidas, invita a reflexionar: «Recibo llamada telefónica de Martín [Chirino]… Me dice: ‘Por muy importante que sea lo que hagas culturalmente en Canarias, la mediocridad del ambiente acallará toda repercusión’».
Antonio Puente es autor de ‘La memoria esculpida’, la autobiografía conversada de Martín Chirino, y ha sido director de comunicación del CAAM, bajo su dirección, y de su Fundación de Arte y Pensamiento.
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