En el diván de Salvador Dalí

El 50º aniversario de su Museo, en Figueres, vuelve a poner de actualidad la controvertida figura del artista más mediático de la España franquista

En el diván de Salvador Dalí

En el diván de Salvador Dalí / El Día

«Me duele la cabeza de ser un genio». El verso, con ciertos tintes irónicos, del poeta postista Carlos Edmundo de Ory encajaría a la perfección en las dimensiones del ego del artista ampurdanés, solo que, en su caso, sin el menor dolor y sin el menor rubor. Venerado inicialmente por los vanguardistas del medio-siglo, no tardarían luego en repudiar el empalago mercantil de su proyección social, como en el caso paradigmático de Manolo Millares, que, tras los explícitos fervores del comienzo, expresaría luego su repulsa, para decantarse, finalmente, por el sutil y discreto universo de Joan Miró. Lo cierto es que, en un mundo cerril de pequeños onanistas desconocidos, él supo erigirse en el primer «gran masturbador» (como se titula su emblemático cuadro), expuesto al voyeurismo público, fundiendo, para lo sucesivo, en el ruedo ibérico, la historia del Arte con la historia mediática.

Mientras que, en la España del franquismo, los genios oficiales o bien habían sido laminados —como su íntimo amigo Lorca— o bien vivían en el exilio —como Picasso, con quien se midió turbulentamente: «Picasso es un genio, yo también; Picasso es comunista, yo tampoco», dijo—, Salvador Dalí (Figueres, 1904-1989) campaba a sus anchas, como el loco tolerado y, al cabo, recluido en su castillo de una playa catalana. Sus iniciales eran, ciertamente, el anagrama de la única droga dura permitida: literalmente, LSD: Lienzos de Salvador Dalí; y, en tándem con la extrañísima y misteriosa Gala (que era su soporte ineludible, un perfecto emblema de lo que el catedrático y crítico Simón Marchán ha catalogado como la abnegación incondicional de «el síndrome de la mujer del pintor»), se paseaba en pijama por el mismísimo No-Do, con sus inconfundibles mostachos de pincel incorporado y ávidos ojos delirantes, como un par de huevos paranoicos. Padre putativo, en ese sentido, de un Andy Warhol, parece indiscutible que la principal obra, o al menos la más visible, de Salvador Dalí es el propio Dalí. Para ilustrarlo comparativamente: así como El grito de Munch, El jardín de las delicias de El Bosco o Las Meninas de Velázquez, o el propio Gernika de Picasso, por ejemplo, son genialidades pictóricas con vida propia, la obra de Dalí es un todo de fragmentos indisociables, que colocan al propio artista en el escorzo de sus cuadros.

De ahí que, muchas veces, la evolución de sus diferentes etapas quede subsumida en la espectral caricatura de su figura, con visibles dosis de entre clon clown. Por eso, sus principales exégetas se ven obligados a reivindicar, una y otra vez, la escondida complejidad y polisemia de sus creaciones, así como las lindes de sus diversas etapas. Así, para Montse Aguer, directora del Teatro-Museo Dalí, de Figueres —que la semana pasada celebró su medio siglo de existencia— es necesario desmadejar «la diversidad de lenguajes» que sustentan la obra daliniana, y reparar en «su extraordinaria capacidad de invención poética, una de sus grandes aportaciones, más acá y más allá de la materialización de sus lienzos». Así, por ejemplo, su serie Alucinación: seis imágenes de Lenin sobre un piano (1931), perteneciente a los fondos del Centro Pompidou, sea interpretada, a menudo, como la sátira del comunismo soviético, pero lo que subyace, de un modo más relevante, es su desmarque definitivo de André Breton y la oficialidad del Movimiento Surrealista.

El mensaje primordial del artista ampurdanés es su abrazo definitivo a la publicidad de sí mismo como obra maestra; un pionero, en ese sentido, en el ámbito español, en el tránsito de la sociedad de producción a la de consumo de mediados del siglo XX, cuando Nueva York releva a París como meca del arte. Desde esa perspectiva, el pintor transita todo el tiempo por borrascosas y, a la vez, meditadas negaciones de cada etapa anterior, por una vía compulsiva y reflexiva, a un tiempo. Por algo fue el preconizador del método paranoico-crítico y también, a través del psicoanálisis freudiano, un afanoso buscador de la totalidad en lo fragmentario. De hecho, La interpretación de los sueños, del médico austriaco, fue uno de sus libros de cabecera y el principal influjo en sus escritos, y hasta conoció personalmente a Freud, en Londres, en 1938, aunque el encuentro no prosperó según las expectativas del artista, acaso por lo epatante de sus comparecencias... Pero, además de negar la mayor y obstinarse, dalinianamente, en echarle un pulso al cosmos, ¿qué negaba en concreto Salvador Dalí?

Carlos Ballús, el último psiquiatra que lo atendió, a lo largo de un año, entre 1979 y 1980, cada semana y a domicilio —cuando el paciente se dejaba, claro, y no lo echaba de la casa profiriendo improperios— incide en el diagnóstico de «una personalidad narcisista profundamente neurótica e hipocondríaca», que encubría su naturaleza de hombre tímido y desvalido con una sobredosis de exhibicionismo histriónico, lo que incluía episodios de crueldad. Ballús asevera que el paciente se negaba a hablar de la madre, acaso para no emborronar con el menor aliento la sacrosanta devoción que le rendía, mientras que abominaba a lengua suelta de su progenitor, un respetable notario ampurdanés, al que le producía urticaria la sola mención de Gala y que, en la mente del artista, no sólo hubiese querido para él una vida más convencional, sino, sobre todo, que hubiese sido otro. De hecho, Salvador Dalí era el nombre de su hermano, fallecido menos de un año antes de su nacimiento. «Por eso, él sentía que estaba en el mundo como sustituto», explica el psiquiatra, aportando una de las claves sobre la recurrente fijación de Dalí por los desdoblamientos.

Entre los retratos y paisajes del Dalí primigenio y más clásico, junto a la archiconocida, y reproducida hasta la saciedad, Muchacha en la ventana, es de destacar el Retrato de mi padre, también de 1925. Bajo un realismo aún mesurado y en reposo, Dalí antepone así la más expresa representación del signo de autoridad contra el que recurrentemente se rebela, como si, en lo sucesivo, cada nueva etapa proviniese del padre negado de la etapa anterior. No por nada, en la llegada a su emblemático surrealismo —precedido por el cubismo y la antipintura, de claro influjo mironiano—, el pintor adoptará el revelador eslogan definitivo de «La miel es más dulce que la sangre»; una clarísima alusión a su convencimiento de que los vínculos de la amistad son más entrañables que los lazos consaguíneos o de imposición familiar.

La obsesión de Dalí por el triturante paso del tiempo ha quedado más que reflejada en sus célebres relojes fláccidos, como desmesurados pepinillos en vinagre, de La persistencia de la memoria (1931), y también en Construcción blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil) (1936). Pero, para adentrarse en las entretelas de sus mutaciones personales y artísticas, una de sus obras más emblemáticas sigue siendo El gran masturbador. La obra data de 1929, el mismo año en que conoce a Gala y viaja por vez primera a París, al contacto directo con los surrealistas, y es uno de los principales modelos de la vía paranoico-crítica y del sui-géneris onirismo daliniano. De ella, escribió el pintor escuetamente en sus memorias, La vida secreta de Salvador Dalí: «Representa una gran cabeza, amarilla como la cera, muy rojas las mejillas, largas las pestañas y con una nariz imponente comprimida contra la tierra. Este rostro no tenía boca, y en lugar de la boca había pegada una langosta enorme». Pero, mucho más allá, la pieza es uno de los más complejos y logrados resúmenes de sus obsesiones cruzadas por el psicoanálisis. En ella, confluyen tres cuerpos que se relacionan entre sí, en una evidente y somera triangulación edípica. Se dice que la escultórica cabeza de mujer, que se encarama hacia los fláccidos genitales masculinos, podría ser el primer retrato de Gala. Y, en contraste con el lirio, cuyo pistilo es un símbolo fálico de gran pureza, casi infantil, aparece también la cabeza del león, que, recurrentemente, simbolizará su visión carnívora y castradora del erotismo, como una antropofagia.

Las pequeñas figuras humanas, otra de sus constantes (en frecuente oposición a la arrasadora geología animal de la sexualidad y la erosión del paso del tiempo), representan, aquí y muchas veces más, el aislamiento y la fragilidad de cada individuo. Incluso, el aherrojamiento y la castración de la figura paterna está esbozado en este lienzo, a través de un anzuelo: «el gancho de la vida átona y convencional que su padre quería para él»; pero es en otra obra de la misma etapa, Guillermo Tell (1930), donde Dalí se ceba en la representación del padre castrador. Como ha explicado también Montse Aguer, «a partir de ese preciso momento, la obra de Dalí comienza a sustentarse en imágenes dobles o imágenes invisibles, cuya elaboración final depende totalmente de la voluntad del espectador».

La anamorfosis, o el trastocamiento de unas imágenes en otras hasta la extinción de las imágenes originarias, se hará, asimismo recurrente: a través de caballos alados, «asnos putrefactos», niños vestidos de marinero, huevos fritos —«que para Dalí simbolizan la vida intrauterina»—, hombres castrados, langostas voladoras —«por las que sentía una fobia insuperable»—, mujeres devenidas en voraces mantis religiosas... trazos muy diversos, pero siempre transversalmente asistidos por el tan temido «monstruo de la sexualidad»...

Es curioso que, frente a las tonalidad tétrica, plomiza y sepia, con ciertos influjos goyescos, con que pinta los horrores de la Guerra Civil, posteriormente, en su fructífero período neoyorkino, durante la Segunda Guerra Mundial, surgirá un Dalí que bascula entre el misticismo y la mirada sobre la expansión nuclear. Y, con posterioridad, el pintor quedará fascinado con las perspectivas que le brindan los avances tecnológicos, sin que abandone por ello el diálogo con la tradición, como en el emblemático A la búsqueda de la cuarta dimensión (1979), donde están presentes sus venerados Velázquez y Miguel Ángel. Otro proverbio daliniano es su chaqueta afrodisíaca, esa vieja prenda petada de vasos de chupito con pajillas, que emulan, acaso, la insignificancia de los sorbos sexuales... En un vídeo con el que solía acompañarse de esa pieza, aparece un Dalí dicharachero, histriónico, hilarante, con la chaqueta puesta, más bien como de espantapájaros, explicando que ese es su uniforme para las noches voluptuosas, precedidas de un ritual inexcusable: llenar con pipermint y una mosca muerta cada uno de los vasos... Un momento, para él, tal vez terapéutico, de distensión, frente al monstruo caníbal del erotismo. Éste, en cambio, sí prevalece en el enigmático y teatral cuadro La tentación de San Antonio (1946), en el que elefantes descomunales de evidente trompa fálica apenas sí se sostienen sobre sus patas de insecto (de sus temidas langostas, que en El gran masturbador representaban la boca) y están a punto de desmoronarse...

Pero uno de sus cuadros más enigmáticos y elocuentes es, justamente, Retrato de mi hermano muerto (1962). Frente al realismo inicial del retrato del padre sentado, aquí el gran rostro altivo de quien se llamó antes que él Salvador Dalí aparece silueteado por grandes puntos, émulos —explican— del granito que Gala tenía en una oreja y que para el artista era el ataúd místico de su ignoto hermano. Está más que claro, en conclusión, que Dalí tenía razón con su célebre autoproclama: «La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco».

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