El arte de levantarse del «¡Púmbale!»
En torno al Premio Cervantes mexicano José Emilio Pacheco a los diez años de su muerte

José Emilio Pacheco, en abril de 2010, el día de la ceremonia de entrega del Premio Cervantes. / Efe
«La poesía es el alfabeto con el que me apropio del mundo al simbolizarlo», definió el poeta, narrador, ensayista, traductor y crítico literario José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014), de cuya muerte se cumplen diez años. Sin embargo, el optimismo de la creación no le impedía cotejar el pesimismo de la recepción. Pues, como exclama, por ejemplo, en su poema Carta a George B. Moore en defensa del anonimato, «Extraño mundo el nuestro: cada día / le interesan cada vez más los poetas; / la poesía cada vez menos». Y, acto seguido, siendo más preciso en su escepticismo, matiza que, en realidad, no interesan tampoco los poetas (¡que interesan!), sino «sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica, / sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo, / tienen asegurado el amplio público / a quien ya no hace falta leer poemas».
Hablaba, acaso, en el contexto del hervidero literario de Ciudad de México, de donde es célebre el taxidermismo que aplica al gremio su compatriota y colega Gabriel Zaid (Monterrey, 1934), quien acaba de cumplir 90 años; a saber: «En la actualidad hay tres tipos de poetas: aquellos a los que no se les conoce, y por tanto sus libros no se leen; aquellos a los que se les conoce y tolera, pero sus libros no se leen, y aquellos a los que se les premia y venera, pero sus libros no se leen… «Una ciudad deshecha, gris, monstruosa», la llamaba el autor de Alta traición, al tiempo que le declaraba su amor como lugar predilecto. El Premio Cervantes hizo de la extrañeza por el paso del tiempo (con autotraición incluida: «Somos todo aquello contra lo que luchamos a los 20 años») y por la propia naturaleza de la escritura, el móvil de su poética. «La vida jamás estará del todo escrita», confiesa el autor de Tenga para que sentretenga. Una poesía que hilvana de partida la infancia con la muerte, y que nace de un deslumbramiento por el solo hecho de estar vivo y saberse, inopinadamente, un médium: «Mis palabras tanto más mías porque son ajenas».
A través de un realismo alucinado, el también autor de El principio del placer se agazapa y avanza como un topo horadante, por entre títulos que encierran algún concepto oscuro («deriva», «errante», «desierto», «tinieblas»...), y, tras constatar que «la noche huele a luz carbonizada», celebra algún resquicio de luz no mancillada: «Llamo poesía a ese lugar del encuentro / con la experiencia ajena». Es, efecto, una épica del autoextrañamiento, que combina cultismo y oralidad, reflexión y coloquio, como reversos, y convierte lo atemporal en cotidiano, como cuando convoca a sus autores de cabecera —Heráclito, Goethe, Juan Ramón...— con un trato de amigos tabernarios.
A modo de muestrario, sirva su emblemático poema «La fecha», en el que Pacheco traza una suerte de epitafio con efecto retroactivo, un canto melancólico cuajado, a la vez, de un enorme vitalismo:
En un rincón oscuro y triste, - donde los relojes no existen, - donde el tiempo se ha detenido, - donde solo quedan suspiros. - En ese lugar sombrío, - donde la vida ya no late, - donde los sueños se han ido, - donde la muerte ya llegó. - Se encuentra una fecha escrita, - en letras de oro y tristeza, - que marca el fin de los días, - que nos recuerda nuestra naturaleza. - Un recordatorio implacable, - de que somos efímeros seres, - de que el tiempo siempre avanza, - y la vida no espera. - En cada segundo que pasa, - la fecha se acerca sin piedad, - nos invita a vivir con intensidad, - y a no dejar escapar ninguna oportunidad. - No importa cuántos años tengamos, - ni cuán lejos esté esa fecha, - lo importante es saber que llegará, - y en nuestras manos está la respuesta. - Aprovechemos cada amanecer, - cada abrazo, cada sonrisa, -porque cuando la fecha llegue, - no habrá tiempo para más prisa. - En este rincón oscuro y triste, - donde los relojes no existen, - recuerda siempre la importancia, - de valorar cada segundo que vistes.
Además de crítico literario, Pacheco fue también un traductor sui géneris, sumamente libérrimo, empeñado, sobre todo, en reactualizar a los clásicos, otorgándoles un lenguaje de nuestros días. Así ocurre especialmente con su Antología de poetas griegos, en la que los diversos autores operan como si fuesen sus propios heterónimos. De Pablo Silenciario (500 -575), un autor que fue maestro de ceremonias en la corte de Justiniano, Pacheco escogió el elocuente poema Habla Melisa, que en su versión podría resultar canónico en los actuales tiempos del Tinder:
Cuando hago el amor con Pedro / Me imagino que estoy con Carlos. / Cuando me toma Carlos pienso en Alberto / Y si me tiene Alberto vuelve el deseo /
De acostarme otra vez con Pedro. / Reniego siempre del que está en mis brazos. / Por tanto ellos
Me aman con más ardor que a ninguna otra. / Mujer, si tú me juzgas una gran puta, / Un mal ejemplo, un monstruo (Aunque muy hermosa), / Desde luego lo acepto y estoy de acuerdo. / Pero entonces, amiga, por favor quédate /
Con la horrible miseria de que te ame. /
Tan solo un hombre en vez de tres o cuatro.
Convencido de que no existen los adultos, sino «solo niños envejecidos», José Emilio Pacheco es uno de los más destacados traductores de los Cuatro Cuartetos, de T. S. Eliot, cuyo axioma «En mi principio está mi fin» podría servirle de pórtico a la totalidad de su obra. Muy significativo es su poema Otro segundo, un gran epitafio colectivo en el que la muerte es concebida tan solo como el «Púmbale» del niño en su última caída, cuando, finalmente, ya no se levanta:
Púmbale, dice el niño de cuatro años al caer en la hierba. Púmbale, y el que se levanta del suelo es un hombre altivo, cruel, implacable. No reconozco al niño a quien veía jugar hace un instante mientras hablaba con sus padres. Púmbale, y ahora es el derrotado. Hasta sus más abyectos aduladores le han vuelto la espalda. Púmbale, y otro segundo acaba de pasar y todos nos caemos de viejos y a la siguiente exclamación seremos polvo.
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