Las poetas de entonces: entre el vanguardismo y la «ética del deseo»

La profesora de la Universidad de Columbia Ana Fernández-Cebrián recoge, en ‘Las Sinsombrero y un nuevo 27’, la primera antología inclusiva, con igual proporción de mujeres y hombres poetas de la Generación de la República

Las poetas de entonces: entre el vanguardismo y la «ética del deseo»

Las poetas de entonces: entre el vanguardismo y la «ética del deseo» / ED

Antonio Puente

«Y al atravesar la Puerta del Sol nos apedrearon, insultándonos […] Nos llamaban maricones porque se comprende que creían que despojarse del sombrero era una manifestación del tercer sexo». Así relata Maruja Mallo (1902-1995) lo que les sucedió, a ella y a la también pintora Margarita Manso (1908-1960), aquel día de mediados de los años 20, cuando, en compañía de Federico García Lorca y Salvador Dalí, decidieron quitarse abruptamente el sombrero al pasar por el madrileño kilómetro cero. «Todo el mundo llevaba sombrero. Era algo así como un pronóstico de diferencia social», rememora sobre aquel gesto de provocación, que, por ingenuo que hoy nos pueda resultar, era un grave atentado, y muy especialmente en el caso de las mujeres (literalmente, una suerte de público top-less), todavía en plena dictadura del general Primo de Rivera. Esa anécdota dio paso a una denominación de origen republicana —las Sinsombrero— que, denegada durante la siguiente dictadura, del Generalísimo Franco, ha vuelto con fuerza en los últimos años, para designar a las mujeres creadoras, artistas y activistas y de espíritu libre, en torno a la llamada Generación del 27.

Sin ellas, la historia no está completa se subtitula un libro dedicado a las Sinsombrero, de Tània Balló (Espasa, 2016), con una segunda parte, apostillada de Ocultas e impecables (Espasa 2018). Y, aunque algunas de sus integrantes ya cuentan con publicaciones propias, o, incluso, de sus obras completas, como Josefina de la Torre (Torremozas, 2020) —a la que se suma ahora una versión ilustrada, de Alicia Mederos y Marta Ponce, Josefina de la Torre, la muchacha-isla (Vegueta ediciones, 2024)—, tampoco en ese ámbito, la relectura y divulgación de la memoria intrahistórica es aún, ni mucho menos, para quitarse el sombrero.

Luego de la amplia antología de las poetas más destacadas desde finales del XIX hasta comienzos de la Guerra Civil, Peces en la tierra, al cuidado de Pepa Merlo (Fundación Lara, 2010), la profesora de Literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Columbia Ana Fernández-Cebrián acaba de publicar Las Sinsombrero y un nuevo 27 (Alba editorial), una antología que alterna, por primera vez, la inclusión de ambos géneros, siete mujeres y seis hombres, intercalados en estricto orden cronológico. De forma pertinente, se abre con Juan Ramón Jiménez, que apuntala el período, y se cierra con Miguel Hernández, el último en nacer y devenido en emblema de su truncamiento, pues, como es sabido, en el último momento, se le conmuta la pena de muerte por treinta años de cárcel —gracias a la añagaza de José María de Cossío para convencer a las autoridades de no hacer de él «otro mito-mártir como el de Lorca»—aunque, gravemente enfermo de tifus y tuberculosis, el poeta de Orihuela solo aguantó dos años.

El binomio de Bécquer y Rosalía

Como señaló José Ángel Valente, la producción poética de la España del siglo XIX es de una mediocridad tal, que —con «la rigurosa excepción de Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer», enfatizaba— la mayoría de sus autores podrían figurar «en una guía telefónica donde todos se llamaran Fernández». La cuestión cambia hacia finales del siglo, tras la irrupción del modernismo y el 98, con nombres propios (más allá de la inminente y aún por reivindicar dorada periferia insularia, de Tomás Morales, Alonso Quesada y Saulo Torón) como Antonio Machado, Valle-Inclán o Unamuno. Pero, tras aquel primer dueto de valía incuestionable —Rosalía y Bécquer— la mujer no pasa de ser entonces, o bien musa, como la Leonor Izquierdo del autor de Campos de Castilla, o bien «reposo del guerrero», como se decía hasta no hace mucho, con la misión de apuntalarle al creador la existencia, como Concha Lizárraga, la esposa del autor de El Cristo de Velázquez y madre de sus nueve hijos, a quien llamaba «mi costumbre».

Así, hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XX para que comenzaran a brillar con luz propia —aunque por poco tiempo— las escritoras de la truncada «Generación de la República» (abril de 1931-abril de 1939), en cuño de Antonio Espina y José Bergamín, y que, como argumenta en la esclarecedora introducción, la antóloga de Las Sinsombrero… es el más adecuado para la inclusiva relectura. Así como el 98 alude a una crisis y desastre colonial de alcance colectivo, hablar del 27 es reducirlo al puntual homenaje sevillano a Luis de Góngora, en su tricentenario, por un grupo de poetas amigos. Cuando el énfasis hay que ponerlo —subraya Fernández-Cebrián— en la implosión progresista y vanguardista, plena de derechos igualitarios, con el surgimiento de poetas que creían en la poesía como «transformación de la vida», y que aún mantuvieron intactas aquellas expectativas durante el posterior exilio, físico o interior. Fue la primera hora de las mujeres que, en palabras de María Teresa León (1903-1988), se propusieron «adelantar el reloj de España». O cuando, según la crítica literaria Iris M. Zavala, surgió una ilusionante y compartida «ética del deseo».

Es evidente que, en la larga e insomne siesta del franquismo, cuando España devino en una unidad de desatinos en lo local, y los recién conquistados derechos igualitarios de la mujer se confinaron en una cuarteada y aislante «sección femenina», las creadoras volvieron a ser relegadas, en las nóminas oficiales, a un papel minoritario y ornamental, como el de esas mujeres circenses que (¡hale-hop!) acompañan en las pistas a malabaristas y domadores.

Remotamente, llegaron a sonarnos nombres como Ernestina de Champourcín (1905-1999) o Josefina de la Torre (1907-2002). Pero solo porque Gerardo Diego tuvo a bien incluirlas —únicamente a ellas dos—entre una treintena de poetas varones, desde Rubén Darío hasta Lorca, en su emblemática antología Contemporáneos (1934).

De la Torre es un caso flagrante de que, en la cultura ibérica, no se aceptan los desdoblamientos profesionales de cualquier género, y, cuanto más brillantes sean, peor. Poeta, narradora, soprano, pianista, cineasta, dobladora (la voz en castellano de Marlene Dietrich) y actriz, de cine, teatro y televisión, la aparición de algunos de sus poemarios era acogida, en la Prensa del franquismo, con algún breve que saludaba los pinitos poéticos de la Primera actriz del María Guerrero. Fue pionera en hacer el amor de su vida a un hombre 30 años más joven, el actor Ramón Corroto, prematuramente fallecido, y a quien dedica el libro Mi dolor (1980).

También es un caso formidable para observar el silencio que se cierne sobre los textos que dedican los poetas a las poetas, y viceversa, pues mientras se canonizan los de los varones que hablan hombre a hombre (las elegías, por ejemplo, de Lorca a Sánchez Mejías o Antoñito el Camborio; de Miguel Hernández a Ramón Sijé, o de Cernuda a Lorca o a Larra, etcétera), se desconocen los intergéneros, como el amoroso soneto que le dedica Alberti, por ejemplo, a la poeta canaria, o las elogiosas palabras de Pedro Salinas, con un epíteto que serviría para todas: la «muchacha-isla», por no hablar de la ignorancia suprema sobre los textos que se dedican entre sí las propias poetas.

Es un desdoblamiento común a las siete poetas recogidas en la nueva antología, planteada como un listado «abierto». Así, junto a Josefina de la Torre —que, en la totalidad de sus poemarios, enfrenta las palabras «anhelo» y «ausencia»—, por orden de aparición, la poeta (ultraísta) y periodista (anarquista) Lucía Sánchez Saornil (1895-1970), que, hasta la llegada de la República, hubo de firmar sus colaboraciones con seudónimo masculino. La depurada catedrática Ángela Figuera Aymerich (1902-1984), con su significativo título, dedicado a Carmen Conde, Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas, y que aboga por que «Hagamos puentes, puentes, puentes». La narradora, poeta y traductora políglota (seis idiomas) Elizabeth Mulder (1904-1987) —«No oprimas con tu mano / mi mano temblorosa; / no despiertes la bruja / de los gestos de loca»—. La barcelonesa Ana María Martínez Sagi (1907-2000), brillante periodista, comprometida con el sufragio femenino y las mujeres trabajadoras, y considerada, por Cansinos Assens, «heredera de Rosalía de Castro». Y Josefina Romo Arregui (1909-1979), que, tras ser profesora de la Universidad de Madrid —de Carlos Bousoño o Fernando Lázaro Carreter, entre otros—, emigraría a impartir clases en Estados Unidos.

En la voz de estas poetas se observa, allí donde se encuentren, un añadido exilio interior, y ese marcado desdoblamiento entre la pujanza por vencerlo y mantener, pese a todo, una digna serenidad íntima. («Salgo a la calle y voy en ascua viva» / «Me gusta andar de noche las ciudades desiertas», contrapone, por ejemplo, la también incluida Concha Méndez —1898-1986—).

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