Guillermo de Torre, entre el orden y al azar

Domingo Ródenas nos acerca a un escritor sin cuya labor no es posible entender la incorporación de España al mapa de la cultura europea

Guillermo de Torre

Guillermo de Torre

Andrés Sánchez RobaynaA.

En toda vida humana, el azar impone un «misterioso orden» a la existencia, un orden que solo se hace verdaderamente visible al final de la existencia misma, cuando «las decisiones y accidentes del vivir» parecen cobrar un sentido. Sobre este principio —un tanto borgesiano, y aclarado hacia la mitad del trabajo— ha organizado el crítico e historiador literario Domingo Ródenas un ensayo de reconstrucción de la vida y la obra de un intelectual y escritor representativo como pocos del siglo XX hispano, Guillermo de Torre (1900-1971). Ocurre sin embargo que, conceptos opuestos como son, el orden y el azar constituyen igualmente categorías o ejes metafóricos para designar la seguridad y la aventura, la tradición y la vanguardia, la norma y la experimentación, lo invariable y la novedad. Un «clásico» del siglo XX, el vanguardista Guillaume Apollinaire, escribió hacia 1915 en uno de sus poemas más conocidos: «Yo sé sobre lo antiguo y lo moderno todo cuanto un hombre debe saber / … Entre nosotros y para nosotros amigos míos / Juzgo esa larga disputa entre la tradición y la invención / Entre el Orden y la Aventura». El asunto arrancaba, en realidad, de los tiempos de Baudelaire, cuando este, para afirmar la idea de modernidad, aseguraba que el arte debía ser una dialéctica entre lo fugaz y lo eterno. «La modernidad —escribía— es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable.»

El primer acierto, probablemente, de Domingo Ródenas de Moya en su libro El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges, donde los aciertos abundan, es haber sabido condensar en una expresión sintética tanto el «ordenado azar» de una vida y una obra como las categorías estéticas que parecen simbolizar por encima de cualesquiera otras el esfuerzo crítico de Guillermo de Torre a lo largo de muchos años. Si este tituló en su día (1943) uno de sus libros La aventura y el orden, Domingo Ródenas da otra vuelta de tuerca a la cuestión acercando los dos conceptos y unificándolos. No cabe hallar un emblema más certero para definir una trayectoria intelectual que giró siempre en torno al sentido de esas dos nociones centrales en la cultura de la modernidad.

El resultado es un brillante ejercicio de confrontación que permite observar con claridad la evolución del escritor

Lo que se presenta como una biografía de Guillermo de Torre y su medio familiar (los hermanos Jorge Luis y Norah Borges, esposa de Torre), sin dejar de ser una «biografía de grupo», va mucho más lejos. Se trata de un minucioso ensayo de reconstrucción de un período cultural lleno de no pocas alturas y relieves y del cual Guillermo de Torre fue al mismo tiempo tanto intérprete y protagonista como crítico y compañero de viaje. Articulado el ensayo en una secuencia cronológica de seis bloques formados por breves y atrayentes capítulos encadenados, la serie se interrumpe otras tantas veces para situarnos en los momentos finales de la vida de Torre en Madrid y Buenos Aires (1970, 1971) con objeto de establecer aquel «misterioso orden» que ha dibujado su existencia y su obra. El resultado es un brillante ejercicio de confrontación temporal que nos permite observar con claridad la evolución de un escritor, crítico e intelectual sin cuya labor no es posible entender la incorporación de España al mapa de la cultura europea de su tiempo, fruto de una fe inquebrantable en los valores de la modernidad literaria y artística. Pero sucede que Guillermo de Torre, autor precoz de una obra pionera como es Literaturas europeas de vanguardia (1925), más tarde ampliado en Historia de las literaturas de vanguardia (1965), o del no menos importante Problemática de la literatura (1951), entre otras notables obras de crítica y ensayo sobre literatura y artes plásticas, fue también un editor de primer orden, con responsabilidades determinantes en iniciativas como La Gaceta Literaria, la colección Austral, la revista Sur o la creación y dirección de la editorial Losada, por no citar sino algunas de las más conocidas. Cada uno de estos hitos culturales está aquí cuidadosamente examinado y valorado.

El enfoque abarcador de Ródenas le permite, con todo, ir más allá de la estricta biografía para orientar igualmente su reflexión en, al menos, otras dos direcciones complementarias: trazar un perfil evolutivo del pensamiento y la obra de Jorge Luis Borges estableciendo, de paso, el significado contextual de la obra de Norah Borges, de una parte, y, de otra, tomar el pulso al estado de cosas de la cultura internacional a lo largo de medio siglo (1920-1970). Lo primero es especialmente relevante, porque los primeros éxitos de Borges como narrador (y sus titubeos y bandazos) encuentran aquí un justo marco biográfico, lo mismo que la temática «familiar» de Norah, pero es en el otro aspecto —la situación de la cultura internacional, tal y como la vivió Torre desde dentro— donde encontramos, a mi juicio, algunos de los momentos más brillantes de este ensayo. Los movimientos de vanguardia europeos antes de 1939, la conformación de bandos ideológicos en la Europa de entreguerras, los enfrentamientos de las tendencias artísticas, el papel del ultraísmo, la trascendencia del XIV Congreso Internacional del PEN Club en Buenos Aires en 1936, la aparición de nuevos movimientos en la arruinada Europa posterior a 1945, el significado (y las intenciones) del Congreso por la Libertad de la Cultura (Berlín, 1964), y un largo etcétera, encuentran aquí una sugestiva interpretación a partir de los trabajos y los días de Guillermo de Torre. No perdamos de vista, por otra parte, dos datos igualmente esenciales: el hecho de que Torre fue también un excelente conocedor de las artes plásticas (recordemos solo sus estudios sobre Torres García o sobre Picasso) y el fundamental papel desempeñado por el crítico madrileño tanto en el diálogo de las dos orillas de la lengua como en la conformación de la «galaxia» literaria hispanoamericana del siglo XX, para no hablar de lo mucho que le debe la valoración de las obras de los escritores españoles del exilio. Por no faltar, en el estudio de Domingo Ródenas ni siquiera faltan los comentarios minuciosos sobre las debilidades, recelos y limitaciones de su biografiado, siempre, como es debido, en su contexto tanto público como íntimo, muy especialmente en su período juvenil, el más «accidentado», intelectualmente hablando, de su vida.

No es poco el mérito que representa trabar y empastar todos los aspectos mencionados en un volumen de casi 600 páginas que no decae en ningún momento en su reflexión y su argumentación. El estudio de Ródenas hace pensar más de una vez en las posibilidades críticas de la llamada «historia cultural» (la representada, entre otros, por críticos e historiadores como Jean-Pierre Rioux), para la cual no son menos decisivos los autores mismos que los «transmisores». Guillermo de Torre fue ambas cosas, aunque abandonara la literatura de creación desde su fallido Hélices (1923), porque para él la crítica tuvo siempre una dimensión constructora y creadora. Se equivocaría quien pensara que El orden del azar es solamente una valiosa biografía de Guillermo de Torre, o incluso una «biografía de grupo» del crítico e historiador español, Norah Borges y Jorge Luis Borges. Siéndolo, se trata de mucho más: estamos ante una contribución fundamental a la historia cultural hispana en el siglo XX, una visión tan precisa como matizada de sus procesos y sus políticas intelectuales, sus instituciones, sus prácticas y sus sensibilidades.

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Entre los incontables datos desconocidos que saca ahora a la luz Domingo Ródenas de Moya en El orden del azar, muchos de ellos extraídos del archivo y la correspondencia inédita de Guillermo de Torre, figuran no pocos relacionados con Canarias o con autores nacidos en las Islas. Además de su diálogo casi constante con Eduardo Westerdahl (tal vez su más cercano interlocutor en España), de su reseña (sin firma) de Crimen de Agustín Espinosa en el madrileño Índice Literario (1934) o de la relación con Claudio de la Torre (aparte quedan su trato con Domingo Pérez Minik, que publicó en 1971, a raíz de la muerte del crítico madrileño, «Guillermo de Torre y las Islas», o con Ventura Doreste, que dedicó a Torre cuatro artículos, tres de ellos recogidos en su libro Análisis de Borges y otros ensayos, de 1985), vale la pena detenerse en una noticia o referencia del todo ignorada hasta hoy y que tiene como protagonista a Alonso Quesada.

Sabíamos que el poeta y prosista canario había alcanzado, hacia 1920, un prestigio considerable en los medios literarios españoles, de manera especial entre los miembros de lo que pronto iba a llamarse «la Joven Literatura», un prestigio obtenido, sobre todo, a raíz de la publicación de sus poemas estéticamente rupturistas en revistas como España (Madrid), dirigida sucesivamente por Ortega, Araquistáin y Azaña, o, a partir de 1923, Alfar (La Coruña), dirigida por Julio J. Casal, entre otras publicaciones, incluida la selectísima Índice, de J. R. J., en cuyo nonato n.º 5 figuraba un poema de Quesada. En 1924, la revista francesa Intentions, dirigida por P. André-May, propuso al crítico Antonio Marichalar, por sugerencia de Valery Larbaud, que elaborara y presentara una muestra de «la Joven Literatura» española, publicada en el número 23-24 de ese mismo año. Ese número de Intentions está considerado por algunos como la primera nómina de la que más tarde sería llamada «generación del 27». Quesada fue seleccionado por Marichalar, junto a D. Alonso, J. Bergamín, R. Buendía, J. Chabás, G. Diego, A. Espina, J. Guillén, F. García Lorca, A. Salazar, P. Salinas y F. Vela. En 2017, quien esto escribe dio a conocer las cartas de invitación de Marichalar y P. André-May al poeta canario.

Aunque citado por Marichalar en el exordio, Guillermo de Torre quedó fuera de la selección, lo que suscitó su profundo descontento; con razón y sin ella: pocos como él habían hecho tanto por la joven literatura, desde luego, pero su libro de poemas Hélices (1923) no dejaba ver a un verdadero poeta. Cuando, en 1925, Jorge Luis Borges comunica a Torre que quiere contar con Alonso Quesada «en el cuerpo de escritores que constituyen Proa», revista bonaerense de vanguardia, se echa de ver inmediatamente el aprecio de Borges por la obra de Quesada, hasta el punto de invitarlo a formar parte del equipo de la revista junto a A. Reyes, R. Gómez de la Serna o Cansinos Assens, entre otros. En la respuesta de Torre asoma entonces la discordia de Intentions: «¿Y Alonso Quesada? ¿Quién ha incluido a ese canario de voz indecisa? Nadie le conceptúa aquí como hombre de significación vanguardista». El descontento de Intentions impedía a Torre, esta vez, ser objetivo. Nadie podía dudar de que textos como «Poema truncado de Madrid», publicado en España, eran la expresión de una voz poética singular y claramente comprometida con el espíritu de renovación de la época. Jorge Luis Borges (a quien se debía la propuesta de incorporar a Quesada al grupo de Proa) lo vio con claridad.

Nada de ello pudo llevarse a efecto. A Quesada le quedaban escasamente seis meses de vida. Un largo silencio se hizo sobre su obra, hasta 1944, fecha de publicación de Los caminos dispersos: poesía de ruptura editada de manera casi secreta en una época literaria española que, con las excepciones conocidas, se inclinaba de manera mayoritaria hacia largos, insuperables convencionalismos.

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