Confesiones de la vida

Dorothy Gallagher: lo ordinario y también lo extraordinario en ‘Extraños en la casa’

Confesiones de la vida

Confesiones de la vida

Luis M. Alonso

Relatos de no ficción o ensayos autobiográficos, una vez más me veo atrapado por la escritura de Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935), tan pretenciosamente confidencial que parece estar escribiéndola para un único lector entre susurros y revelaciones asombrosas, confesiones que parecen íntimas y parecen requerir discreción por parte de quienes las escuchan. Extraños en la casa, que publica Muñeca Infinita, es el segundo volumen de las memorias iniciadas en De cómo recibí mi herencia, que vieron la luz gracias a la misma editorial, creo recordar, hace poco más de un año.

Esta decena de relatos, aunque breves, ofrece una imagen nítida de la vida en las estribaciones del mundo literario de Nueva York a finales del siglo XX, desde los años 60 hasta los grandilocuentes años ochenta. El novio de la protagonista afirma ser el amante de Foucault y por ahí todo. Gallagher se casa más tarde con el escritor y editor Ben Sonnenberg, que padece esclerosis múltiple. Explora la triste historia de su familia judía emigrada a Ucrania.

El padecimiento de los últimos días se cuenta con la misma voz sabia, irónica y confesional de los primeros episodios. Gallagher enmarca la historia de su matrimonio con Sonnenberg y la de su perro Harry, un trasto que no siempre se comporta bien, al igual que sucede con la terrible enfermedad de su marido.

Entre presente y pasado

Ben Sonnenberg murió en 2010. Había sufrido de esclerosis múltiple durante muchos años y estaba casi completamente paralizado, aunque su lúcida mente permanecía intacta. Gallagher se mueve libre e intuitivamente entre el presente y el pasado para evocar tanto la vida de pareja como la suya propia después de la muerte de su compañero, sola y al mismo tiempo con el pensamiento puesto en él, viviendo un presente atormentado pero también reconfortado por el recuerdo del pasado común. Los relatos transcurren como si se tratara de una conversación con el lector sobre cosas pequeñas y muchas veces cotidianas, las mascotas y la casa, el marido desaparecido; otras no tanto, como la de la misteriosa mujer declarada muerta, a partir de una estrambótica intriga internacional con implicaciones políticas, extraída de los periódicos. Es la de la comunista Juliet Poyntz, una estadounidense que en la década de 1930 simula haberse convertido en agente soviética, solo para desaparecer de manera enigmática siete años más tarde tras desencantarse de Stalin. Otro ensayo, marcado por estas características y guiado por las noticias de prensa, es el de su participación en el jurado de un asesinato ocurrido en 1976 en Morningside Heights.

El instinto periodístico de Gallagher la empuja, después del juicio, a investigar todos los detalles que no salieron a la luz en el tribunal. El relato final, titulado Pura suerte, es sobre un viaje en 2004 para visitar a Liya, una pariente lejana, residente en Moscú, hija del único de los siete hermanos de la familia que no logró llegar a Estados Unidos. Liya vivió sumida en las peores catástrofes del siglo XX: hambrunas, purgas, pogromos y genocidio. Cuando la encuentra está enferma, hambrienta y algo paranoica; vive sola en un apartamento terriblemente sucio y lleno de cucarachas.

Con mayor poso

Las historias que Gallagher cuenta, tan comunes como extravagantes y profundas, despliegan ese enfoque irónico y oblicuo de la memoria y es la vida la que les otorga una resonancia extraordinaria que hace que el lector sienta tanto la lógica como el misterio en una simple existencia compartida. Gallagher es Joan Didion y Nora Ephron pero con un mayor poso. Su prosa de revista literaria de calidad, como la de tantos escritores estadounidenses habituales del semanario New Yorker y de otras publicaciones de gran prestigio literario, guarda un ritmo sincopado perfecto, y el ojo para los detalles resulta en ella infalible.

Extraños en la casa trata de pérdidas irremediables y de un amor inextinguible. Su autora escribió una vez que la vida es una maldita cosa tras otra y que la tarea del escritor consiste en encontrar en ella la rebeldía que le sirva bien a sus historias. No, a la familia, o a la verdad, sino sencillamente a la escritura.

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