EE & MM ( un extracto)

«Cuando Manolo Millares murió ya era muy reconocido, con fama, por lo que no me pongo medallas con respecto a su proyección y difusión»

Elvireta Escobio y Manolo Millares fotografiados en Barcelona por Leopoldo Pomés (1959).

Elvireta Escobio y Manolo Millares fotografiados en Barcelona por Leopoldo Pomés (1959). / El Día

A. P.

Antonio Puente.- […] En Las Palmas, Manolo Millares subsistía de pintar acuarelas a destajo, y nunca había salido de las Islas hasta ¡sus 27 años¡ Sin embargo, apenas un par de años después de iniciado el noviazgo, en 1948 estuvo a punto de marcharse solo a Madrid. ¿No fue así?

Elvireta Escobio.- Sí, aquello resultó un episodio surrealista. Manolo no había salido de las Islas, por no decir de Gran Canaria y Lanzarote, donde pasó un par de años de su infancia [cuando su padre, el poeta Juan Millares Carló, catedrático de Instituto, fue represaliado, expulsado de su plaza de Las Palmas], y no saldrá, de hecho, por primera vez, hasta 1953, cuando fue invitado al Congreso de Arte Abstracto de Santander. Pues bien, casi desde que lo conocí, el Cabildo de Gran Canaria le había prometido una beca para estudiar en Madrid, que no terminaba de llegar. Y no sólo eso; la promesa se la había hecho Néstor Álamo, que era el secretario del presidente, Matías Vega, y mientras tanto, le compraba acuarelas a un precio irrisorio, que después emplearían en el Cabildo como regalos protocolarios. Finalmente, sí, en 1948 le otorgaron la beca, consistente en un único pago de seis mil pesetas. Al principio, se puso muy contento, pero ¿quién puede marcharse a la aventura, a un Madrid para él completamente desconocido, con esa cantidad de dinero? Nos despedimos, inquietos y con tristeza, lógicamente, ante la incertidumbre. Manolo hizo el equipaje y, una vez en el barco, me contó que se dijo, mientras lloviznaba en una noche cerrada: «Pero ¿qué estás haciendo tú aquí, Manolo Millares, apostado entre un montón de racimos de plátanos?». A la mañana siguiente pasé por la casa de sus padres, a ver si sabían algo de cómo había sido la marcha, y me explicaron que había renunciado al viaje, y que se encontraba pintando acuarelas en el campo. […]

A. P.- Cuando esta fallida intentona, aún faltan cinco años para la boda y dos más para la marcha definitiva a Madrid. Sin embargo, algo parece mejorar en Las Palmas, tras aquel contratiempo. Al año siguiente, Manolo Millares fundará, con sus hermanos Agustín y José María, la revista Planas de poesía, y enseguida, al filo del año cincuenta, tanto tú como él forman parte de la creación del grupo LADAC (Los Arqueros del Arte Contemporáneo). ¿Por qué fueron tan breves, apenas un par de años, esas experiencias de innovación artística y literaria?

E. E. Planas de poesía fue cerrada por orden gubernamental [en 1951, tras haberse publicado un total de 18 números], pero Manolo la había dejado unos meses antes, muy enfadado con los derroteros que había tomado la revista. Se llegaron a publicar artículos que despotricaban del arte abstracto, lo cual atentaba contra la idea fundacional de la publicación. Paralelamente, había surgido el grupo LADAC, a raíz de las tesis de Eduardo Westerdahl en defensa de la máxima libertad expresiva, en lo que llamó el “arte absoluto”. Y el detonante de la marcha de Manolo de Planas fueron las tesis estalinistas de su hermano Agustín. Aún antes de irse, cuando Manolo publicó su volumen monográfico titulado El hombre de la pipa, Agustín reprodujo en la solapa esta conocida cita de José Renau: «Si el buril de Durero tuviera que representar en nuestros días las plagas que azotan a la humanidad, tendría que añadir uno más a sus cuatro fatídicos jinetes: el Abstraccionismo». […]

A. P.- Tengo entendido, por lo que me contaron en su día tanto Martín Chirino como Manuel Padorno, que fue en la casa de ustedes recién casados, en la calle Galileo, junto a Las Canteras, donde se gestó la necesidad de la marcha conjunta a Madrid en el Alcántara, como se llamaba el barco en el que partieron. ¿Cómo recuerdas aquel ambiente y aquellos preparativos?

E. E.- En efecto, nuestra casa se convirtió en un refugio para todos; un animado centro de reuniones, donde se pergeñaron, incluso, varias exposiciones colectivas en la ciudad. Fue como un respiro en aquel absoluto erial cultural que eran las Islas a mediados de siglo. Los más asiduos eran el pintor José María Benítez, un encanto de persona, que acabaría marchando a Venezuela, donde murió pronto; el escultor Tony Gallardo, y, por supuesto, quienes compondrían luego la expedición de nuestra marcha a Madrid: el pintor Alejandro Reino, que más tarde se radicaría en Marruecos, Manuel Padorno y Martín Chirino.

«Era hipondríaco, tendente a la depresión y vivía con el presentimiento de que la muerte le llegaría pronto»

A. P.- ¿Y cómo surge la idea de la marcha? ¿A quién se le ocurre, y por qué a Madrid? Debió de ser tortuosa esa singladura de tres días de duración, con escalas en Funchal y Lisboa, para llegar hasta Vigo, y luego un largo tren hasta la capital.

E. E. Todos teníamos muy claro que había que salir. Eso era lo único importante, más allá del destino que escogiéramos. Había que marcharse. El horizonte era un reto. Para Manolo, era una necesidad imperiosa, casi una obsesión, después de aquel fallido intento. Si pusimos rumbo a Vigo, fue porque él había comprometido allí una próxima exposición de acuarelas. Otro motivo para la marcha en aquel momento fue que teníamos que gestionar con urgencia el traslado de obra suya de varias exposiciones en la Península, que se había quedado atascada en la aduana. Creo que ya desde dos años antes, cuando Manolo había salido por primera vez de las Islas, para participar en el Congreso de Arte Abstracto de Santander, y muy poco tiempo después, cuando nos fuimos de viaje de novios a Madrid, él empezó a sentirse con los pies más fuera que dentro de la Isla. Prácticamente, desde que nos casamos, nos pusimos ya en posición de salida. Vivíamos, para ello, con un ahorro extremo. Mi padre nos ayudaba económicamente y comíamos en la casa familiar. Y, para marcharnos, tuvimos que vender los muebles. Todos nos fuimos con lo puesto, a la total aventura, salvo, quizás, Martín Chirino, que tenía su plaza de profesor de inglés asegurada en el colegio Santa María.

A. P.- Entonces, tu casa de Las Canteras fue el cuartel general donde se tramó la marcha, y tus raíces viguesas lo que motivó el destino, ¿no fue así?

E. E.- Probablemente, Manolo y yo fuimos los principales artífices de ese viaje. El hecho de que se sumara Alejandro Reino se debió a la amistad que trabó con Manolo. Además de pintar, él emitía en Radio Atlántico unos programas musicales que eran una auténtica avanzadilla para la época, con música de jazz de bandas americanas, que no llegaban a la Península, y Manolo era un forofo incondicional de esas emisiones. Estaba tan deseoso de salir, que, si de él hubiera dependido, creo que habría embarcado en el Alcántara a muchos artistas de la Isla (risas). Recuerdo que, para abaratar costes, íbamos todos con billete de tercera clase, y que yo misma viajé compartiendo un camarote con una madre y su hija, mientras que ellos cuatro, vete a saber si el cuarteto de Alejandría, como diría Reino, o los cuatro jinetes del Apocalipsis (risas), viajaban compartiendo otro camarote. […]

«El no tenía ni idea de que su vida no llegaría a un año, y todos nos esforzabamos para que esto se respetase al máximo»

A. P.- En una entrevista que me concediste en 1992, en este mismo salón, con motivo del veinte aniversario de su muerte, me decías que seguías percibiendo la famosa ‘técnica de la mezquindad’, acuñada por Millares, de buena parte de la sociedad canaria. ¿En qué consistiría?

E. E.- Bueno, han pasado treinta años desde esa declaración, y la sociedad canaria es hoy más abierta y diversa, pero es verdad que algunos matices de esa expresión continúan vigentes. Aunque no recuerdo en qué contexto la formuló, sí es seguro que fue antes de marcharnos a Madrid, y con ella se refería a una especie de infravaloración a priori y sistemática de los méritos cosechados por el otro, y se lo aplicaba al ambiente artístico y cultural, que entonces era mucho más cerrado. El ambiente era, ciertamente, tan mezquino, que a Manolo le llegaron a enviar una carta anónima y cuando la abrió nos quedamos estupefactos: ¡Era un sobre lleno de esquelas!... Qué duda cabe de que, aún hoy, algunos se levantan medrando, apoyándose en la cabeza del que tienen al lado. Por suerte, nos resarcimos gracias a pequeños grupos de amigos estupendos. Además, los muchos años que ya tengo me permiten reflexionar y relativizar las cosas. Una de las ventajas de la edad avanzada es que empiezan a aclarársete cuestiones que antes estaban confusas dentro de tí. Con la edad, todo se simplifica y muchas cosas se esclarecen. […] Al final, una termina por pensar que la incomprensión hacia el rigor artístico de Manolo, de su evolución hacia un mundo cada vez más propio, no era, en origen, exclusivamente local, sino que se daba también en ámbitos madrileños y a nivel nacional.

A. P.- Y, con los 90 [ahora 91] años cumplidos, ¿cómo llevas la avanzada edad? Cesare Pavese decía que la vejez es la más corta de las edades porque es la única que no será rememorada...

E. E. - Creo que no siento la menor nostalgia del pasado; es otro el sentimiento que lo define, pero aún no le he encontrado nombre. Una de las ventajas de la longevidad es que te puedes dar cuenta de muchas cosas en las que antes no reparabas. Cuando tienes muchos años, empiezan a aclararse cosas que estaban confusas dentro de ti; que se habían quedado en suspensión o metidas en algún callejón sin salida. Y, en ese sentido, hay algo así como una nueva clarividencia en los muchos años transcurridos. También te permite relativizar muchos asuntos a los que antes dabas una importancia desmesurada. Lo negativo no es, pues la ancianidad en sí, sino los achaques o la enfermedad. Mucho peor que la vejez es la juventud con enfermedad, eso sí es algo tremendo. ¿Quién puede negar que es mucho mejor la vejez estando sano que la juventud estando enfermo? El problema es que los años ¡y hasta los decenios!, por más que pasan muy rápidos, van llegando poco a poco, y cuando te das cuenta, compruebas que el cuerpo va pidiendo nuevas atenciones. De pronto, yo he empezado a necesitar audífonos. También me ocurrió, durante el momento álgido del Covid, que caí en una fuerte depresión por primera vez en mi vida. Por fortuna, ya la he superado a base de medicación. La ancianidad es una evolución natural que hay que asumir, y no autoengañarse con fábulas.

«Enseguida supe que yo había hecho muy bien en retener obras de su última etapa, lo que nos permite un control de la gestión»

A. P.- ¿Y la muerte? ¿Se ve distinta en la ancianidad que en edades más jóvenes?

E. E.- No creo que haya cambiado mucho en mi relación con la idea de la muerte. Siempre me he considerado agnóstica, y por eso opino que la muerte es el final. Es el último adiós, el adiós definitivo, y en ese sentido es el adiós más triste; una despedida sin retorno. Eso sí: con los largos años vividos, una termina por averiguar del todo que, en realidad, no hay tantas distancias entre las personas. Para mí, fue decisivo el reencuentro final con Alberto Portera, que había tratado a Manolo durante su enfermedad. Era nuestro amigo incondicional, y siguió siendo amigo mío después. Pues bien, tiempo antes de su muerte, en 2019, ya había perdido parte de su memoria. Era un contrasentido: ¡Un neurólogo que pierde la memoria! Fui a verle, para despedirme de él, y, aunque no parecía mal del todo, de pronto, me preguntó: “¿Y tú estás casada?”. Y al final de la visita, me dijo: “¡Vuelve pronto!”. No lo volví a ver más, pues murió a los pocos días. Esas palabras se me quedaron grabadas. Me asombró cómo se esforzaba por ser racional, aun encontrándose en ese estado, una especie de demencia senil. La muerte es no poder volver, ni pronto ni tarde ni nunca. Es una triste despedida que hay que asumir, acaso más triste para los seres queridos se quedan. En definitiva, tengo muy bien asumido que la muerte no se puede asumir. […]

A. P.- Por retomar los hilos de tu relación con Millares, quería preguntarte hasta qué punto te proyectas en la figura que el crítico Simón Marchán denomina `el síndrome de la mujer del pintor’; que ésta se convierte en su mujer para todo: madre, secretaria, cuidadora, etcétera.

E. E. - No lo creo, porque yo siempre he sido muy independiente. Sencillamente, convivíamos, y nos ayudábamos por igual el uno al otro. La única excepción, eso sí, es que a mí me tocaba la relación con los marchantes, porque a él toda esa parte de la gestión le ponía enfermo. A Manolo sólo le interesaba estar en el estudio el mayor tiempo posible, trabajando. Yo me encargaba, por así decirlo, de todo lo público. Sobre todo, cuando firmaba manifiestos a favor de alguna causa escabrosa en la época, como en pro de la abolición de los presos políticos, la huelga de los mineros asturianos, etcétera. Además, era yo quien conducía el coche, ya desde mediados de los años cincuenta, porque a Manolo le daba terror imaginarse con un volante en las manos, y por eso nunca se sacó el carné.

A. P.- Sin embargo, en estas cinco últimas décadas, tú has jugado un papel decisivo en la proyección y difusión de su obra. ¿No sería menor su trascendencia social sin tu aportación constante?

E. E.- Cuando él murió, ya era un artista muy reconocido, tanto a nivel nacional como internacional. A principios de los años sesenta, a partir de sus contratos, en París, con el galerista Daniel Cordier, y en Nueva York, con Pierre Matisse, Manolo ya empezó a cosechar fama a gran escala. De modo que no quiero ponerme medallas a ese respecto. Su legado es una herencia a la que no podemos renunciar, y en cuya gestión trabajamos constantemente mis hijas y yo. Es una labor complicada, eso sí.

A. P.- ¿Cómo viviste el triste periodo de la enfermedad de Manolo? Todo ocurrió a una velocidad de vértigo, e imagino que debieron de ser meses muy difíciles...

E. E.- En el último año de su vida, tuve que hacer verdaderos malabarismos. El primer síntoma de que algo iba mal fue justo un año antes de su fallecimiento, en el verano de 1971, cuando, paseando por la Avenida de Las Canteras, y mientras llevaba en brazos a nuestra hija Coro, que apenas tenía unos meses, sufrió un desvanecimiento, y tuvo que sentarse. Tras la primera operación, en el otoño de ese mismo año, nada más volver de Las Palmas, ya se supo que era maligno. Fui al hospital, muy cerca de casa, en la Fundación Jiménez Díaz, a recoger las pruebas y el resultado no pintaba nada bien. Alberto Portera, que dirigía al equipo médico de la intervención, decidió enviarlas a Suiza para un análisis más profundo, y se corroboró la gravedad del tumor. En ese momento decidimos ocultarle esta difícil situación. Él no tenía ni idea de que su vida no llegaría a un año, y todos nos esforzamos para que esto se respetase al máximo. Sólo lo sabían unos pocos amigos muy íntimos. Ni mi familia ni la suya sabían que Manolo nos dejaría tan pronto. Así pues, tuve que bregar con ese silencio, mientras él seguía trabajando. Para mí, fue un tiempo de mucho dolor y mucha tensión. ¡Imagínate!; de mucho dolor, por saber que Manolo moriría pronto, sin siquiera poder mostrarle que yo lo sabía. Y de mucha tensión, porque, él no podía comprender, ni yo explicarle, por qué me demoraba tanto en dar salida a sus obras. Juana Mordó, su galerista en Madrid, que también sabía de su situación, me presionaba para intermediar en el máximo número de ventas. De hecho, desoyó la promesa que me hizo de no vender ninguna obra en su última exposición realizada en Alemania, de la cual solo regresó un cuadro. Con ella acabé mal, lógicamente, pero enseguida supe que yo había hecho muy bien en retener muchas obras de esa última etapa, que nos permiten hoy tener cierto control sobre la gestión y difusión de su obra.

«Nuestra casa de Las Canteras se convirtió en un refugio, como un respiro en aquel absoluto erial que eran las Islas»

A. P.- ¿Quiénes dirías que fueron sus mejores amigos, incluyendo a miembros de su familia?

E. E.- Por supuesto, Manuel Padorno, que era un hombre de una generosidad entrañable. Además de que acompañó muchas veces a Manolo para encontrar y portar sacos y otros materiales para sus cuadros, ¿sabes que fue él quien se encargó de todos los trámites para que pudiera ser enterrado en el Cementerio Civil? Era algo dificilísimo de conseguir, en plena Dictadura, y no sé cómo, él lo logró. La noche de la muerte de Manolo [el 14 de agosto de 1972], él y Josefina [Betancor] durmieron sentados en el salón de casa… Eduardo Westerdahl y Felo Monzón eran grandes interlocutores de Manolo, quien tenía con ellos una relación de auténtica complicidad artística. Entre sus compañeros de El Paso, destacaría a Rafael Canogar, que es, por cierto, el único superviviente de aquel grupo, y ha seguido siendo amigo mío, y a Luis Feito. Entre sus hermanos, José María era para él un amigo constante, al igual que Juan Luis, un hombre muy discreto, que murió joven, al que también le hizo un retrato, y su hermana Yeya [tras el fallecimiento de Totoyo y de su hermana Jane, ambos en 2022, es ya la última superviviente de los Millares Sall], que es, además, la viuda del pintor Alberto Manrique, uno de los mejores amigos de Manolo, con quien compartimos la experiencia de LADAC. Como ya hemos comentado, con su hermano Agustín, el primogénito, la relación se torció a partir de la salida de Manolo de Planas de poesía, tras sus insalvables diferencias políticas, aunque posteriormente se reconciliaron.

A. P.- Caigo en la cuenta de que apenas hemos hablado de la personalidad de Manolo Millares. ¿Cómo la definirías?

E. E.- Yo suelo decir que, para mí, era muy difícil convivir con alguien que se tomaba la vida tan en serio. Era muy estricto consigo mismo, diría que demasiado. Era también un niño grande, para quien todo era blanco o negro, sin admitir medias tintas. No es sólo una metáfora sino algo que plasma en sus cuadros, esos blancos y negros, que para él tenían un significado que trasciende su condición de meros colores, y unifican vida y muerte. Era algo hipocondríaco y que tendía a la introversión y la depresión... Manolo vivía, además, con el presentimiento de que la muerte le llegaría pronto. [...]

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