El poeta, traductor y docente Rafael-José Díaz (Tenerife, 1971), uno de los escritores más prolíficos, cultos y críticos de las letras canarias, publica ‘La montaña de barro’ (El sastre de Apollinaire, 2023), conformado íntegramente por poemas en prosa. En esta conversación reflexiona sobre su proceso creativo, su lugar ante la poesía, el diálogo entre sus distintas facetas literarias, y la situación de los espacios literarios en las Islas.

La montaña de barro constituye su primer poemario integrado enteramente por poemas en prosa, ¿por qué se inclinó hacia esta forma o experimentación poética?

Cuando empecé a escribir este libro no tenía conciencia de qué tipo de libro estaba escribiendo. Surgieron al principio tres, cuatro fragmentos de lo que parecía brotar como una narración. Claro que no se trataba de una narración lineal, continua, ordenada, sino de un relato fragmentario, compuesto de fogonazos que eran como los restos de una imagen. Además, esa imagen (que a lo largo del libro el lector debe adivinar cuál fue) procedía de una serie de recuerdos, anudada o acoplada, por decirlo así, a un conjunto de huellas que habían permanecido en mi memoria y cuyo origen se remontaba al menos a cinco años atrás. Por tanto, desde el principio hay una gran indefinición tanto en los materiales poéticos como en los moldes literarios en que aquellos se van a ir insertando. Más adelante, cuando llevaba escritos unos cuantos textos más di por frustrada mi tentativa narrativa y asumí que el posible relato (que lo hay, sólo que está como desmigajado a lo largo del libro) se había transformado en un conjunto de textos que pueden leerse como poemas en prosa, fragmentos de prosa poética o simplemente escritura a secas, sin adjetivos. Ese estallido de absoluta libertad que se apodera de la creación es lo que más me interesa en el proceso de escribir.

¿Qué simbolismos o polisemias se tejen alrededor del concepto del cruising en este libro?

Creo que se trata de un libro profundamente ambiguo. Algunos lectores encontrarán una serie de estampas más o menos contemplativas sobre un lugar innominado, es decir, una poética del paisaje recorrido por un paseante bastante solitario. Otros, en cambio, caerán en una especie de hipnosis en torno al signo cuerpo, pues lo corporal, sumado a lo material –tanto en sus aspectos vegetales como geológicos–, constituye el núcleo desde el que se habla en el libro. Sin embargo, una lectura algo menos inocente constatará que el libro gira en torno a experiencias relacionadas con el mundo del cruising. Hay que decir que este fascinante modo de relacionarse, debido a las nuevas tecnologías (chats en internet, aplicaciones móviles, webs de contactos), está, en cierto modo, en peligro de extinción. O, al menos, en franco retroceso. No sé si hay por ello en el libro también cierta vertiente elegíaca. En cualquier caso, ninguno de los textos, creo, describe encuentros consumados, sino que en su mayoría se centran en el lugar, muchas veces auscultado en sus más mínimos detalles; en los preliminares, que a veces se describen como una danza sonámbula o ritual entre árboles y claros del bosque; en los tiempos muertos, momentos de soledad en los que el escenario se ha quedado desierto y el sujeto que habla se desplaza mientras fantasea, desea y se interroga. Toda búsqueda o espera está cargada de una intensidad que se traduce en la conciencia del vacío. No vendrá nadie, parece decirse a veces, o si viene alguien será para perderse y desaparecer.

¿Por qué escoge el título La montaña de barro?

Hubo otros títulos previos, pero ninguno llegó a convencerme plenamente. En el que finalmente se impuso figuran dos imágenes centrales del libro. Primero, la montaña, que es no sólo un lugar real sino también simbólico: representa el apartamiento, la soledad, la separación del mundo habitado, cierta pureza de las alturas, la posibilidad de ver (en sus varios sentidos) desde lo alto, el deseo de dejar atrás lo convencional, lo conocido, lo previsible. En segundo lugar, el barro, que sin duda matiza o refuta la idea de la pureza de las alturas, pues lo transforma todo en un espacio difuso, donde las huellas que se dejan desaparecen pronto; frente al elemento aéreo simbolizado por la montaña, el barro implica lo terrenal y lo líquido, la vida en su elementalidad y confusión, el pegamento que une un instante los cuerpos, y al unirlos los mancha, los desdibuja. El barro representa también la posibilidad de que de la tierra florezca lo desconocido, surjan animales hasta entonces invisibles. El movimiento y la quietud, la sequedad y la humedad, la pureza y la mancha, los cuerpos y sus huellas, el silencio y los chasquidos de las pisadas, todo esto, me parece, está representado en el título. A algunos amigos les ha gustado. Con eso me contento.

En el proceso de fraguar, escuchar y pulir un poema, ¿cómo sabe cuándo está terminado?

En mi caso, hay una prueba muy clara que tiene que ver con la fluidez de la escritura. Si voy tropezando constantemente, si me noto forzado a la hora de escribir, si las palabras no se llaman unas a otras, es mejor dejarlo. Me gustan mucho los verbos que emplea para describir el proceso: fraguar, escuchar y pulir. Quizá cambiaría el orden, pues lo primero es escuchar: no hay poema si no se lo ha escuchado internamente, al menos las primeras notas de la melodía. Esas primeras notas dan el tono de lo que vendrá a continuación, y es entonces cuando se fragua, es decir, cuando se va desarrollando ese material inicial que surgió casi de la nada. Aquí, me parece, hay que conocerse un poco a uno mismo: los propios límites, la mayor o menor hondura de las sensaciones, el impacto o la superfluidad de las imágenes. La última fase, pulir lo escrito, es fundamental. En mi caso, suele haber poco que pulir, alguna palabra suelta, una expresión poco afortunada, alguna repetición innecesaria, algún signo de puntuación. Es casi como acariciar un cuerpo después de darle un buen masaje. Cuando el texto me dice: estoy preparado, ya no siento contracturas, voy a incorporarme, ese es el momento de darlo por terminado: evaporo al otro que sigue caminando, como diría Lezama Lima.

En las letras se desenvuelve como poeta, traductor, narrador y ensayista, ¿cómo se imbrican, dialogan o disienten estas cuatro vertientes literarias?

Creo que en mi caso hay bastante continuidad entre estas cuatro vertientes. Como intenté decir en la respuesta a la primera pregunta, entre mi trabajo como poeta y mi trabajo como narrador hay muchos vasos comunicantes. Con frecuencia, no hay una frontera clara entre ambos. Me interesa lo híbrido, lo contaminado, lo mestizo. Lo mismo ocurre con los –pocos– ensayos que he escrito, que no constituyen escritura académica o erudita, sino que están más próximos a las impresiones de lectura, muy subjetivas, y por tanto claramente poéticas. En cuanto a mi actividad como traductor, está muy cercana al trabajo poético. El traductor, sobre todo el de poesía, es un poeta que se apoya en otro para crear. Otra cuestión es la traducción de prosa narrativa, que implica cierto estajanovismo al que soy poco proclive; o de prosa filosófica, como ocurrió con la traducción que, junto a Montserrat Armas, hice de El mundo como representación y voluntad, de Schopenhauer. Ahora bien, incluso en ese trabajo ciclópeo hubo que sacar muchas veces el cincel del creador, el diapasón que indicaba cuál debía ser la afinación precisa de la prosa de don Arturo.

Cuando recibió el Premio Cervantes, el poeta Juan Gelman celebró «que se premie la poesía en un mundo cada vez más antipoético». ¿Diría que hoy también corren estos tiempos?

Estoy totalmente de acuerdo con Juan Gelman, por supuesto. Ahora bien, me pregunto cuándo, en qué época, fue poético el mundo. La historia es un campo de batalla. Está llena de sangre de inocentes asesinados, de violaciones, de rapiñas, de humillaciones, de exilios, de infamias de todo tipo. Quizá sintamos que un mundo como el nuestro, cada vez más globalizado, deshumanizado y controlado por unas pocas compañías tecnológicas, es menos poético o más antipoético que el mundo, por ejemplo, de la Edad Media. Pero no sé qué opinaría un campesino de aquella época, analfabeto, prácticamente esclavizado por el sistema feudal, cuyo único contacto con la poesía –sin saber que lo era– se limitaba a las canciones de trabajo, de boda o de religión que aprendía desde pequeño y cantaba a lo largo de su vida. Como en todas las épocas, probablemente, la poesía sigue siendo hoy un lenguaje bastante invisible. La veo como esas raíces –continuemos en el mundo de La montaña de barro– que sostienen los árboles sin que las veamos: cantan canciones muy difíciles de oír, pero sin ellas el mundo se descompondría.

¿Qué representa lo más antipoético para usted?

Para mí no hay nada que pueda considerarse antipoético per se. Se puede escribir –y se ha escrito– poesía sobre la enfermedad, la violencia, el hambre, la guerra, el suicidio, la locura, la mentira, accidentes aéreos, catástrofes naturales, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, los campos de concentración nazis. Se llegó a escribir poesía dentro de los propios campos de concentración nazis. Por eso, me parece que es difícil encontrar nada que pueda considerarse antipoético. Si acaso, pensaría en la mala poesía, en un poema de Marwan o de Elvira Sastre, por ejemplo; o en un cuadro de Alejandro Tosco, como para salir corriendo; o en una «canción» de Quevedo: «Quédate / que las noches sin ti duelen…». Eso, claro, «cantado» con una voz entre tumefacta e impostada. O quizá me equivoque. En definitiva, Nicanor Parra escribió sus antipoemas. De alguna manera, quiso decirnos que la poesía de nuestro tiempo sería antipoética o no sería. ¿Alguien puede garantizar que será el otro, el del polvo enamorado, y no este Quevedo el que pasará a la historia?

El pasado agosto participó en el festival literario Lectures sous l’arbre (Lecturas bajo el árbol) en Francia, ¿cómo vivió la experiencia? ¿Cree que Canarias sigue adoleciendo de la falta de «espacios literarios», como se refirió una vez en una entrevista, en un guiño al ensayo homónimo de Maurice Blanchot?

Lectures sous l’arbre es un festival literario maravilloso organizado por la editorial Cheyne. Lo más impactante es que se trata de una editorial independiente, minoritaria, artesanal, y que el festival, pese a organizarse en un lugar montañoso y apartado del sureste de Francia, convoca a un público de cientos de personas. La organización es perfecta, se cuida cada detalle, no se deja nada al azar, y la programación es de una gran calidad y variedad. Hay actividades literarias en las que el público paga diez euros por asistir a una lectura continua –45 minutos– de textos, por ejemplo, de María Zambrano o de José Ángel Valente. En cuanto a la segunda parte de la pregunta, yo diría que Canarias sigue adoleciendo de escasez de «espacios literarios». La celebración de festivales en los que todos los años se invita a los mismos escritores (con unos pocos reemplazos ocasionales) o la multitud de encuentros de poetas en cualquier pueblecito de nuestras cumbres o costas, sin que se sepa qué criterio, aparte de la amistad, se ha aplicado para la selección de los participantes (a mí me recuerdan las convivencias de catequistas), podría hacer pensar que somos un territorio que aprecia la literatura y que la mima. Es todo lo contrario. Apenas hay espacios regulares para encuentros literarios. En Gran Canaria, al menos, existen varias casas-museo de escritores en las que se celebran con cierta constancia actividades literarias. En Tenerife, en cambio, el Cabildo no ha creado ni una sola casa-museo vinculada con la figura de ningún escritor, no hay una biblioteca insular, se cerró hace años la librería del Cabildo, además de que esta institución dejó de publicar libros hace muchos años. ¡Pero es que el Cabildo, al menos el de Tenerife, tampoco ofrece becas de creación literaria, ni ayudas a la traducción de obras de autores de la isla, ni convoca ningún premio literario ni concede residencias para autores extranjeros que puedan permanecer uno, dos meses en la isla e interactuar así con los autores locales! El panorama es francamente desolador. Por último, para organizar bien algo, me parece a mí, sobre todo si se hace con dinero público, hay que estar, en primer lugar, por encima de filias y fobias, hay que tener imaginación para no repetir siempre lo mismo y hay que intentar programar desde la excelencia, combinando, si se quiere, disciplinas, pero haciéndolo bien.

¿A qué autores o autoras regresa siempre?

A Franz Kafka, Clarice Lispector, Emily Dickinson, Eugenio Padorno, Marcel Proust, Philippe Jaccottet, Elisabeth Bishop, Lázaro Santana, Mario Levrero. Y a muchos más. Otro día puedo contarle (quizá sería más interesante) a qué autores prefiero no volver nunca.

¿Y a qué poema?

A muchos, también. Pero este de Robert Frost, El camino no elegido, en traducción de Andrés Catalán, es maravilloso: «Dos caminos se abrían en un bosque amarillo, / y triste por no poder caminar por los dos, / y por ser un viajero tan solo, un largo rato / me detuve, y puse la vista en uno de ellos / hasta donde al torcer se perdía en la maleza. // Después pasé al siguiente, tan bueno como el otro, / posiblemente la elección más adecuada / pues lo cubría la hierba y pedía ser usado; / aunque hasta allí lo mismo a cada uno / los había gastado el pasar de la gente, // y ambos por igual los cubría esa mañana / una capa de hojas que nadie había pisado. / ¡Ah! ¡El primero dejé mejor para otro día! / Aunque tal y como un paso aventura el siguiente, / dudé si alguna vez volvería a aquel lugar. // Seguramente esto lo diré entre suspiros / en algún momento dentro de años y años: / dos caminos se abrían en un bosque, elegí… / elegí el menos transitado de ambos. / Y eso supuso toda la diferencia». ¿No es extraordinario? Gracias de corazón por la entrevista.