En las islas hemos repetido modelos que no son insulares en lo que al territorio y la arquitectura se refiere. Los alcaldes, concejales, urbanistas, y los técnicos municipales suelen planificar las ciudades y el campo sin desafiar esas formas convencionales de hacer ciudad. Sin adaptar dicho urbanismo a las islas, a la realidad física de cada una de ellas.
Sobre ese urbanismo convencional se construyen los edificios, que hoy producen casi el 40% de las emisiones de carbono anuales del mundo, y el cómo se construyen, y sus formas y lugar, su aprovechamiento de las fuerzas de la naturaleza, es el reto para bajar en el futuro esas emisiones. Pero, en lugar de pensar las islas y hacernos preguntas inteligentes ante cada esquina que urbanizamos y construimos, seguimos copiando mal modelos que no tienen nada que ver con nosotros.
Lo hacemos mal, bastante mal, y ahora es más preocupante que antes, porque el cambio climático requiere edificios más coherentes con el lugar en el que se construyen y mucho más seguros, por eso es urgente la necesidad de aprender a desafiar la forma de pensar habitual y, sin dejar de mirar a la naturaleza, enfrentarnos al objetivo de hacer que cada día nuestras islas sean más seguras y resilientes.
Afortunadamente, tenemos muy buenos ejemplos a seguir: en algunos enclaves se cuenta una historia alternativa de la arquitectura, centrada en los diseñadores que han hecho del mundo natural una pieza central de su práctica. En Canarias, dentro de nuestra soledad, tenemos el ejemplo que siempre hay que citar porque es fantástico: el ejemplo de lo que César Manrique logró con Lanzarote. Solo él ha conseguido tener una visión que ha fecundado y vestido toda una isla y que ha logrado sobrevivirle. No es porque César sea el mejor, en Canarias hay actualmente, y ha habido a lo largo de la historia, grandes arquitectos, pero no han tenido clientes tan buenos como el que tuvo Manrique durante tantos años seguidos.
Los mejores ejemplos están en Europa. Que la comunión con la naturaleza forma parte de la cultura noreuropea es conocido. Es evidente que el entorno cultural lo propicia, sin duda; pero en Canarias, ¿por qué no? Nuestro potente paisaje tiene todo lo necesario, sin embargo no conseguimos ese maridaje sino que llevamos a cabo un urbanismo destructivo que produce ciudades de una fealdad injusta.
Me parece especialmente notable el ejemplo de Carl Theodor Sørensen, quien a mediados del siglo XX, cerca de Copenhague, ideó una comunidad con parcelas sin ángulos rectos. Hoy es un fenómeno turístico. Los llaman jardines circulares de una característica forma oval. Vistos desde el aire, parecen una extraña colección de círculos verdes. Se hallan en Naerum, e Instagram está contribuyendo a convertirlos en una de las atracciones más populares de Dinamarca. El proyecto original consistía en disponer las parcelas siguiendo un estricto patrón geométrico, pero Sørensen acabó optando por adaptarse a la inclinación del terreno, como debe ser, creando así un conjunto mucho más fluido y dinámico.
El desarrollo urbano durante los últimos 70 años ha devorado los límites claros de las ciudades y pueblos de las islas, dejando espacios vacíos ambiguos que merecen atención como puntos de calidad potencial, porque en esos espacios intermedios vive más de la mitad de nuestra población y siempre están inacabados, deshilachados, y cada vez más parecen suburbios del norte de África.
Otro ejemplo es la extraordinaria Isle Derborence de Gilles Clément, en Lille, Francia, una colina artificial que se eleva abruptamente desde las llanuras de césped del Parc Henri Matisse, replica la isla desierta de Antípodas, al sur de Nueva Zelanda, en su forma deconstruida e irregular.
Quizás cuando nos enfrentamos a un vacío en el tejido urbano, en lugar de pensar en cómo llenarlo o corregirlo, nuestro primer instinto debería ser investigar su potencial como un tercer paisaje, ese paisaje que en los incendios recientes llamamos interfaz.
Cuando se publicó el Manifiesto del tercer paisaje de Clément en 2004, parecía una invitación a la indolencia, a dejar ir las cosas, muy contraria a la ambiciosa calidad que persigue poner en valor este artículo. El peligro de su teoría era que podía interpretarse como una condonación de la decadencia urbana de la expansión urbana. Pero no era ese su espíritu como se aprecia en la extraordinaria Isla Derborence de Clément, que ocupa un área de 3.500 metros cuadrados y se eleva hasta una altura de siete metros. Terminado en 1992, el paisaje inaccesible alcanza un estatus poético como un concepto maravilloso, replicando una isla desierta. Después de dos décadas, esta isla antinatural, ahora coronada por altos árboles, ha producido un ecosistema autónomo, inviolable para los humanos, y un magnífico asilo para las aves en el centro de la ciudad.
Dulce Xerach Pérez
Abogada y doctora en arquitectura. investigadora de la universidad europea