Entrevista

Daniel Innerarity: "Ser de izquierdas o de derechas hoy no está tan claro como antes"

El filósofo político analiza en un ensayo los movimientos tectónicos que se han producido en los últimos tiempos en el panorama político e ideológico español

Daniel Innerarity.

Daniel Innerarity. / RAFA ARJONES

Juan Fernández

¿Qué ha ocurrido para que la libertad se haya convertido en un eslogan de la derecha y la obediencia parezca ser un valor de la izquierda? El ensayista Daniel Innerarity se ha hecho esta pregunta en su último libro -'La libertad democrática' (Galaxia Gutenberg)- y la respuesta que ha encontrado apunta a cambios en el paisaje ideológico que, más allá del debate político de regate corto, anuncian movimientos tectónicos de carácter cultural en la sociedad.

Freddy Mercury cantaba 'I want to break free', Jarcha entonaba 'Libertad sin ira' y Ayuso proclama: "Socialismo o libertad". ¿Hablan de la misma libertad?

La libertad es un concepto muy controvertido que no se deja patrimonializar fácilmente. En filosofía política, y en la propia sociedad, conviven concepciones muy distintas y todas son válidas. Estoy en contra de la superioridad moral de una ideología sobre otra, aunque tengo mis preferencias. Creo que el sentido republicano de libertad, que está más comprometido con la sociedad, es mejor para todos, pero la versión liberal, que la entiende como una ausencia de impedimentos, es igual de legítima.

¿Esas dos concepciones son inmutables?

En los últimos tiempos ha ocurrido algo llamativo: la derecha, que estaba más vinculada a las ideas de obediencia y conservación, ha agarrado la bandera de la libertad; y la izquierda, que estaba más asociada a la emancipación de las personas, ahora apela a la responsabilidad y la obligación. En sí mismo, esto no es malo, pero da lugar a curiosas paradojas.

¿Por ejemplo?

La principal es que la libertad entendida como ausencia de limitaciones puede acabar suponiendo un acto de dominación sobre la libertad de los demás e incluso sobre quien la ejerce. Por ejemplo, nadie tiene derecho a contagiar al vecino, pero en la pandemia muchos dijeron que la mascarilla era una ‘dictadura sanitaria’. Si quiero ejercer mi libertad a disfrutar de un medioambiente sano, tendré que limitar mi comportamiento y no contaminar. Vivir en sociedad implica hacer un equilibrio constante de gozos compartidos y limitaciones, pero a menudo esa visión completa de la libertad brilla por su ausencia.

Muchos no parecen echarla en falta.

No podemos obviar el contexto. Acabamos de vivir una pandemia que ha obligado a los gobiernos a limitar y prohibir. Algunos ciudadanos y políticos han sintonizado con un estado de ánimo de agotamiento ante a esas medidas, que eran necesarias. En España, ese cansancio se ha expresado contra una izquierda que le dice al ciudadano lo que tiene que hacer, comer, decir y hasta cómo debe comportarse en la cama.

Precisamente, en su libro analiza la relación de la izquierda con el placer y la define como conflictiva. ¿Por qué es así?

A cuento de debates como el del consumo de carne, el uso del aire acondicionado o la corrección del lenguaje, la izquierda ha quedado retratada como mandona y moralizadora mientras la derecha se muestra disfrutona y despreocupada. Parece como si una se interesase por la vida buena y la otra se dedicase a la buena vida. Esto es así porque la izquierda no ha sabido hacer emocionalmente atractivos los valores que defiende, que son más positivos para la sociedad que los que propone el individualismo extremo.

La izquierda ha quedado retratada como mandona y moralizadora mientras la derecha se muestra disfrutona y despreocupada. Parece como si una se interesase por la vida buena y la otra se dedicase a la buena vida

El placer es igual para todos.

Pero se puede presentar de formas muy diferentes. Por ejemplo, el tema del consentimiento y las relaciones afectivas se puede plantear como una forma de represión o poniendo el acento en que el placer compartido es mejor que el basado en la dominación. Pasa igual con las cuestiones medioambientales y de salud. Comer menos carne y azúcar podemos verlo como una limitación al placer o como una forma de disfrutar de una dieta más equilibrada que nos permitirá vivir más años y en mejores condiciones.

Esa idea es más sofisticada y venderla es más difícil.

Existe un tipo de liderazgo cortoplacista que halaga los oídos y le dice a la gente lo que quiere oír, que es: come mucha carne, toma mucha azúcar y usa mucho el coche, aunque eso sea pan para hoy y hambre para mañana. Pero la sociedad ya no es tan simple y está preparada para otro tipo de políticos que lancen mensajes más sutiles y complejos. Estoy convencido de que triunfarían.

¿El panorama ideológico se ha movido?

En la sociedad actual hay más promiscuidad ideológica de lo que creemos. La gente ya no acepta los packs ideológicos del pasado, sino que se hace su propia síntesis a su medida cogiendo ideas de aquí y de allí, aunque algunas sean contradictorias. Hoy hay nacionalistas vascos locos por las sevillanas y señores de derechas con una idea de la libertad propia de un anarquista. Digamos que ser de izquierdas o de derechas no está tan claro como antes.

¿Cómo se distinguen?

Le cuento un truco para saber si una persona es de derechas o de izquierdas: pregúntele qué le molesta más, ser excluido o ser intervenido. El de izquierdas le dirá que le indigna que le excluyan en las tomas de decisión y el de derechas que detesta que le digan lo que tiene que hacer. No falla, vale para los políticos y los cuñados. Pero el clásico dilema de partidarios del mercado contra partidarios del estado ya no funciona.

La gente ya no acepta los packs ideológicos del pasado, sino que se hace su propia síntesis a su medida cogiendo ideas de aquí y de allí, aunque algunas sean contradictorias

¿A qué responden estos cambios?

A que el mundo se ha vuelto más complejo. Nuestros abuelos nacieron con todas las respuestas dadas y ser de una familia determinaba su filiación política, su religión y hasta su club de fútbol. Hoy eso no existe. El combate político sigue planteándose como una guerra de etiquetas, pero estas ya no valen porque la realidad es mucho más ambigua. Sobre todo desde que irrumpieron las políticas de identidad, que provocan combinaciones ideológicas inéditas.

Nos adentramos en una larga etapa electoral. ¿Qué espera?

Las campañas simplifican el campo de juego político y muchos se apuntan al populismo de decirle a la ciudadanía solo lo que quiere oír por miedo a perder votos. Creo que es un error y que hoy hay espacio para otro tipo de liderazgo que apueste por la sutileza, la cordialidad y la cooperación. La política es un tiroteo diario. Proponer ahí la cordialidad puede sonar ingenuo, pero los votantes lo premiarían. La sociedad de hoy es distinta, ha madurado.

¿Faltan nuevos líderes?

Echo en falta líderes que no den azúcar a la población, políticos que se atrevan a expresar dudas y decirles a veces a los votantes que no saben qué va a pasar, y que reconozcan errores cuando los cometen. Sobre si deben ser nuevos o de antes, creo que la política se ha acelerado tanto que ofrece poco margen para consolidar los liderazgos. La vida pública española se ha convertido en una pira que sacrifica implacable al que no dé rendimientos en el corto plazo. Tenemos muy poca paciencia histórica, tanto los partidos como los electores.

¿Antes funcionaba mejor?

Rajoy perdió dos elecciones para llegar a la Moncloa. Hoy sería impensable conceder ese margen a un candidato. Algunos son fulminados antes incluso de fracasar. Pero no comparto los discursos de añoranza por los viejos liderazgos que expresan algunos. La acción política es mucho más compleja hoy que en la Transición. Entonces había otros problemas muy graves que no voy a banalizar, pero aquella sociedad era más fácil de de convencer, manejar y transformar que la de hoy. La de ahora es más consciente de sus derechos, más exigente con el sistema político y mucho más reacia al cambio.

La vida pública española se ha convertido en una pira que sacrifica implacable al que no dé rendimientos en el corto plazo. Tenemos muy poca paciencia histórica, tanto los partidos como los electores

También digiere asuntos más rápido que antes. Ya no recordamos el tema que acaparaba el debate público hace dos semanas, en seguida queda sepultado por otro nuevo.

Vivimos en una campaña electoral permanente y eso provoca muchas contradicciones. Hasta el punto de que a veces no se distingue entre acción de campaña y acción de gobierno. Se gobierna como si se estuviera en campaña. Incluso los asesores electorales también asesoran al Gobierno, que es una cosa que me parece horrorosa y un grave error, salvo que haya asesores que sean tan fantásticos que puedan jugar con dos barajas a la vez. 

Hay quien ve la democracia amenazada. ¿Comparte ese diagnóstico?

No. Veo con bastante escepticismo esa llamada de atención sobre el peligro que los extremismos, sobre todo los de la derecha, pueden suponer para nuestra democracia y esos escenarios distópicos que anuncian algunos. La democracia es mucho más resistente que esos discursos generados en torno al asalto del Capitolio o el congreso de Brasilia y no está al borde de su desaparición. Mi pesimismo tiene que ver con que la democracia se ha convertido en un régimen que administra el estancamiento.

¿A qué se refiere?

A que es incapaz de poner en marcha los cambios que necesita. En sociedades tan divididas y polarizadas como las que tenemos, sometidas a tantos vetos cruzados, es imposible activar mecanismos de cooperación y transformación. Lo hemos visto en Estados Unidos. Cuando Trump llegó a la Casa Blanca, la Administración norteamericana funcionó como un reloj a todos los niveles para neutralizar sus frivolidades. En ese proceso intervinieron las dos cámaras, las universidades, los agentes económicos, los militares... Pero ese mismo aparato fue el que impidió a Obama implantar una seguridad social universal. Al final, los instrumentos que nos dotan de estabilidad, impiden las transformaciones sociales necesarias, y por ahí perdemos todos.

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