Día del Libro El oficio de escribir con acento canario

Un 'tuareg' de novela

Alberto Vázquez-Figueroa ha desarrollado durante siete décadas un universo literario conformado por más de un centenar de novelas

Alberto Vázquez-Figueroa (Santa Cruz de Tenerife, 1936)

Alberto Vázquez-Figueroa (Santa Cruz de Tenerife, 1936) / E.D.

De largo es el escritor canario que más libros ha escrito y vendido, el gran bestseller de la literatura archipielágica. Alberto Vázquez-Figueroa (Santa Cruz de Tenerife, 1936) sigue aprovechando la noche para alargar un oficio que ejerce desde hace siete décadas, justo cuando se hizo periodista.

La tarde anterior me recuerda que no lo llame temprano porque trasnocha en su despacho escribiendo. Esa es la prueba irrefutable de que Alberto Vázquez-Figueroa (SantaCruz de Tenerife, 1936) continúa al pie del cañón. A pesar de los deseos de su padre, él sigue escribiendo. A los 16 años había escrito su primera novela (Arena y viento), pero antes ya deambulaba por la redacción de ELDÍA con una carpeta repleta de historias que buscaban una vida en el periodismo. «Mi padre sospechaba que algo malo estaba haciendo [ríe] pero obtuve la complicidad de don Rufo Gamazo y, sobre todo, de don Ernesto Salcedo –ex directores del periódico– y los artículos acabaron apareciendo... Aquello supuso un gran disgusto familiar porque él era un hombre de ideas fijas y quería que yo fuera arquitecto».

Vázquez-Figueroa está dicharachero y no ha colocado muros entre el periodista y el entrevistado. Tiene ganas de contar. Habla, a veces sin orden, pero habla de todo y de todos. «Yo sabía que seis por seis son treinta y seis, pero no tenía ni idea de cómo hacer una raíz cuadra... ¿Cómo demonios iba a ser yo arquitecto si no era capaz de construir un cuarto para las cabras sin que éste se les cayera encima?». La guerra fue dura, pero la ganó el periodismo. «Uno de mis abuelo había construido la estación de tren y algunos palacetes en Guadalajara y el otro dirigía un periódico. Yo sabía que trabajar en una redacción era un tránsito necesario para convertirme en escritor», asegura el autor de más de un centenar de novelas, traducidas a treinta y pico idiomas y que han generado la venta de más de 32 millones de libros en todo el mundo.

El ya escritor tira de memoria y habla de una curiosa situación que se dio hace muchos años durante una firma de libros. «Aquel Alberto era más joven, atractivo y vitalista. No sé cómo llegaron, pero cuando levanté la mirada delante de mí se habían colocado dos amables viejecitas con un par de libros. Los cogí, y mientras los firmaba, ellas me decían don Alberto nos encantan sus historias y escribe tan bien como nuestro abuelo... Yo seguí a lo mío, pero una de ellas volvió a repetir que escribía tan bien como su abuelo. Al final me pudo tanto la curiosidad que no me reprimí y les pregunté quién era su abuelo. Vicente Blasco Ibáñez, me dijeron las señoras. ¡Vicente Blasco Ibáñez! (ja, ja, ja, ja, ja). Aquellas dos señoras eran las nietas de Blasco Ibáñez y me estaban pidiendo que les firmara un par de novela», recuerda entre unas carcajadas que duran varios segundos y terminan generando una tos de felicidad al escritor tinerfeño. «¡Perdón, qué risa!»

«Soy un mal escritor»

No sé si lo dice porque así lo cree o porque espera una respuesta que niegue una frase que él suelta con una asombrosa naturalidad: «Soy un mal escritor». Una afirmación de este calado exige un frenazo en seco en busca de una explicación: «El periodismo me dio felicidad y unos cuantos tiros, la literatura sólo cuatro o cinco libros buenos», ratifica un creador que prefiere que lo llamen contador de historias [«ese cargo que usted me acaba de asignar me gusta más que el otro»] que novelista. ¿Pero cuáles son los títulos que mayor orgullo generan a Alberto Vázquez-Figueroa? «Me quedé satisfecho con Tuareg, Ébano, Manaos y alguna que otra cosa de la serie Cienfuegos...». De Coltán, un libro que generó mucho ruido, sólo dice que es una novela «muy mala», pero que tuvo la suerte de descubrir algo que casi nadie sabía. «Un día encontré a un montón de chiquillos rebuscando en el barro africano y metidos en unas pequeñas cavidades que daban al interior de la tierra. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue gritarle a un niño: ¡Oye, qué haces ahí!».

Así fue como se enteró Vázquez-Figueroa que el coltán es un mineral imprescindible para la fabricación de las baterías de los móviles que está generando un gigantesco tráfico ilegal [además de la muerte de miles de niños en las zonas mineras africanas] en todo el mundo. «Ese es un libro periodístico», añade un hombre que conoce bien el desierto del Sáhara. «Es un proyecto con el mismo perfil de El agua prometida», introduce con toda la intención del mundo para hablar de su faceta de inventor. Y es que el excorresponsal de guerra [La Vanguardia y Televisión Española] invirtió una generosa parte de las ganancias que obtuvo con la comercialización de sus libros, entre uno y un millón y medio de euros, en el desarrollo de un sistema para potabilizar el agua de mar por presión que genera a la vez energía eléctrica [lo explica en las páginas de Vivir del viento] que, a su vez, forma parte de un estudio liderado por especialistas de la Universidad de La Laguna. «El Gobierno metió en ese estudio más de tres millones de euros, pero al final todo acabó olvidado en un cajón porque había intereses mayores que impedía que esta idea se llevara a cabo... Cuando veo en las noticias que hablan de sequía me acuerdo de ese estudio y digo: ¡Coño, lo tienen guardado en una gaveta mientras un montón de gente y animales se están muriendo de sed!».

Ese proyecto es tan antiguo como los años en los que Alberto era enviado a cubrir conflictos bélicos. Él tenía siempre la maleta hecha y casi nunca tenía que dar explicaciones a nadie: «Oficialmente fueron nueve o diez guerras, guerrillas o revoluciones, pero es que en medio de ellas se prendía fuego otro conflicto menos mediático, que casi nadie conocía, pero que me obligaba a coger el bolso y la cámara de fotos para ir en busca de la noticia... Cada vez que me mandaban a Bolivia lo pasaba mal. Llegaba muerto al aeropuerto de La Paz –está ubicado a 4.061 metros de altitud– por el mal de altura. Un día, y no es broma, el que falleció fue un compañero de profesión que iba sentado a mi lado en un avión debido a una insuficiencia de oxígeno... Yo, en cambio, pensé que alguna vez me quedaba en el sitio al tratar de subir los tres escalones que daban acceso al hotel Copacabana».

Ésas, sin embargo, no fueron las únicas veces que Alberto Vázquez-Figueroa temió un trágico desenlace. «¿Cuántas veces he creído que me iban a matar?», repite cuando le trasladamos cómo es el miedo extremo, ese que llega en el instante en el que crees que detrás de un tiro no hay nada más. «Es frío y solitario.... También silencioso, pero en mi caso nunca condicionó mi etapa periodística. Si vas a una guerra y lo pasas mal, la próxima vez que el director te diga que vayas a un conflicto es probable que le respondas que mande a su abuelo», añadiendo que yo he querido contar historias a través de las novelas para saciar mi gran curiosidad».

La traición de ‘Tuareg’

Tuareg, posiblemente una de las mejores historias de Vázquez-Figueroa, esconde un secreto que su gestor se decide a contar entre risas. «Algunos no me han perdonado que matara a aquel buen hombre en la última página, pero tuve que hacerlo y estoy convencido de que ahí está el secreto de su éxito: no he contado las personas que me han dicho: «¡Hombre, cómo se le ocurrió matarlo!». Incluso, hay una anécdota graciosa que me pasó en un vuelo transoceánico. A mitad del recorrido se acercó una azafata muy guapa, por cierto, para decirme que llevaba años enfadada conmigo, que cuando leyó esa página tiró el libro contra un asiento, rebotó y le dio en la cabeza de un pasajero. Casi la despiden», concluye.

¿Por qué se hizo escritor/a?

José Luis Correa (Las Palmas de Gran Canaria)

El lector que quiso ser escritor para estar dentro de una historia

José Luis Correa

José Luis Correa / E. D.

«Como ocurre con todos los que acaban en el mundo de la literatura, yo me hice escritor para poder desdoblarme en otras vidas. Para crear historias mucho más divertidas y emociones que las que uno tiene. Mi infancia fue tranquila y sin grandes carencias, es decir, que no nací en el seno de una familia rica y poderosa pero nunca me faltó un buen libro que leer. Hay un golpe de realidad que me llevé leyendo El conde de Montecristo (Dumas) en el que sentí que se me había quedado corto leer novelas y que lo yo quería era escribirlas. Lo que más deseaba era estar dentro de una historia y durante 30 años he disfrutado múltiples vidas».

Yanet Acosta (Garachico)

Un impulso que nació escuchando conversaciones en la cocina

Yanet Acosta

Yanet Acosta / E. D.

«Desde pequeña escuchaba en silencio a familiares y vecinos en la mesa de la cocina. Hablaban de Venezuela, de Cuba o de Israel. Lo contaban desde el presente, pero recordaban grandes penalidades. Sin embargo, no faltaban las anécdotas divertidas ni las risas. Desde esos días supe que quería vivir y contar algunas de esas aventuras y desventuras. Cuando fui adolescente decidí ser periodista, profesión que ejerzo desde hace casi tres décadas. A mitad del camino tuve la necesidad de narrar historias de una forma distinta: indagando, pensando y buscando respuestas a través de recreaciones del mundo desde la ficción. Ahí me hice escritora».  

Javier Hernández Velázquez (Santa Cruz de Tenerife)

Un novelista con alma de periodista que sólo quiere contar historias

Javier Hernández

Javier Hernández / E. D.

«Quizá la razón vital fue una respuesta existencial: por las ganas de vivir muchas vidas y la necesidad de contar historias. Con respecto a vivir muchas vidas, la otra opción hubiera sido ser actor; y mi querencia por contar historias podía haberme llevado al mundo del periodismo para narrar la realidad y saber conjugar pasado, presente y futuro. Me hice escritor porque en página me permitía conjugar todo lo que me hacía levantar cada día: la música que ponía banda sonora a mi existencia, el cine que siempre fue mi factoría de sueños y la realidad a través de los medios de comunicación».

Cecilia Domínguez (Los Realejos)

La niña que aprendió a atrapar historias a través de la poesía

Cecilia Domínguez

Cecilia Domínguez / E. D.

«Para mí escribir es una vocación y una necesidad que descubrí de pequeña. Siempre me gustó imaginar historias y, atrapada por la musicalidad de la poesía, las contaba en verso, hasta que llegó el día en que supe separar una cosa de la otra. En mi evolución poética y narrativa creo que existe una cada vez más exigente investigación sobre mi propio yo, sobre mi mundo, el real y el imaginario y su reflejo en los otros; y también, sobre todo en poesía, un deseo de comunicar la inocencia primera que pretende que las cosas sean más allá de sus propios límites. Escribir es un goce, de tal manera que, el día que deje de disfrutar escribiendo, lo dejaré». 

Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz)

El muchacho que escribía para calentarse las manos

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz / E. D.

«Escribía de muchacho para calentarme las manos. Sólo para eso. Ni las verijas me calentaban las manos. Recuerdo que el primer texto que titulé se llamó así, Las manos frías, mi obsesión era combatir el asma, como lo sigo haciendo ahora. Y ahora también escribo para calentarme las manos. Luego pasó toda la adolescencia, prosperaron alrededor las palabras grandes y las ambiciones chicas, y entonces me mordió en un pie una serpiente, y ya no supe qué hacer con lo que sabía. El barranco me ayudó a conocer el abismo, y ahí me encuentro, dándole brasa a las manos».

Elsa López (Santa Cruz de la Palma)

Cuando una profesora convierte la escritura en un acto de fe

Elsa López

Elsa López / E. D.

«Todo empezó a los 14 años gracias al estímulo de una profesora, doña Carmen García del Diestro. Ella fue la que me enseñó el poder de la escritura, la que me explicó que escribiendo, redactando y explicando las cosas que me rodeaban podía tener más fe en mí. Yo era un desastre en casi todo, suspendía muchas asignaturas y, de repente, ella me hizo entender que escribiendo me podía comunicar con los demás. Contar las cosas que pasaban a mi alrededor se me daba bien. Escribir me convenció de que era una alumna que merecía la pena. El poder que me dieron las palabras hizo que me sintiera orgullosa y fue un arma que utilicé».