ETA contra la libertad de expresión

Kepa Aulestia analiza a lo largo de los diez capítulos el acoso de la banda terrorista a los medios y a determinados periodistas y periódicos

ETA contra la libertad  de expresión

ETA contra la libertad de expresión

jAVIER dÍAZ MALLEDO

Kepa Aulestia —quizá poco conocido por las actuales jóvenes generaciones— fue un notable político del País Vasco (PV) en los años 80 y 90 del siglo XX. Entre 1985 y 1980 lideró el pequeño partido Euskadiko Ezquerra que acabó por integrarse en el Partido Socialista de Euskadi, y fue durante dos legislaturas miembro del Parlamento vasco así como, en un breve período, diputado en las Cortes Generales. En 1988 contribuyó a impulsar el llamado Pacto de Ajuria Enea contra el terrorismo de ETA. Al margen de la política partidaria, que ya no ejerce, Aulestia es un prolífico escritor y articulista de prensa, cuyas colaboraciones son habituales en influyentes diarios como El Correo de Bilbao o La Vanguardia de Barcelona.

Aulestia analiza a lo largo de los diez epígrafes o capítulos de este libro, el acoso de ETA —ya en el período postfranquista— a los medios de comunicación en general y a determinados periodistas y periódicos en particular; un acoso que duró 30 años, hasta 2008, aunque con desigual ritmo en cuanto al número y gravedad de los atentados, distinguiendo tres etapas de menor a mayor intensidad criminal: 1976-1977,1995-1996 y 2000-2001. El creciente acoso derivó de la intransigencia de quienes no admitían que, al analizar y dar cuenta de la realidad del terrorismo etarra, dichos medios contuviesen afirmaciones y titulares que llamaban a las cosas por su nombre. De hecho, dice Aulestia, ETA «tipificaba como delito grave contra Euskal Herría todo aquello que es propio de la tarea periodística y de la potestad editorial de cada medio».

El autor detalla en el epígrafe Los asesinados, varios casos muy sonados de figuras del mundo de la prensa con posiciones ideológicas diferentes entre sí, pero contrarios todos ellos a ETA y sus métodos. Por orden cronológico, comienza por el editor Javier de Ybarra, franquista histórico y presidente de los periódicos El Correo y El Diario Vasco, asesinado en 1977 tras haber sido secuestrado para pedir un rescate. Continúa luego con el periodista José Mª Portell, asesinado en 1978, exredactor jefe de La Gaceta del Norte, de Bilbao, y autor de tempranos libros sobre los orígenes de ETA; Javier Uranga, director del Diario de Navarra, a quien en 1980 no consiguieron matar pese a descerrajarle más de 20 tiros dejándolo malherido; José Luis López de Lacalle, asesinado en 2000, columnista de El Mundo y conocido militante de izquierda que durante la dictadura de Franco y desde los primeros años 60 había sido el hombre del Partido Comunista de Euskadi en el movimiento obrero de Guipúzcoa; y Santiago Oleaga, director financiero de El Diario Vasco, asesinado en 2001.

El Diario Vasco (DV) de Guipúzcoa y —en términos mas amplios— el Grupo Vocento, que incluía también El Correo, editado en Vizcaya, fue durante todos esos años «la prensa que más inquina despertaba en ETA y sus aledaños», según Aulestia. Tanto es así, que en 2001 la polícia desmontó un plan diseñado para introducir en el garaje del diario una furgoneta con abundantes explosivos con los que reventar el edificio, y quizá fuera el despecho por el fracaso de su plan lo que decidió a los terroristas a matar a Oleaga, cuyo trabajo en el área económica era ajeno a la línea editorial y a las crónicas sobre ETA.

El asesinato de Oleaga obligó al director del DV José Gabriel Mujika a permanecer ilocalizable durante cuatro años, aunque desde sus diversos escondrijos seguía dirigiéndolo a distancia. Aulestia subraya que «ningún medio de comunicación de los países democráticos se había visto en semejante trance desde el nazismo», exceptuando quizá el caso de ciertos periódicos italianos «cercados por la Ndrangueta calabresa, la Camorra napolitana y la mafia siciliana». La hostilidad etarra provenía no solo de la posición resueltamente contraria a la banda de ambos diarios, sino de que eran —y siguen siendo— con mucho los más leídos del PV, consecuencia (aunque no lo admitiese ETA) de méritos propios de sus editores, como su profesionalización informativa, sus numerosas ediciones comarcales y su eficaz gestión comercial.

Los periodistas asesinados no fueron los únicos en padecer el acoso de ETA. En distinto grado fueron numerosos los profesionales de la información que sufrieron atentados y muchos más aún los que durante años vivieron escoltados a todas horas, con la consiguiente angustia. Algunos incluso tuvieron que abandonar Euskadi, por las gravísimas amenazas a su integridad física: entre los afectados estuvieron José Antonio Zarzalejos (por entonces director de El Correo), Aurora Intxausti (El País) y su marido Juan Francisco Palomo (Antena 3), Carmen Gurrutxaga (El Mundo), o el no hace mucho fallecido José Mª Calleja, un bravo periodista cuyos primeros y emotivos libros sobre la violencia terrorista y sus efectos en el PV (Contra la barbarie, 1997; La diáspora vasca, 1999) tanto impacto tuvieron en la opinión pública española y tan mal sentaron a los etarras.

El autor aborda también, en el epígrafe titulado La divisoria (págs 83-113), el espinoso tema —que no hay lugar para pormenorizar aquí— de la opuesta actitud entre los medios de mayor difusión, contrarios a ETA, y los que disculpaban su actividad violenta y trataban de hacer digeribles al público los argumentos y atrocidades de los etarras: caso del periódico Egin cuyo cierre ordenó el juez Baltasar Garzón en 1998, pero al que enseguida relevó el diario Gara (dirigido durante mucho tiempo por Mertxe Aizpurua, hoy Diputada a Cortes por Bildu y portavoz de esa formación). Los periodistas de los medios complacientes con ETA, indica Aulestia, ni fueron molestados por la banda, ni tuvieron que exiliarse, ni necesitaron escolta...ni salieron nunca a defender a sus colegas amenazados del otro lado de la «divisoria».

Pero pese al alto coste que su gremio pagó en muertos y heridos por defender la libertad de expresión y el rigor informativo, los muchos periodistas concernidos por el acoso etarra no cedieron ante «el chantaje y la coacción de las pistolas y de las bombas». Así lo manifestaban con firmeza en las concentraciones que realizaron desde el año 2000 en el Peine del Viento —la simbólica escultura de Eduardo Chillida en el litoral donostiarra— como repulsa a los frecuentes atentados contra sus colegas.