Pruebas de paternidad

Diversos autores de la generación del ‘baby boom’ ofrecen un testimonio entre conmiserativo y distanciado de su progenitor

Pruebas de paternidad

Pruebas de paternidad / Antonio Puente

Si algo parece haber quedado al traste en materia de relaciones paterno-filiales es la congoja y el acojone mostrados por Franz Kafka en su famosa Carta al padre: «Yo flaco, débil y angosto; tú fuerte, grande y ancho. En esa caseta me sentía miserable y no solo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas». Entre otras razones, porque el padre ha dejado de ser «la medida de todas las cosas». Resulta imposible predecir qué tipo de alegato podrán esgrimir los hijos de hoy en día en un hipotético tuit o meme al padre, ese torpe portador de un saber, para ellos, cada vez más obsolescente. No es la misma, desde luego, la relación que la extensa generación de babyboomers mantiene con sus hijos e hijas, de un número mucho más reducido, y con tendencia, por razones obvias, a abandonar más tarde el hogar familiar, que la que ellos mismos mantenían con sus sufridos pater-familias, de más que abundante prole.

En cualquier caso, es significativa la proliferación de textos, en los más variados géneros literarios, de autores nacidos en esa generación, que, parapetados por la autoficción, inciden en un ajuste de cuentas con la figura de su progenitor, en la mayoría de los casos de muerte más o menos reciente. El tono oscila entre la conmiseración y la distancia (al cabo, siempre tenían muchos más churumbeles de quienes ocuparse), pero sin eludir, en algunos casos, el más mordaz desprecio. La palma se la lleva, en ese sentido, uno de los iniciadores de esta saga, el poeta Jesús Aguado (Sevilla, 1961), quien, con el título homónimo al de Kafka, Carta al padre (Fundación Lara, 2016), hace de su padre un retrato demoledor, que concluye así de contundente: «Estás muerto, padre, márchate de nuestras cabezas / y déjanos en paz».

Lo interesante es la inclusión de la propia mirada conmiserativa en el relato, mostrándonos a la víctima tras el verdugo («todopoderoso y tonante»), y cómo, a la postre, quien pierde es el propio tándem hijo / padre. Si Kafka le reprochaba a su padre que no predicara con el ejemplo, prohibiéndole, por ejemplo, los alimentos que él sí consumía a su antojo (el célebre refrán «cuando seas padre comerás huevo»), Aguado le da al suyo con su propia medicina, y, nos lo coloca así de obscenamente frente al espejo: «Tus ruidos al comer, padre. Gorgoteos, salivaciones, eructos, sonoras masticaciones, chasquidos, pedos. Se me indigestaba la comida asistiendo al espectáculo de cómo tú eras engullido por la tuya. La comida te comía. La comida te usaba para imponerse a todo lo demás: a las conversaciones, a la televisión, a los pensamientos. Me daba asco esa inversión que transformaba el alimento en cosa y le recordaba al apetito su contigüidad con las cañerías. Tu hambre bestial, excluyente. Mojabas la yema de mi huevo, chupabas las cabezas de mis gambas, me cogías las puntas crujientes de mi pedazo de pan, metías tu cuchara en mi yogur de fresa. Sin pedir permiso, sin disculparte, impelido por un hambre sórdida que te tenía todo el día con la boca abierta y pidiendo a gritos, sin levantarte del sillón, un poco de jamón, unas mandarinas, unas tortas más, un café con leche».

Menos escatológico, pero más contundente en su distanciamiento se muestra el narrador y crítico literario Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) en su auto-ficción No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral, 2020), donde ofrece una imagen dolosa de un padre agonizante, al cabo, alcoholizado y enfermo crónico, de cuerpo y mente, y de quien, confiesa: «No tengo de él ningún recuerdo sano». Acaso, como síntesis intermedia cabe destacar el retrato que hace Manuel Vilas (Barbastro, 1962) en su novela Ordesa (Alfaguara, 2018). Aquí, el anónimo progenitor es revestido con el sobrenombre de un músico famoso, en busca de su redención y enaltecimiento. «Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, trabajó, fundó una familia y murió», se lee como conmovedor epitafio.

Sin embargo, los móviles de su rescate no son siquiera altruistas, sino una manera de salvar el propio pellejo, toda vez que matar al padre (en la medida en que ya está muerto) sería no sólo un sacrilegio, sino incluso un suicidio; el narrador, que nos habla de él en tercera persona, confiesa recordarlo a diario, y más aún: «No es que lo recuerde a diario, es que está en mí de forma permanente, es que yo me he retirado de mí mismo para hacerle hueco a él». La idea prioritaria de Vilas es que salvar al padre es la única forma —si es que esto es factible— de salvarse uno mismo: «El cadáver de mi padre es todo cuanto conservo o cuanto poseo en este mundo [...] administra su cadáver la luz de mi cadáver; su cadáver es un maestro que enseña a mi cadáver la desconcertante alegría de seguir existiendo desde el cadáver [...] Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido».

Aquí y allá, el narrador plantea una innovadora mímesis paterno-filial: «Todo cuanto le pasó a mi padre repercute en mi vida con una precisión milimétrica. Estamos viviendo la misma vida, con contextos diferentes, pero es la misma vida», se concluye categórico, para reforzar esa misma idea en las puntuales invocaciones en segunda persona con que se busca acentuar el lirismo, devolviendo a la vida al difunto padre: «No te amé lo suficiente, y tú a mí tampoco. Fuimos condenadamente iguales”. En el alter-ego de Vilas sobresale el deseo de un ajuste de cuentas consigo mismo, bajo la idea latente de no haber sabido ser (tampoco, recíprocamente) un buen hijo. «La única forma de verdad resistente que hemos encontrado es esa: la relación entre un padre y un hijo: porque el padre convoca a su descendencia, y eso es la vida que sigue... No hay nada más».

Para el narrador/Vilas, el padre es la única certeza, además, de que haya habido vida antes de la nuestra: «¿Puedes imaginar un mundo en el que esté tu padre pero no estés tú, ni se te espere? El mayor misterio del hombre es la vida de aquel otro hombre que lo trajo al mundo»; y de que la siga habiendo después de su muerte, en medio de esta paradoja esencial: «Era como si yo fuese una sombra; yo, que estoy vivo. Y él fuese de verdad; él, que está muerto».

Para subrayar la banalización y el absurdo de la concepción de la muerte en la actualidad, Vilas echa mano de un estilizado sentido del humor: «Mi padre murió por parecerle una idea interesante el vaticinio del oncólogo y por no dejarlo en ridículo, por cortesía laboral con aquel tipo». De un modo concluyente, el narrador confiesa: «Formábamos un solo ser, nos fundíamos. Éramos amor. Pero nunca lo hablamos, nunca lo dijimos. Nunca».

Una peculiaridad en el enfoque de Aguado es que parece estar hablándonos desde la afectividad del niño y el adolescente que fue con su padre, como si entonces hubiera podido disponer del bagaje intelectual de la madurez actual. Por no ser así, por más que, recurrentemente, «le pegaba un puntapié en la espinilla», no pasaba de ser «patadas de algodón a una montaña». Más que de un choque frontal, se trata, en síntesis, de un profundo desencuentro recíproco: «[Como él era un mal funambulista, en su decrepitud] decidí hacerle un regalo: me convertí en su abismo». Y más que malévolo, al padre se le ve pecando por omisión: «Se pasa el tiempo inexistiendo. Inexistente, inexistible, inexistidor»; «Alma desatenta, mi padre solo se acordaba de mí para olvidarme mejor. Sus olvidos eran memorables… Qué habría sido de mí sin sus olvidos».

En este nuevo enfoque del litigio paterno-filial, al padre ya no se le mata. Únicamente, se le echa de más. Y, pese al escarnio simbólico, se le desea lo mejor a su persona. Desde un cierto cordón sanitario, se sugiere que bastaba con que («apártate, padre») hubiese sido progenitor por cuenta propia. Aguado nos da una clave definitiva de cómo se suele asumir la figura paterna en estos tiempos de embarullamiento y escisión: «Tengo dos padres. No tengo ninguno».

Desde el enfoque de Vilas, conciliarse con el (siempre proyectivo) fantasma del padre muerto es la única vía de conciliación con uno mismo. Aunque la tarea de recomponer su figura se sabe ardua, ya que, en rigor, nunca tuvo un principio —«Mi padre parecía haber nacido por generación espontánea»— ni tampoco un final, toda vez que «Más que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse. [...] Lo que hizo fue desaparecer. Un acto de desaparición. Lo recuerdo muy bien: se quería largar. Una fuga. Se fugó de la realidad. Encontró una puerta y se marchó».

De un modo más universal e imperecedero, siempre nos quedará el antídoto (también le habría servido al pobre Kafka) de esta zarrapastrosa imagen que nos legó Juan Carlos Onetti en su libro testamentario, Cuando ya no importe, un revulsivo de cualquier ínfula patriarcal:

«[He aquí] el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón».

Suscríbete para seguir leyendo