La deslumbrante vigencia del monstruo

‘Frankenstein o el moderno Prometeo’, un personaje que mantiene 200 años después el pulso en un contexto marcado por las inquietudes científicas y morales dedicadas a salvar el escollo de la enfermedad mortal

Ilustración de David Plunkert. | |

Ilustración de David Plunkert. | | / Franco torre

Franco torre

Pocas obras literarias han logrado generar la mística, la iconografía y la carga semántica de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley. Hito de la novela gótica y obra fundacional de la ciencia-ficción, Frankenstein es acaso el fruto más perdurable de aquel mítico año sin verano, el 1816 apagado por las cenizas del Tambora. Genuino long-seller, la ópera prima de Mary W. Shelley nunca ha abandonado las estanterías, y sin embargo su edición más reciente, un lujoso volumen ilustrado por David Plunkert a cargo de Libros del Zorro Rojo, es motivo de celebración.

A diferencia de otras obras que comparten con Frankenstein época y género, en la novela de Shelley se percibe una vigencia inusual. No quiere esto decir que creaciones como El vampiro, de John William Polidori, hermana bastarda de Frankenstein por coincidir su gestación en las jornadas de Villa Diodati, o la monumental El monje, de Matthew G. Lewis, una cima absoluta de la novela gótica, no sean disfrutables desde nuestra contemporaneidad, sino que Frankenstein mantiene, doscientos años después, el pulso con las inquietudes de este tiempo. De cualquier tiempo en realidad.

La razón, obvia, es que la novela de Mary W. Shelley profundiza en una cuestión existencial primordial y eterna, la posibilidad de vencer a la muerte. Desde la dualidad que conforman Víctor Frankenstein y su criatura, la autora explora las consecuencias de una investigación científica encaminada a reanimar el tejido muerto, a dotar de nueva vida un cuerpo inerte. El primero, científico talentoso, es un hombre dominado por una obsesión, que no duda en profanar tumbas para avanzar en sus investigaciones. Como el capitán Walton, otro pionero obcecado en alcanzar una meta inconcebible (en su caso llegar al Polo Norte, pese al evidente peligro que tanto él mismo como su tripulación correrán de persistir en el empeño), Frankenstein no es consciente de las consecuencias de sus actos, de las implicaciones de su investigación. Será cuando alcance el éxito, cuando su criatura hecha de retales cobre vida, cuando comprenda lo abominable de su empresa: «Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba en mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban». El monstruo, por su parte, es una figura trágica, condenada a ser víctima y antagonista, un humanoide rechazado por su creador, un hijo repudiado, que encierra en su brutalidad el trauma de ser único. Su anhelo es algo tan humano como contactar con un igual, tener una compañera.

Esta dualidad, Frankenstein y su criatura, ha devenido en mito universal. Hablábamos de huella semántica: cuatro años atrás, el genetista He Jiankui conmocionó al mundo al anunciar el nacimiento de los primeros bebés modificados genéticamente. El científico había utilizado la herramienta de edición del genoma CRISPR-Cas9 para alterar los genes de los fetos y hacerlos inmunes al VIH. La prensa mundial pronto encontró un referente para explicar a un público global el calibre de la investigación de He Jiankui: se le bautizó como «el Frankenstein chino», aunque en puridad sus investigaciones estarían más próximas a las de un doctor Moureau que a las del personaje de Shelley. Pero su resonancia en la audiencia global y en la memoria colectiva no son asimilables.

Con Frankenstein sucede además que su riquísima iconografía, amplificada por el cine, condiciona su abordaje en cualquier medio y ámbito. La sombra de James Whale, el cineasta que filmó para la Universal tanto El doctor Frankenstein (1931) como La novia de Frankenstein (1935), ambas con el carismático Boris Karloff encarnando a la criatura, es aún alargada y abona el terreno para la copia y el pastiche, pese a que el doctor y su monstruo se sitúan en los primeros puestos en el listado de personajes de ficción más veces adaptados a la pantalla: alrededor de un centenar, únicamente por detrás de Sherlock Holmes y en cifras próximas a Drácula y a Hamlet.

Pese a toda esta carga iconográfica, el empeño de Libros del Zorro Rojo de presentar una nueva versión de Frankenstein o el moderno Prometeo se salda con éxito gracias a una cuidadísima edición y a las poderosas ilustraciones de David Plunkert. La base del volumen es una traducción ya clásica de la obra, a cargo de María Engracia Pujals y que, desde su primera publicación bajo el sello Anaya en 1982, ha sido una de las adaptaciones más reeditadas en español. Aquí reside, de hecho, el único reparo a esta nueva edición, y no se trata de la traducción: la editorial identifica erróneamente a la adaptadora como María Engracia Pujols, tanto en portada como en páginas interiores.

Con todo, esta edición de Frankenstein resulta deslumbrante. Con un formato inusual (22,9 por 19,1 centímetros, lo que deja un volumen prácticamente cuadrado), el libro muta incluso el color de sus páginas para diferenciar las partes del relato. Así, la narración de Walton se plasma sobre un azul celeste, glacial, mientras que la de Frankenstein se refleja en páginas del blanco habitual, aunque reservando para el inicio de los capítulos una distinguida lámina sobre fondo sepia, simulando un papiro. Son detalles que enriquecen el volumen, como también las primorosas guardas en estampación negra sobre fondo rojo que sintetizan en pocas imágenes el mito griego de Prometeo, castigado por robar el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres.

En cuanto a las ilustraciones propiamente dichas, se introducen de varios tipos. Por un lado, hay láminas que reproducen elementos anatómicos, a la manera de un antiguo tratado de cirugía, cerrando cada capítulo, lo que favorece de nuevo la estructuración del relato y refuerza el aspecto distinguido del volumen. Pero además están las láminas que ilustran pasajes del relato, composiciones de gran fuerza en las que Plunkert emplea con pericia el collage para crear imágenes de gran expresividad y con una sugestiva orientación dadaísta, que evocan de forma muy singular diferentes pasajes del texto.

A primera vista, la ilustración que más llama la atención es la primorosa lámina que separa los capítulos 3 y 4 de la primera parte, introduciendo el despertar de la criatura y el consiguiente terror de Frankenstein al ser consciente de la abominación de la que es autor. Se trata de un desplegable que muestra dos instantes del proceso de agregación, de «membración», con el que Víctor Frankenstein va construyendo a su criatura anónima, aquí carente todavía de rostro. Todo un deleite visual que se completa en la lámina siguiente con la propia imagen del doctor trabajando en su laboratorio, con el rostro asimismo cubierto por una máscara.

Sin embargo, al profundizar en el volumen, al sumergirse en sus páginas, se hallan otras láminas igualmente primorosas, en las que el singular formato del libro cobra pleno sentido. La paz y la evidente belleza de las ilustraciones protagonizadas por Elizabeth contrastan con la expresiva fiereza de las apariciones de la criatura, con el rostro surcado de cicatrices, o la furia de Frankenstein al destruir a la compañera de la criatura, cuyos restos hundirá en un negro mar, unas páginas más tarde, en otra hermosa composición que integra asimismo el texto. Imágenes, en suma, que hacen de este nuevo Frankenstein un volumen a la altura del mito.

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