El intelectual, la revolución y la muerte

Paul Nizan vierte un lamento por las expectativas de cambio que fracasan ante la urgencia de la satisfacción

El intelectual,  la revolucióny la muerte

El intelectual, la revolucióny la muerte / Ricardo Menéndez salmón

Ricardo Menéndez salmón

Paul Nizan gozó de una vida tan breve como intensa. Entre el invierno de 1905, fecha de su nacimiento, y la primavera de 1940, cuando falleció, tuvo tiempo de agitar las aguas de la cultura francesa, escribir textos inspiradores del futuro (las primeras líneas de Adén Arabia, su panfleto de 1929, fueron uno de los eslóganes más coreados en las jornadas de Mayo del 68: «Yo tenía veinte años. No permitiré a nadie decir que esa es la edad más hermosa de la vida»), afiliarse al Partido Comunista, romper con la organización tras la firma del pacto Von Ribbentrop-Mólotov y morir en las playas de Dunkerque defendiendo la libertad en Europa. Por el camino, aún alcanzó a redactar una novela desolada y radical, La conspiración, un estimulante híbrido entre lo que ya había sido Los demonios de Dostoievski y lo que un día sería La estética de la resistencia de Weiss.

La conspiración sigue a un grupo de jóvenes filósofos que en la década de los veinte del pasado siglo, durante el periodo de entreguerras, buscan la cuadratura del círculo: conciliar el asalto al Palacio de Invierno con el amor incondicional, la demolición de la familia burguesa con la intransigencia del intelectual, el discreto encanto del obrerismo con las contradicciones de quien siempre ha comido caliente pero aspira a mutilar al padre y a derrocar al patrón. Nizan se sirve de tres personajes para ilustrar este programa: Rosenthal, Laforgue y Pluvinage, un rico heredero judío, su talentoso correligionario y un traidor in pectore. Junto a otros cómplices menores, que la novela no llega a desarrollar, como si la ambición de Nizan se hubiera detenido en la satisfacción de estos caracteres hasta cierto punto complementarios, la trinidad mencionada se embarca primero en la edición de una revista filosófica, más tarde urde una conspiración seudomilitar y por fin naufraga del modo más previsible y humano: por culpa de una pasión equivocada y debido al rencor y a la envidia.

En el devenir de la obra abundan las declaraciones programáticas que aproximan la narración a los escenarios de la filosofía. Nos hallamos ante lo que, sin ánimo de incurrir en un pleonasmo, podría denominarse una novela de ideas. Cierto que toda novela lo es, pero en el caso de La conspiración el pensamiento es mucho más que el nutriente de la acción: es su justificación, su razón de ser. Algunos ejemplos: «La función del filósofo consiste exclusivamente en la profanación de las ideas. Ninguna violencia iguala, por sus efectos, a la violencia teórica». O también: «La existencia no está en relación con nada. Toda inteligencia fracasa en el intento de descubrir una relación de significación en la dirección única de la vida hacia la muerte». Y por descontado esta declaración de las virtudes y límites de la edad: «Un joven se siente tan mal instalado en su vida que quiere encadenar violentamente el porvenir, obtener rehenes, promesas; es el único ser que tiene el coraje de pedirlo todo y de creerse estafado si no lo consigue. Más tarde, ya no habrá más que contratos, intercambios».

Es esta testaruda, doliente vivencia de la juventud humillada en sus aspiraciones, el motor más conmovedor de cuantos animan La conspiración. En el inevitable drama que acosa a los tres protagonistas (Rosenthal naufragando por culpa de un amor equivocado; Laforgue abandonado en su aspiración revolucionaria; Pluvinage destruido por sus orígenes familiares), Nizan logra trasladar con envidiable fuerza la paradójica debilidad del esplendor vital. Hombres inteligentes, cautivadores y sanos, en el instante solar de sus existencias, que llevan dentro de esa apoteosis la semilla de su destrucción. Y que a pesar de su talento y de su compromiso (o acaso a consecuencia de ambos) son incapaces de orientar su peripecia en el camino correcto de una vida cumplida. Como si toda expectativa fracasara ante la urgencia de su satisfacción. Como si la condena de la juventud fuera la de arder en su esplendor, algo que el suicidio por despecho de Rosenthal escenifica de forma mayúscula, con diáfana y a la vez risible violencia.

Esta tensión entre la realidad y el deseo, entre el ser y el deber ser, cobra enorme relevancia a la luz de la muerte del propio Nizan en la Segunda Guerra Mundial. Ello invita a pensar que La conspiración es más que un ejercicio novelístico. Es savia y humus primigenio, material de primera mano que el escritor acarrea desde su experiencia para fungirlo en el crisol del arte narrativo. La insatisfacción personal de Nizan, el previsible desencanto del intelectual que ve cómo el Partido Comunista acata un pacto vergonzante con el futuro e inevitable agresor, se prefigura de algún modo en las páginas de esta novela donde se muestra qué fácil es teorizar sobre el poder y qué difícil es romper con la familia. Y de igual forma que las mejores novelas se urden en la cabeza para a menudo fracasar sobre el papel, Rosenthal, Laforgue y Pluvinage muestran en su triple itinerario el gravoso peaje que debe pagar quien desea mantener la integridad en cualquier circunstancia.

En tiempos de sociedades y responsabilidades líquidas, la lectura de «La conspiración» posee un inevitable sabor antiguo, a pesar de que tanto el mapa que dibuja (París, principalmente) como el escenario político que representa (la incauta, desdichada Europa en vísperas de su apocalipsis) nos son cercanos. La dialéctica entre creación y compromiso parece hoy haber firmado un pacto de no agresión con la realidad y sus consecuencias. A ningún escritor se le pide que escriba novelas que denuncien el statu quo de una democracia corrupta para a continuación entregar su vida en nombre de ese sistema imperfecto. Y, sin embargo, no hace tanto, en un país que está ahí al lado, apenas a un par de horas de vuelo, hombres como Jean Prévost, como Jean Cavaillès o como Paul Nizan, intelectuales revolucionarios, revolucionarios intelectuales, entregaron todo lo que fueron y todo lo que podrían haber llegado a ser en los verdaderos campos del honor.

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