Critica de arte

Atadas a la espalda

Una fábrica de cuerpos sin manos y sin dientes, Rafael Arocha expone la sumisión corporativa en la SAC

Detalle de ‘The boss is here’ de Rafael Arocha | | E.D.

Detalle de ‘The boss is here’ de Rafael Arocha | | E.D. / Alba González Fernández

Alba González Fernández

Los lobos esconden la cola, los chimpancés enseñan los dientes superiores, las hienas agachan las orejas y los seres humanos, especialmente los machos, mantienen las manos a la espalda. Somos animales sociales. Esta es la columna vertebral del discurso expuesto por Rafael Arocha en The boss is here, que se muestra en la SAC hasta el 20 de enero.

Manos y pies inquietos e inoportunos picores de culo entre torres de cristal y papeleo. Los residuos derivados de las dinámicas de dominación y sumisión del mundo corporativo no son exclusivos de este campo. Metida en el cubo blanco no me sorprendo a mí misma: cumplo escrupulosamente la pose y, si levanto la mirada, es sólo para admirar. Como si las fotografías me pudieran juzgar y sus imágenes fueran órdenes. En la sala de arte también el jefe está aquí, pero no tiene cuerpo.

Arocha retrata la performance de mansedumbre colectiva en instantáneas en negativo, y acentúa en positivo sólo los puños contorsionados fuera de la vista de la autoridad. Esta serie, la principal, es la única colgada en la pared en una hilera a la altura de la vista –a excepción de tres piezas desperdigadas más arriba y abajo–. Por lo demás, en The boss is here los montajes son diversos: las impresiones se adhieren a estructuras verticales de metal, otras hileras de fotos cuelgan del techo como un pergamino, se usan de papel de pared, aparecen divididas en un mosaico a ras de suelo o sobre una silla de oficina. Un alarde de recursos. Y de temor a naufragar sin ellos.

No quisiera dar pie a la confusión: sí, la forma es fondo y el medio es el mensaje. Pero tomaré aquellos planos de detalle de edificios de oficinas volteados en horizontal que el artista monta sobre una hilera de torres de aluminio, donde la cámara a tiempos atraviesa las cristaleras o pelea por ver más allá del reflejo, y donde se revuelven suelo, horizonte y escala; y me permitiré distinguirlos de un mural que hubo de hacerse para hacinar las decenas de imágenes que no superaron el corte cualitativo.

Decido enfocarme en gestos que sí se me agarren al ojo: la sutura de grapas sobre el blanco de la pared o las anillas de archivador que asoman de la columna como colmillos, o, acaso, ganchos de carnicería. Y es que Arocha no deja de ser astuto en el uso de los materiales, pero sólo se permite emanciparse de la fotografía en cuatro pulsiones instalativas: una placa de empleado del mes; sobre moqueta negra, una torre de folios coronada por una hoja de metacrilato; un sándwich de papel entre rebanadas rectangulares del mismo plástico transparente, y una hoja en blanco arqueada por la presión de otras placas de acrílico sobre sus lados. Huelen a primer tanteo, pero hacen presente en la sala la tirantez entre corporatividad y cuerpo. Todo podría desencajarse en un segundo: los nudillos, las mandíbulas… el papel podría salirse o todos salirnos del papel. Porque conocer los mecanismos de control ha marcado tremenda diferencia: entre las placas de vidrio, bajo el microscopio, al meneo de las bacterias ahora lo llamamos resistencia.

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