Entrevista | Silvia Rivera Cusicanqui Socióloga

«La victimización del oprimido encaja con la culpa del opresor»

Silvia Rivera Cusicanqui, en TEA, durante la entrevista.  | | TEA

Silvia Rivera Cusicanqui, en TEA, durante la entrevista. | | TEA / mariano de santa ana

Profesora emérita de sociología en la Universidad Mayor de San Martín, en La Paz (Bolivia) y de Derechos Humanos Andinos en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito (Ecuador), el pasado sábado Silvia Rivera Cusicanqui (La Paz, 1949) participó en el ciclo No-Todo: crítica y negatividad, coordinado en Tenerife Espacio de las Artes por Roberto Gil Hernández, profesor del Departamento de Sociología y Antropología de la Universidad de La Laguna. Fundadora del Taller de Historia Oral Andina y del colectivo Coca y Soberanía, así como activista integrante de El Colectivo Ch’ixi, Rivera pronunció una conferencia en la que, a partir del concepto «ch’ixi», propuso una reflexión sobre la complejidad contemporánea que no reproduzca la episteme colonial.

¿Puede explicarnos el significado de «ch’ixi», esa noción que extrae de la lengua aymara y en la que asienta su discurso?

Es un concepto que surge del reconocimiento del carácter contencioso, conflictivo, del mestizaje, en el que hay un lado indio acallado, que no logra fusionarse ni relacionarse amigablemente con el otro lado. Hay una relación de lucha interna, de complejo por un doble motivo: si en una comunidad me siento acomplejada por ser muy blanca, en una zona de élite, por el contrario, me siento demasiado india. Para solventar esta sensación he generado esta idea de que las oposiciones crean las condiciones para una autopoesis liberadora, para el ser que se crea a sí mismo partir de sus conflictos y de sus relaciones con los demás. La autopoesis me permite ser mestiza de un modo en el que no niego ningún lado de mi subjetividad.

En su libro Un mundo ch’ixi es posible emplea el término barroco como sinónimo de «ch’ixi».

Sí, creo que hay un barroco ch’ixi porque, además de ser una unión de dos, es abigarrado, es un tejido complejo que tiene que ver con la faja que se teje en los Andes que une colores opuestos en una trama que forma figuras, como la serpiente o el lagarto, que cruzan opuestos: son a la vez masculinas y femeninas, de arriba y de abajo, pueden tomar la forma del rayo del cielo y la de la veta del mineral. Esa es la potencia de lo ch’ixi.

¿La noción de imagen dialéctica de Walter Benjamin concierne a lo «ch’ixi»?

Desde luego. Esa imagen que surge súbitamente del pasado forma una constelación en el presente precisamente porque cuestiona la homogeneidad del presente. Algo arcaico, algo atávico irrumpe en la calma aparente de la modernidad, por eso tiene que ver con lo ch’ixi porque trabaja con eso que hemos negado que es el lado indio. Además, surge dependiendo del momento del presente para saber qué pasado es pertinente. Por ejemplo, en los años setenta irrumpe el horizonte de 1781 como verdaderamente pertinente para luchar contra el colonialismo interno, pero hoy el conflicto provocado por el deterioro de la naturaleza exige un pasado mucho más remoto, cuando los seres humanos aprendimos a cuidar de la naturaleza y a usarla de un modo que no perjudique su reproducción. Ese horizonte es el que ahora es pertinente para sanar la tierra.

Es usted muy crítica con el pensamiento decolonial, especialmente con autores como Walter Mignolo y con lo que llama academia decolonial norteamericana.

Soy muy crítica porque es un pensamiento que en realidad bebe de otros pensamientos y pretende hacer una síntesis de esas fuentes, cuando en realidad se las apropia de manera despolitizada y las convierte en un discurso académico lleno de neologismos esotéricos que se separan de esas fuentes de las que salieron. Es un extractivismo intelectual que nos saquea conocimientos y los envuelve en retórica para devolvérnoslos regurgitados como si fuesen la gran novedad.

¿Piensa lo mismo de otras figuras de la academia norteamericana como el antropólogo Michael Taussig, que también se ha ocupado de la cuestión colonial en América Latina?

No, en absoluto, todo lo contrario. Michael Taussig es un tipo enormemente original. Sus trabajos sobre fetichismo y colonialismo y sobre el chamanismo son muy valiosos. Taussig es un autor bastante creativo que no es fácil clasificar. De hecho, no ha creado escuela.

En su conferencia habló sobre los quipus, esos sistemas de almacenamiento de información con cuerdas anudadas usado por las civilizaciones andinas y estereotipados por los estudiosos occidentales. ¿Puede abundar en ello?

Lo que han hecho con los quipus es generar modelos matemáticos para su comprensión con lo que se han vuelto códigos vacíos de mensaje. Pudiendo haber entrevistado a hacedores de quipus que hace tres generaciones todavía vivían, pudiendo haber agarrado claves para interpretar los quipus históricos y arqueológicos, perdieron esa oportunidad y se conformaron con fetichizar el objeto indígena, encerrarlo, apropiarse de su materialidad, tenerlo en los museos sin importar su significado. Solo les han aplicado modelos matemáticos y con ello los han hecho más enigmáticos.

Quisiera preguntarle por Principio Potosí, la exposición sobre la modernidad y la pintura colonial barroca andina que el Centro de Arte Reina Sofía exhibió en 2010. Usted, que en principio estaba en el equipo curatorial, salió del mismo y desató una polémica. ¿Puede hacer memoria de ello?

Lo que ocurrió es que los tres comisarios alemanes quisieron nombrarme también a mí curadora de la muestra, junto a mi grupo, El Colectivo Ch’ixi, pero cuando comprendimos que solo nos querían como informantes mandamos el proyecto al diablo. No obstante, el director del Reina Sofía, Manuel Borja, no estaba muy contento con la propuesta, y nos propuso una alternativa: hacer otra exposición y otro libro. Entonces preguntamos a nuestro chamán si nos convenía hacer una exposición o solo hacer un libro y nos dijo que hiciésemos solo el libro e hicimos uno muy bonito que crítica esa desterritorialización del arte para meterlo en las elucubraciones catastrofistas de Occidente, en tanto que para nosotros el arte es fuente de enriquecimiento y resistencia a la catástrofe.

«La guerra de las imágenes» de la que habla Serge Gruzinski para el caso de México.

Estoy más con Aby Warburg, con su Atlas Mnemosyne, por su reconocimiento de la heterogeneidad multitemporal que colapsa el tiempo histórico y sale de la historia lineal, en concordancia con el Libro de los Pasajes de Benjamin.

Junto a Benjamin otro filósofo clave en su discurso es Ernst Bloch, no por su concepto de lo no-sincrónico, que es opuesto a lo que ha dicho, sino por su libro El principio esperanza.

Sí, me gusta mucho ese libro por la conciencia anticipatoria, por la política del deseo que te hace anticipar lo que quieres que pase. Cuando este fenómeno es colectivo la realidad se transforma.

Usted es anarquista. Le entrevisto en un país, España, con una tradición anarquista hoy prácticamente testimonial y, además, en el momento en que acaba de morir Hans Magnus Enzensberger, autor de una biografía de Durruti…

¡Es patético! Vi en Barcelona una exposición de la historia de Cataluña y ¿puede creer que el anarquismo está entre paréntesis? Está la historia, luego un paréntesis, que es el anarquismo, y luego sigue la historia. Es una política del olvido que no solo viene de Franco. También es una borradura de la izquierda que viene del terrible cisma que hubo entre las fuerzas antifascistas durante la guerra civil. Todos sus escritos, todo lo que han legado los anarquistas españoles es muy inspirador.

¿Cuál es la particularidad del anarquismo indígena que propugna?

Está enraizado en el anarquismo cholo que, so capa de la lucha de la jornada de ocho horas, que, como en realidad no les beneficiaba en nada porque ya eran dueños de su tiempo, luchaba para reivindicar la dignidad del trabajador manual, que era despreciado, porque los conquistadores que llegaron a América eran gente que trabajaba, que criaban chanchos, no eran gente de la élite. Pero su forma de distanciarse de los otros fue dejar de trabajar con las manos. Los anarcos se sienten muy ofendidos por esto porque la civilización se ha erigido siempre sobre la base del trabajo manual.

Tiene muchas dianas en la izquierda. Una de ellas es el escritor Eduardo Galeano, autor del muy vendido libro Las venas abiertas de América Latina.

Hace sesenta años ese libro pudo estar bien, pero es muy miserabilista, muy quejón, ‘que esto nos han hecho, que esto nos ha pasado’. Hay algo que Galeano niega: que nos hemos defendido, que hemos peleado. El libro está bien para hace unos cuantos años, pero ahora tenemos que pensar nuestra historia en positivo porque hemos sobrevivido, aunque sea un milagro, no seguir dale con la culpa. Sabe, la victimización del oprimido encaja perfectamente con la culpa del opresor, entonces te victimizas, le pides platita y viene la cooperación internacional y siempre estás viviendo con una suerte de revancha histórica de deuda que me parece una estupidez.

¿Diría lo mismo de un santo varón de la izquierda como Che Guevara, muerto en Bolivia?

Como sabe, el Che era asmático y murió pisando las hierbas que servían para curar el asma, como sabía cualquier viejito de la zona. Arriesgó contingentes enteros para ir a buscar remedidos para su asma. Esto demuestra que no tenía la menor idea de que tierra estaba pisando. Ello fue responsabilidad también del Partido Comunista Boliviano, de toda una serie de conjuras. Se fue al peor lugar donde podía haber ido, pero fue víctima también de su racismo. En su diario el Che habla muy mal de uno de sus seguidores indígenas, al que ve como hosco, impenetrable y del que sospecha incluso que puede ser un infiltrado.

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