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Un verdadero vademécum saramaguiano y un libro de amistad

A propósito de ‘José Saramago. El pájaro que pía posado en el rinoceronte’, de Fernando Gómez Aguilera (La Umbría y la Solana, 2022)

José Saramago posa junto al paisaje volcánico de la isla de Lanzarote. /ELD ED

En La consistencia de los sueños (Alfaguara, 2010), Fernando Gómez Aguilera retrató una importante biografía intelectual y editorial de toda la obra de Saramago, mientras que en José Saramago. El pájaro que pía posado en el rinoceronte (La Umbría y la Solana, 2022), proporciona un análisis en profundidad de la obra literaria escrita entre 1995 y el final de la vida del gran creador portugués, en 2010. Es el segundo gran ciclo de novelas en la producción de Saramago, que coincide con su instalación-exilio con Pilar del Río en Lanzarote. Incluye análisis de Ensayo sobre la ceguera (1995), Todos los nombres (1997), La caverna (2000), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), Las intermitencias de la muerte (2005); seguidos por Las pequeñas memorias (2006), El viaje del elefante (2008), Caín (2009). También analiza los Cuadernos de Lanzarote (1993-1997), el ensayo La estatua y la piedra (1999) y tres libros editados póstumamente: Claraboya (concluida en 1953 y publicada 2011), la inacabada Alabardas (2014) y el Cuaderno del año Nobel (publicado póstumamente en 2018). En ocasiones, Gómez Aguilera vuelve a las obras de la época del primer ciclo, se ocupa de significativos materiales inéditos de los años 40 y 50 que da a conocer, analiza entrevistas, artículos, conferencias, etc., que le ayudan a entender mejor esta última etapa.

El pájaro que pía posado en el rinoceronte es un libro original, profundo, que simboliza ante todo un trasplante sobre la obra de Saramago, un verdadero injerto de la impresionante cultura literaria de Gómez Aguilera y de su dominio de las metodologías de análisis (lejanas influencias del estructuralismo genético, de la semiología de Roland Barthes, y otras corrientes, sin que jamás, en el libro, se noten estas fuentes tradicionalmente exhibidas por los críticos académicos con una erudición universitaria pesada y pedante). La prosa es ágil y a la vez analítica, fluida, rigurosa, sutilmente poética. Además del trabajo serio de investigación, este libro consagra también el encuentro entre dos escritores amigos, el espléndido escritor portugués y el poeta Fernando Gómez Aguilera.

No puedo entrar aquí, por razones de extensión, en los detalles del libro, solo indico algunas pistas que, a mi parecer, ponen de relieve la gran originalidad de este trabajo. Gómez Aguilera despliega su análisis al mismo tiempo en dos niveles: la evolución de las novelas escritas entre los noventa y 2010 y, por otro lado, destaca las estructuras significativas, es decir, las ideas que surgen a lo largo de este proceso de creación ficcional y que configuran la visión del mundo de Saramago (su Weltanschauung).

Los especialistas en crítica literaria hablarían aquí de acercamiento diacrónico y estructural. Es decir, Gómez Aguilera busca en cada obra de este ciclo la progresividad temática y su profundización, como si los distintos textos formasen una sinfonía en que las temáticas sonoras se respondieran y se opusieran sin cesar para finalmente superarse en una síntesis armoniosa que genera a su vez nuevas soluciones existenciales en el universo del autor.

El ejemplo más emblemático que el autor del libro recalca es el análisis de las dos obras que mejor ejemplifican esta progresión: Ensayo sobre la ceguera (1995) y Ensayo sobre la lucidez (2004): la primera novela es definida por Gómez Aguilera como una parábola «sobre los males contemporáneos»; la segunda, describe la profundización del mal en el mismo corazón de la democracia y, de modo más general, del poder. La crítica se vuelve mucho ácida. Entre las dos transcurren casi diez años, el autor ha cambiado, pero las narraciones se contestan mutuamente y forman una genealogía crítica de los valores y de las aporías de la democracia.

Los problemas planteados en Ensayo sobre la ceguera (la ceguera colectiva, una imago mundi (Saramago) del mundo en que se vive, lleno a la vez de egoísmo, de la lucha de todos contra todos y de caos, pero también de solidaridad, etc.), encuentran en Ensayo sobre la lucidez, una solución (¿provisional?), porque el libro desemboca en la necesaria toma de conciencia política frente al poder global de las grandes estructuras económicas, el peligro del consumismo en la vida mercantilizada, etc., el egoísmo y la desaparición de la ética colectiva, minando de hecho la relación democrática en la sociedad.

Saramago, según Gómez Aguilera, es en su proceso creativo, un infatigable investigador. Cumple la función de denuncia con ficciones, no con discursos ideológicos o analíticos. Es su genio propio saber sublimar como pocos en la historia de la literatura (Balzac o Dickens) la crítica social a través de la creación ficcional. Aquí aparece también una característica muy específica del proceso creativo de Saramago: la casi imposibilidad de separar el espacio de la ficción del campo del ensayo.

Para Fernando Gómez Aguilera, Saramago es, desde luego, un novelista ensayista y un ensayista novelista, y eso no tiene nada que ver con el «realismo social»: Saramago no busca los hechos propios (es el trabajo del sociólogo), sino que utiliza los hechos como materia prima para crear un universo estético superior, es decir, que alegoriza estos mismos hechos.

En cuanto a la interpretación del significado global del universo literario de Saramago (la sincronía) más allá de los cambiantes y variables temas en cada obra, es decir, la visión del mundo del autor, Fernando Gómez Aguilera la define, con toda la razón, en mi opinión, como una cosmovisión pesimista, ética y a la vez voluntarista. Ya en José Saramago: La consistencia de los sueños Aguilera había utilizado el mismo oxímoron para interpretar el sentido profundo del pensamiento del premio nobel portugués: hablaba de «razón moral». Esta problemática subjetiva condiciona efectivamente su universo literario.

Así, se puede comparar a Saramago con varios autores del siglo XX: Kafka, Brecht, etc. Con Brecht, hay una proximidad intelectual e ideológica obvia; con Kafka, un universo ficcional próximo. Saramago busca también, por otra parte, actuar sobre el lector con el uso de una ironía ácida y un humor inesperado, sorprendente, que puede resultar más corrosivo aún, y que me parecen muy comparables a la genial ironía de Thomas Mann en Las confesiones del caballero de la industria Félix Krull. Hacer pensar al lector no es imponerle una ideología, es despertarlo del sueño de la razón, que, como se sabe, produce monstruos.

Hubiera querido hablar más sobre asuntos que aborda este libro, por ejemplo sobre la relación autor-narrador-lector, en torno a la cual Saramago tiene tanto que decir («Yo soy la materia de mis obras»); sobre la relación entre los géneros (novela, ensayo, filosofía), que Gómez Aguilera analiza con agudeza y sutileza; sobre el compromiso político y la creación artística; sobre la solidaridad humana y el bello humanismo de Saramago; sobre la relación con su pasado en Las pequeñas memorias; o sobre su universalismo internacionalista… Todo, en definitiva, lo que confiere a Saramago una actitud siempre innovadora, que Gómez Aguilera define, en su lectura de Caín, como un combate volteriano resumido en tres verbos: «Disentir, deconstruir, reconstruir».

Ahora bien, si estos tres verbos indican exactamente el programa literario de Saramago, también son indicativos del hilo discursivo que permite al propio Gómez Aguilera, crítico literario, hacernos partícipes de su lectura de Saramago. Si el libro de Aguilera es, desde luego, imprescindible, un verdadero vademécum, para entender la obra global del autor portugués, es también, lo he recalcado ya, un libro de amistad. En el capítulo titulado La figura del caminante. A propósito de Cuadernos de Lanzarote, se descubrirá a dos poetas cómplices, José Saramago y Fernando Gómez Aguilera, dos amigos, dos mentes vinculadas por las mismas convicciones, por los mismos valores compartidos. Dos caminantes en la isla de Lanzarote, la isla extraña que, como si fuera un desierto negro soleado (el famoso «sol negro» de los surrealistas), provoca, por su desnudez, un hondo sentimiento de absoluto.

Para terminar, creo que, al fin y al cabo, José Saramago tuvo en su vida, más allá del merecido Premio Nobel, y entre muchas otras, tres grandes suertes. La primera es haber encontrado a Pilar del Río, que supo, con y más allá del amor, detectar la ejemplificación en Saramago de lo que ella misma llama, en la presentación del libro de Gómez Aguilera, «el misterio que es la creación», y, más aún, un artista excepcional que llevaba dentro de sí un país imaginario embarcando Portugal, España y el Sur profundo. La segunda es haber decidido, juntos, elegir Lanzarote, porque los dos buscaban un lugar donde pudieran vivir en paz y serenidad y, sobre todo, porque la isla es el lugar secreto, el sueño que todos llevamos dentro y que pocas veces podemos alcanzar. Y La tercera es, para Saramago, haber encontrado en esa isla a un poeta-escritor, Fernando Gómez Aguilera, que le regaló amistad fraternal, solidaridad intelectual y compartió con él la misma mirada poética sobre el mundo. Tres oportunidades, una vida, un magnífico libro que celebrar.

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