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Proust en un tweet

Una celebración de ‘En busca del tiempo perdido’ en el centenario de la muerte del gran escritor francés

Un retrato de Marcel Proust. | | ELD

Hace tiempo, cuando me encontraba en París participando en un coloquio de literatura, me tomé una tarde libre para visitar el Museo Carnavalet, donde acababan de recomponer la habitación de Marcel Proust. Me sentí algo decepcionado porque en realidad no era más que una pequeña recámara abierta a un pasillo estrecho que comunicaba dos salas: un lugar de paso en el que apenas se reparaba.

Ahí estaban los muebles que habían sido testigos de la gestación de una de las mayores empresas literarias de todos los tiempos, pero amontonados sin orden ni concierto, sin gusto alguno, como en un trastero. Casi nada quedaba ya en esta sala de la atmósfera de aquella habitación enorme –tapizada de corcho frente al ruido y abismada en una densa nube de fumigación contra el asma– donde Proust había terminado recluyéndose después de dejar atrás su vida mundana.

Aquí, en la sala del museo, sobresalía su cama, no muy grande, vestida con una colcha azul satinada, aunque sin almohada alguna, lisa como una lápida. Bien es verdad que a consecuencia de una neumonía había expirado en ella el escritor el 18 de noviembre de 1922, pero la cama era mucho más que el vulgar lecho de muerte sugerido por todo este mobiliario vacío y sin alma, sin libros.

Ahí dentro, como el capitán Nemo en su Nautilus, vivió Proust una aventura extraordinaria, una carrera desesperada contra la muerte en la que paradójicamente había logrado expresar la vida en toda su verdad. Pronto comprendió el joven Marcel que los días que vivimos más plenamente son aquellos que «creímos haber dejado de vivir, aquellos que hemos pasado con un libro preferido», pues la lectura actuaba para él como una lupa que vuelve más sensible e intensa la realidad cuando uno levanta la vista del volumen.

El escritor fue uno de los primeros en considerar la lectura como una suerte de disciplina curativa o un estimulante

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Recordé que En busca del tiempo perdido comienza con los problemas que tiene el protagonista para conciliar el sueño. El lecho como alfa y omega, como lugar de creación y de muerte. Y entonces me representé lo incómoda que debió de ser esta cama con su duro respaldo de barrotes de cobre, especialmente para trabajar, para escribir una obra de tal complejidad y de semejantes proporciones, con más de millón y medio de palabras que la convierten en la novela moderna más extensa. El esfuerzo de este hombre de aspecto enfermizo, siempre asediado por ataques de tos, fue en verdad titánico. Sin salir apenas de su cama emprendió un peregrinaje –cuyo símbolo no es otro que la famosa magdalena en forma de vieira, de «coquille de Saint-Jacques», como puntualizó Proust– que resultó larguísimo y extenuante.

De la longitud de esta obra no tardaron en quejarse los lectores, antes que nadie los profesionales de las editoriales. Así, el de la casa Ollendorf escribió en su informe que tal vez fuera duro de mollera, pero que no podía entender que un novelista empleara «treinta páginas para describir cómo daba vueltas en su cama antes de encontrar el sueño». Algo parecido pensaron las demás editoriales y Proust se vio obligado a publicar por cuenta propia el primer volumen, Por el camino de Swann. Robert Proust, médico como el padre, opinaba con humor que lo malo de la obra de su hermano era que las personas tuvieran que «estar muy enfermas o romperse una pierna para encontrar tiempo de leer En busca del tiempo perdido».

Leer postrado en la cama para hallar ese tiempo que a cada instante se nos escurre entre los dedos. De haber seguido vivo, a Marcel le habría encantado esa ocurrencia, pues fue uno de los primeros en considerar la lectura como una suerte de disciplina curativa, como un estimulante capaz de despertar en cada cual la vida espiritual.

No han faltado propuestas para podar la obra de sus numerosas digresiones y episodios aparentemente innecesarios. Ya en los años ochenta el crítico Gérard Genette se burló de tan extravagante idea al proponer dejar la novela de Proust reducida a su esencia, convirtiéndola en esta única frase: «Marcel termina por convertirse en escritor». Pero entonces Swann, Odette, Albertine, Bergotte, Elstir, Charlus, Françoise, los Verdurin, los Guermantes, toda esa prodigiosa galería de personajes solo comparables en su riqueza a los de la Comedia humana; todos los matices y pensamientos vertidos por el protagonista, a veces profundos, otras mundanos, que confluyen como dos ríos; todo este universo de increíble belleza se desvanecería en el aire para siempre.

Del árbol majestuoso ya solo quedaría un tronco pelado y reseco, que hoy en día podría caber en un tuit. Nada parece sin embargo más contrario al mundo proustiano que esos mensajes estereotipados que proliferan en las redes o que los audiolibros que está de moda escuchar al doble de velocidad para «ganar tiempo».

En la era de la aceleración y de la alienación –como diría Hartmut Rosa– por la que nos deslizamos sin control, no es aventurado presagiar que En busca del tiempo perdido pronto será tan ilegible para la mayoría como Finnegans Wake. Y no se trata solo de una cuestión de extensión, puesto que los superventas actuales suelen ser también pesados mamotretos, sino de sentido y de sensibilidad.

La Recherche

Las frases de Proust son asimismo largas y serpentinas, tan plagadas de subordinadas y paréntesis que a simple vista espantarían a cualquiera. Una de ellas, particularmente famosa, contiene 394 palabras, casi un tercio del presente artículo. Leerla en voz alta y llegar con aliento hasta su final supone toda una hazaña, como si Proust hubiese pretendido irónicamente transmitir al lector el agotamiento al que le abocaba el asma.

Pero en cuanto uno se atreve a embarcarse en esta lectura, se ve arrastrado por el ritmo de las palabras, avanzando y retrocediendo, en espiral, hasta llegar a la conclusión de unas frases construidas con la elegancia y rigor de una demostración algebraica. Y como estas largas oraciones comunican su movimiento al libro entero y reproducen su orden mismo, el lector, al haberse ido empapando poco a poco del estilo proustiano, estará casi al final del último de los siete volúmenes en disposición de vivir una experiencia análoga a la del protagonista, lo más parecido que uno puede sentir en literatura a una iluminación espiritual.

Acertaba Barthes cuando sostenía que ‘En busca del tiempo perdido’ es una suerte de largo y paradójico haiku

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Acertaba en este sentido Barthes cuando sostenía que En busca del tiempo perdido es una suerte de largo y paradójico haikú que termina en una iluminación como el Satori en el budismo zen. ¿Acaso no sostiene el propio narrador que todo su universo pasado había resurgido del sabor de la magdalena impregnada en el té, al igual que sucede en el juego nipón en el que al mojarse unos papelitos se convierten en flores, casas y personajes? Occidente (la magdalena compostelana) fundiéndose con Oriente (el té japonés), la razón con la emoción, la ciencia con el arte, una novela total, apoteosis del género.

Al comienzo del libro el universo mental del protagonista se divide en dos partes, en dos mundos que le parecen tan irreconciliables como los dos hemisferios de su cerebro, pero al término del lento, largo y fatigoso peregrinaje comprende(mos) que no existía tal dualidad, en un instante todo lo vivido en la lectura encuentra su recompensa y se condensa en un punto de indescriptible gozo y belleza.

Frente al mundo binario actual, cuya tan pregonada libertad consiste en elegir entre opciones preseleccionadas, la novela de Proust se me antoja como un último santuario donde aprender a vivir, donde, en lugar de romperse los dientes con indigestas cookies, cada uno puede cocinar su propia magdalena, a fuego lento.

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