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La comedia como catarsis

La obra del gran Blake Edwards reclama la atención de la comunidad cinéfila internacional en el año de su centenario, gracias a un talento incombustible para abordar los géneros con solera del viejo Hollywood

La comedia como catarsis

Una filmografía como la que hoy nos ocupa donde se combinan largometrajes como El temible Mr. Cory (Mr. Cory, 1957), Operación pacífico (Operation Petticoat, 1959), Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany´s, 1961), Chantaje contra una mujer (Experiment in Terror, 1962), Días de vino y rosas (Days of Wine and Roses, 1965), La carrera del siglo (The Great Race, 1965), El guateque (The Party, 1968), Darling Lili (Darling Lili, 1969), La semilla del tamarindo (Tamarind Seed, 1974), o ¿Victor o Victoria? (Victor/Victoria, 1982), por citar solo algunos de sus títulos más potentes, no es una filmografía menor pues, pese a sus zonas oscuras, que las tiene, revela a todas luces el talento incombustible de un creador con auténtico pedigrí, un creador con una manera muy personal de abordar géneros de tanta solera en el viejo Hollywood, como la comedia o el thriller y con aportaciones personales dotadas de una originalidad y de una precisión narrativa absolutamente admirables.

Hablamos, claro está, de Blake Edwards (Tulsa/Oklahoma, 1922. Santa Monica/California, 2010), de cuyo nacimiento se acaba de cumplir su centenario. Un cineasta con perfil propio y con una abundante producción cinematográfica y televisiva que, contra toda norma, supo mantener intactos muchos de los rasgos más identitarios del mejor cine hollywoodiense, aportando un sello que, como el que imprimieron décadas atrás sus admirados y geniales Ernst Lubitsch y Billy Wilder, empleó la comedia como pura herramienta de estilo y el humor desopilante y corrosivo como el mejor ariete para penetrar a fondo en los intersticios de una sociedad fielmente representada, como él mismo mostró a lo largo de sus más de cuarenta años de profesión, en la fatuidad propia del mundo del espectáculo y en la de quienes la agitan y promueven como un espacio más propicio para la mercadería que para la experimentación artística.

“Edwards, afirma Bertrand Tavernier en su excelente libro 50 años de Cine Americano, es, sobre todo, un gran estilista, un creador que sin salirse en exceso de los cánones industriales establecidos genera situaciones cargadas de inventiva y doble sentido. En tanto que cineasta que se mueve en el ámbito del humor, da pruebas de un sentido del ritmo y de la organización espacial que no tiene hoy igual y que le vinculan a la tradición burlesca. No tiene rival en la elaboración de un gag aparentemente simple, incluso rudimentario pero cuya eficacia depende de una sutil combinación de elementos diversos y de su perfecta sincronización. En su caso, son más bien las consecuencias indirectas de la opulencia y del poder lo que fustiga, y lo que infunde a su obra ese extraño tono, muy alejado de las críticas de tinte liberal”.

Esposo desde 1969 de la espléndida actriz, escritora y cantante británica Julie Andrews, a la que dirigió en seis ocasiones como protagonista de algunas de las comedias sentimentales y musicales más exitosas de las décadas de los setenta y ochenta, Edwards encontró en la figura mítica del patoso y desafortunado inspector Jacques Clouseau, personaje ciclotímico que encabeza la larga y lucrativa serie de producciones iniciada en 1964 por la United Artists con La pantera rosa (The Pink Panther) y cuya enorme repercusión taquillera se debió, en gran medida, a la participación en casi todas sus entregas, de uno de los actores cómicos más capacitados, originales y competitivos de la época: el británico Peter Sellers.

Inspirado en la vieja fórmula del slapstick, la comedia alborotada, extrema y desquiciante que con tanto ingenio encarnaron en los albores del cine los Chaplin, los Keaton, los Lloyd, los Linder o los Sennet, a los que homenajea constantemente en sus películas, su pasión por este género no le impidió acceder esporádicamente a otras temáticas más realistas y sombrías, como las que se abordan en Chantaje contra una mujer o Días de vino y rosas, dos excepciones magistrales en su extenso recorrido profesional, donde deja patente su destreza en el manejo de otros registros diametralmente opuestos a los que nos tuvo acostumbrados desde sus inicios profesionales.

En la primera, basada en la novela The Gordons Operation Terror, de Mildred Gordon, e interpretada por Lee Remick y Glenn Ford, el cineasta nos sumerge en una turbia y asfixiante trama criminal envuelta en un clima de pesadilla en la que Kelly Sherwood, una empleada de banca, está siendo víctima de un chantaje por un desconocido que le exige a cambio de salvar a su hermana, a la que mantiene secuestrada, que robe cien mil dólares del banco en el que trabaja y se los entregue. Primera incursión del director en los terrenos del thriller -la segunda fue con Diagnóstico asesinato (The Carey Treatment) en 1972, junto a James Coburn y Jennifer O´Neil- donde vuelve a demostrar su dominio de los resortes narrativos de un género que, como la comedia, insisto, goza de una larga e ilustre tradición en el cine norteamericano.

Tampoco el western le resultó ajeno. En 1971, tras el éxito rotundo del musical Darling Lili, dirige, con William Holden como cabeza de cartel, Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers), un relato entroncado con las nuevas tendencias que marcaron en aquellos años filmes como Grupo salvaje (Wild Bunch, 1969), Los profesionales (The Professionals, 1966), Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) o Nevada Smith (Nevada Smith, 1966), aunque seriamente perjudicada por los numerosos cortes que sufrió por parte de la productora, convirtiéndola, según sus propias palabras, en una obra absolutamente “irreconocible”.

Pero la sorpresa que supuso para crítica y público tres películas tan alejadas de los temas habituales de este director fue sobrepasada, un año después, tras el estreno de Días de vino y rosas, una dura e implacable radiografía de las sobrecogedoras secuelas del alcoholismo, que ha quedado fijada firmemente en nuestra memoria como una durísima advertencia, no exenta de cierta compasión, sobre una de las adicciones más autodestructivas que se conocen. El filme, que junto a Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), de Billy Wilder, constituyen el mejor testimonio sobre tan indeseable lacra que haya ofrecido nunca el cine, parte de un guion de J.P. Miller, inspirado en su novela homónima y con un reparto encabezado por dos intérpretes en perfecto estado de gracia: Lee Remick y Jack Lemmon. Su estructura visual, heredada del mejor cine negro de los años cuarenta es obra de Philip Lathrop y su banda sonora, como en casi todos los filmes de este cineasta, corrió a cargo del inimitable e imprescindible Henry Mancini.

Pero volvamos al territorio de la comedia, ámbito en el que Edwards desarrolló el noventa por ciento de su carrera cinematográfica y el que mayor crédito le aportó, sobre todo en las taquillas. En este terreno, qué duda cabe, hay una película cuyo peso específico queda reflejado, no solo en la calidad de su realización ni en el rol inolvidable que en ella desempeña una estrella tan cautivadora como Audrey Hepburn, ni en los sutiles compases musicales del maestro Mancini, sino en la capacidad que tuvo, tiene y tendrá para adherirse como una ventosa a nuestro imaginario cinematográfico. Se trata naturalmente de Desayuno con diamantes, una de las piezas icónicas de la comedia sentimental, a partir de la novela de Truman Capote, que nos acerca al excéntrico y romántico mundo de Holly, una joven soñadora cuya aspiración de casarse con un millonario comienza a debilitarse cuando conoce a Paul Varjak (George Peppard), un joven y solitario escritor del que se enamora perdidamente.

También con Sellers como protagonista, Edwards vuelve a cosechar otro de sus grandes éxitos siete años después con El guateque, una formidable representación del show business hollywoodiense, focalizado en Hrundi, un modesto figurante de la India que llega a Hollywood para intervenir como extra en una superproducción de corte histórico que, tras ser invitado por error a una lujosa soirée nocturna en la mansión de un importante magnate de la producción , desata, malgré lui, una cadena interminable de estropicios que concluirá en una estrepitosa kermesse, hábilmente adornada por una explosión visual de claras alusiones al movimiento, tan en boda en aquellos años, del flower power. Se trata sin duda de una de las cimas del género y de uno de los hitos más representativos de la gloriosa cosecha cinematográfica de la década de los años sesenta en el ciConviene recordar que este filme, ajeno por completo al perfil conservador que mostraban la mayoría de las comedias rodadas antes de aquel año, se cuece y se estrena en plena efervescencia del movimiento New Hollywood, periodo de importancia crucial en los cambios de paradigma del nuevo cine americano y que propiciaría la aparición de un cine mucho más crítico e inconformista. El propio Edwards insistiría en este mismo planteamiento, aunque con mucha menos enjundia, con películas como La semilla del tamarindo (1974), La mujer perfecta (1979), Sois honrados bandidos (SOB, 1981), Mis problemas con las mujeres (The Man Who Loved Women, 1983), Micki y Maude (Micki and Maude, 1984), El gran enredo (A Fine Mess, 1986), Cita a ciegas (Blind Date, 1987) o Ese fantasma es mi jefe (Justin Case, 1988), la mayoría de las cuales no hacen más que insistir en la misma fórmula pero con evidentes signos de agotamiento en no pocos casos.

En 1982, tras dirigir Sois honrados bandidos, otra divertida diatriba sobre el mundo del espectáculo, con su esposa como protagonista, escribe, produce y dirige ¿Victor o Victoria? Edwards, más irreverente que nunca, narra con irónica complacencia la historia de una cantante que finge ser un hombre fingiendo a la vez ser una mujer. Inspirada en Viktor und Viktoria, una producción germana de 1933 dirigida por el judío alemán Reinhold Schünzel donde se pone continuamente de relieve la ambigüedad sexual como elemento muy común en el mundo del Music Hall, la película contiene muchos de los momentos estelares en la filmografía de este director. Con Julie Andrews encabezando nuevamente el reparto y con James Garner y un sensacional Robert Preston en la piel de un gran divo del travestismo, ¿Victor o Victoria? figura, y con razón, como una de las comedias musicales más hilarantes, románticas y transgresoras que ha originado el género en toda su historia.

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