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Cine

El héroe imperturbable

Pronto se cumplirán 40 años de la desaparición de Henry Fonda, uno de los intérpretes más elogiados, influyentes y carismáticos de Hollywood

El actor Henry Fonda. | | ELD

Hace algún tiempo, y en medio de una amalgama de amargas impresiones sobre la guerra que golpeaban insistentemente mi cerebro, tomé la decisión de revisionar, una vez más, la versión canónica de la mítica novela de León Tolstói Guerra y Paz, la que dirigió en 1956 con pulso firme el maestro estadounidense King Vidor, acompañado por un amplio y lustroso reparto (Vittorio Gassman, Herbert Lom, Audrey Hepburn, Anita Ekberg, John Mills…) y con la valiosa participación del eminente director de fotografía británico Jack Cardiff.

Una obra cinematográfica imperecedera que esboza, como pocas, las devastadoras secuelas materiales, emocionales y psicológicas que provocó en el pueblo ruso la invasión del país por el poderoso Ejército napoleónico en 1805 y que, pese a su escasa repercusión taquillera, se convertiría, con el paso del tiempo, en una pieza imprescindible para la comunidad cinematográfica internacional.

La elección de este filme para un visionado tan improvisado surgió, no solo por la abrumadora calidad artística que lo envuelve, sino, y sobre todo, por el recuerdo que guardamos de Pierre Bezukhof, el intelectual apesadumbrado y errabundo que representa los valores democráticos y solidarios frente al escenario de barbarie instalado por los invasores y que encarnó, con su proverbial talento, el gran Henry Fonda (Nebraska, 1905/California, 1982), actor de cuya muerte se cumplirá muy pronto su cuarenta aniversario.

Creó, sin pretenderlo, su propio estilo de actuación, que serviría de inspiración y de modelo a varias generaciones

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Contemplar al noble y pacifista Bezukhof deambulando por el campo de batalla intentando parar el baño de sangre que muestran los helados escenarios de su amada Rusia sigue constituyendo, casi seis décadas después, uno de los momentos más gloriosos del cine de matriz pacifista, género que tanto juego dio en el cine estadounidense durante aquellos años y que hoy cobra, desgraciadamente, una actualidad inusitada.

Fonda, a quien le hemos visto encarnar a lo largo de su provecta trayectoria profesional a personajes de un perfil muy similar al del conde Bezukhof, como el joven ex convicto en paro, acusado de un crimen que no cometió en Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), el primer thriller estadounidense que dirigió Fritz Lang; el pistolero taciturno de La venganza de Frank James (The Return of Frank James, 1940), también a las órdenes de Lang; el atormentado ex agente de la ley Wyatt Earp en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946); el sacerdote huido de la justicia de El fugitivo (The Fugitive, 1947), ambas dirigidas por John Ford; Manny, el músico de orquesta acusado falsamente de perpetrar un atraco en Falso culpable (The Wrong Man, 1956), de Alfred Hitchcock; el jurado insobornable de Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957), de Sidney Lumet; el templado comisario de policía de Brigada homicida (Madigan, 1968), de Donald Siegel; el obrero trashumante de Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940), de John Ford; el presidente norteamericano de Punto límite (Fail Safe, 1963), de Sidney Lumet; el inspector de policía que investiga la carrera criminal de un serial killer en El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968), de Richard Fleischer, o el ambiguo y audaz alcaide de El día de los tramposos (There Was a Crooked Man…,1970), de Joseph L. Mankiewicz, representa el máximo exponente de una escuela interpretativa que encontró en la contención gestual y en la introspección sus principales fuentes de energía expresiva.

Fue, llamémosle así, el genuino actor cinematográfico, el hombre provisto de una innata destreza para expresar el mayor número de emociones a través de la menor cantidad de gestos y, a pesar de que han existido en la historia del cine muy pocos colegas dotados de su prodigiosa inteligencia emocional, Fonda creó, sin pretenderlo, su propio estilo de actuación, que serviría de inspiración y de modelo a varias generaciones de actores que veían en su figura la viva encarnación de la serenidad y del equilibrio, de la expresividad sin excesos al servicio de un oficio que ejercía con un riguroso sentido de la sobriedad, todo un paradigma de sobriedad, de justeza llevada casi al límite de lo inexpresivo, de lo puramente funcional, sin que ello significase que fuera un intérprete carente de intensidad interior, al contrario, ya que precisamente en esta actitud naturalista y plenamente convincente que supo conferir a cada una de sus inolvidables actuaciones -muy distintas entre sí- se encuentra, paradójicamente, la clave de una expresividad suprema.

Lo externo era en Fonda como una especie de transpiración de lo interno, al operarse en él esta misteriosa fuerza comunicativa de los grandes actores que le permitía transmitir los más profundos sentimientos a través de los gestos y actitudes más comunes. A medida que avanzaba en su carrera, iba esquematizando más y más su estilo hasta dar con una especie de abandonado hieratismo de extraordinario vigor emotivo.

Pero la clave de su tremenda intensidad no residía solamente en su figura taciturna, como abandonada a sí misma, sino también en sus ojos claros perdidos en la lejanía, fijos, aparentemente impasibles, que constituían el reflejo de un espíritu que se integraba completamente en aquello que nos quería reflejar, y que se integraba transfigurándolo hasta convertirlo en una sublimación, en una verdadera obra de arte, en resumidas cuentas.

Su última interpretación en la comedia crepuscular de Mark Rydell En el camino dorado (On Golden Pond, 1981), junto a la gran Katherine Hepburn y a su hija Jane, actuación por la que obtuvo su segundo Oscar y Hepburn su cuarta estatuilla, constituye una perfecta muestra de su inimitable personalidad ante las cámaras. Cuando leíamos el miedo, el desencanto, la furia en sus ojos, no eran sentimientos que acababan en sí; diría que no eran siquiera «esos» sentimientos, sino su traducción artística en un lenguaje que, de tan sutil, no admite más descripción que la pura poesía. «Con sus impostaciones estrictamente veristas, perfectamente apoyadas en la realidad, tamizadas a través de una sublime intensidad interior -según las palabras de Federico Fellini- Henry Fonda se convirtió, desde sus orígenes profesionales, en un auténtico poeta de la interpretación».

Fonda representaba la imagen del buen amigo, del compañero en el que confías ciegamente, sin dudas ni reservas

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La nobleza y natural bonhomía que desprendía cada rincón de su desgarbada figura le capacitaron desde muy joven como el intérprete ideal para encarnar al héroe moralmente inexpugnable de tantos y tantos westerns que guardamos celosamente en nuestra memoria cinéfila. De ahí que nos sorprendiera verle bajo la piel del avieso y cínico pistolero de Hasta que llegó su hora (C'era una volta il West, 1968), la obra monumental del gran Sergio Leone en la que muestra la ostentosa amoralidad de un personaje aborrecible al que se consagra en cuerpo y alma con una habilidad transformativa sorprendente. Tanto que llegaría a provocar, entre sus defensores más puristas, una cierta reacción de rechazo como no se había producido nunca antes.

Para los espectadores, para quienes entramos plácidamente en el juego de las sombras y nos proyectamos fervientemente en ellas, Fonda representaba la imagen del buen amigo, del compañero en el que confías ciegamente, sin dudas ni reservas. La integridad moral que proyectaba a través de su acuosa y melancólica mirada en decenas de películas que transitan hoy por las zonas más diáfanas de nuestra memoria fue, sin duda, la patente que le permitiría su integración con pleno derecho en el cuadro de honor de las grandes personalidades que han contribuido a transformar el cine en uno de los medios de expresión artística más sutiles, sólidos y versátiles de nuestro tiempo.

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