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AMALGAMA

La cámara Kirlian

Imagen captada con una cámara Kirlian. | | BUELTEMAN

Mi compañera en los primeros años noventa era un espíritu curioso y explorador. Había acudido, en Madrid, a una conferencia de un rabino de Tel Aviv, y salió antes de tiempo porque le pareció una estupidez lo que decía. Absolutamente ajena a lo que el rabino decía, se lo llevó, sin embargo, de calle, y fue la única que, contraviniendo las normas de pureza que prohíben que un rabino sea tocado por manos de mujer, lo abrazó amistosamente cuanto quiso cuando luego, en los talleres, fue ella la elegida por él dado que la veía como un ser especial a la que estaba unido de alguna manera.

Y he aquí que, en lo que ella escapó de la mentada conferencia del rabino, aprovechó para ir a retratarse en una cámara Kirlian, que detecta un campo de color que simula lo que míticamente se conoce como «aura» y que rodea a los seres vivos. El resultado fue el alboroto del camarero, o sea, del señor encargado de la cámara, quien, al comprobar la foto, vio que no tenía el más mínimo rastro de aura. Nos quedamos preocupados porque era como si nos tropezáramos a alguien que no tiene sangre circulando por las venas.

Más adelante ocurriría algo que aclararía el misterio. En un receso de las conferencias, un Relaciones Públicas de Iberia amigo nuestro, que mi compañera conoció en un seminario que Jacobo Grinberg había dado en Las Palmas, estaba encargado de la organización interna y aprovechó para sentarnos al lado de un chamán, al que me voy a referir ahora como Iván. Enfrente estaba Carlos Ortiz, estudioso de los textos místicos de Santa Teresa, más allá Antonio Karam, alumno de sánscrito con Chogyam Trungpa, y el propio Jacobo, a quien solo le faltaba flotar por el éxito del evento.

El chamán Iván había inventado una especie de estructura de carpintería para curar. Era como un temazcal prêt-à-porter, a saber: en su casa de México introducía al paciente en una habitación, lo rodeaba de mantas y, en una sauna de su invención, lo hacía pasar sucesivamente de una fuerte temperatura caliente a otra extremadamente fría. Se producía un efecto sauna parecido al de los temazcales practicados por los indios norteamericanos, y luego pasaba a limpiar el aura del paciente con hierbas especiales de romero, con lo que optaba a la curación. No menos curioso era otro chamán, también mexicano, llamado don Rodolfo, cuya perorata era predicar el amor y a Cristo.

Había don Rodolfo fundado en México una iglesia sincrética espiritualista, y allí practicaba sus curaciones. En una conversación que tuvo con mi compañera le predijo que el Relaciones Públicas y ella se habían encontrado en vidas anteriores y eran almas gemelas. Con el tiempo averiguamos que se había equivocado: no era gemela sino quintilliza. Después de otras muchas advertencias de don Rodolfo, a quien siempre Jacobo llenaba de electrodos para comprobar en qué momento entraba en estado Alpha con gran eficacia electroespiritual, regresé a Canarias y dejé allí a mi compañera.

Recuerdo que cuando me despedí de ella en el hotel Las Alondras, noté algo raro que no sabía qué era. La noté distante. Su pulso, su cuerpo, estaba descompuesto, ligeramente febril. Pensé que sería la menstruación. En el hotel sonaba una canción de la irlandesa Sinead O’connor, me subí a un taxi y volvió a sonar la misma canción fatal. Pues la misma noche en que llegué de Madrid sonó el teléfono de madrugada en mi casa de Las Palmas. Lo cogí, sobresaltado, y era mi compañera. Me llamó para informarme de que ya no estaba alojada en la casa en la que la había dejado, pues tan pronto como anocheció comenzaron a oírse una serie de ruidos y golpetazos, ante lo cual optó por por llamar al Relaciones Públicas quien, tras investigar por toda la casa, encontró a un murciélago en el salón, cosa poco habitual. Buscó, pues, alojamiento fuera de allí y me llamaba desde el Hotel Diana.

A la siguiente noche, de nuevo de madrugada, me llamó nuestro amigo el Relaciones Públicas, esta vez para comunicarme que habían tenido que hospitalizar a mi compañera, ya que le había atacado un fuerte dolor en los riñones. No había peligro, aunque era muy doloroso, cólico nefrítico. Al día siguiente se había recuperado, y ya no estaba en el hospital, sino en el monasterio en el que tenían lugar los talleres de los chamanes. Regresada de la clínica, no obstante, los dolores le retornaban recidivantemente. A sus pies llegaba toda la cohorte de chamanes y sanadores que había en el monasterio, a curarla con sus respectivos saberes. Don Iván la bañaba con agua muy fría para luego bañarla con agua muy caliente. Don Rodolfo la cubría de rezos. Y un amigo médico le pasaba un cristal de cuarzo para tratarla. Y así.

Lo cierto es que el dolor seguía, y mi compañera no tenía fuerzas, o no tenía ganas, de empezar a discutir con cada uno de los sanadores si eran efectivos o no los diversos tratamientos. El dolor seguía en aumento. Carlos Ortiz, presente, vio cómo mi compañera perdió el conocimiento, se quedó ida, como momia. En efecto, a consecuencia del dolor o del susto, había salido de su cuerpo, y en ese momento estaba viéndose a sí misma desde fuera de la ventana, atacada por aquella tropa de curanderos ad hoc, y ella tan tranquila.

Tres años después me encontré con mi amigo el médico del cuarzo y éste me manifestó que a poco de aquello, el cristal de cuarzo le reventó en pedazos y le dio a él un cólico nefrítico tan grande que tuvo que recibir, a su vez, cuidados de urgencia. Mi compañera, de una tacada, había pasado su mal a nuestro amigo médico y, a la vez, había salido de su cuerpo con su doppelganger. La cámara Kirlian no había fallado, solo había que interpretar lo que estaba pasando.

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