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La España del más Allá

El territorio ya no se concibe como un espacio donde habitar, sino un paisaje cosificado con características sexualizantes

Instantánea tomada durante una celebración de exaltación franquista en la antigua colonia de Guinea española. | | ELD

Antes, la única manera de pisar la España del más Allá era en barco. Hoy en día, y aunque este medio de transporte sigue conectando el mundo, para algunas cuestiones, el avión va ganando adeptos. Pero volvamos a ese antes donde Agustín Miranda Junco arribó a Santa Isabel, actual Malabo, y pisó la Guinea Española persiguiendo la promesa de restituir el sueño Imperial Español en los territorios africanos.

En este texto no planteo hacer una reflexión sobre el barco como conector de los territorios de Ultramar, y las relaciones producidas entre el Atlántico Sur y Norte de los últimos siglos. Tampoco pretendo hacer un análisis sobre la antigua provincia española, ni la Guinea Ecuatorial actual, es más, me atrevería a decir que me enfrento a dicho territorio desde el casi absoluto desconocimiento que no va más allá de algunos amigos y libros. Si bien, el citado desconocimiento también daría para escribir un ensayo, donde preguntarnos, todos, cómo una persona que proviene del sistema educativo español lo único que aprendió en su proceso educativo obligatorio fue el desconocimiento de Guinea Ecuatorial. Su no existencia. Su historia de silencio, al menos en la historia de la actual España. No obstante, y como me recordó un amigo que justamente es ecuatoguineano, los silencios hablan. En este sentido, nosotros hablábamos sobre los silencios históricos de Canarias. Unos silencios –ambos– que son de la España del más Allá. No porque no sean historia de España, sino porque la historia de España los envía al más allá de su historia, los desaparece del mapa simbólico, y del no tan simbólico.

Pero tras esta reflexión, volvamos a Guinea. A esa Guinea en la que Miranda Junco está buscando el sueño imperial. Así, mediante una embarcación muchos tipos de personas pueden llegar a un lugar determinado, unos por obligación, otros escapando de una realidad para adentrarse en una nueva y, otros tantos, en busca de un territorio que ya existe en su cabeza. Y es esta última cuestión la que me ha perseguido durante la lectura de Cartas de la Guinea. Se puede decir que el autor ya sabe a dónde llega, al fin y al cabo, las llama nuestras posesiones.

Él nos transmite en sus textos un paisaje excesivo, ardoroso, fogoso, nos relata que Santa Isabel es una doncella encantada y que, en el interior de Río Benito, la selva se torna en una orgía vegetal. El territorio ya no se concibe como un espacio donde habitar, sino un paisaje cosificado con características sexualizantes donde los cuerpos humanos nativos lo ocupan haciendo baleles con ropajes exóticos. Claro está que los paisajes fogosos no existen, tampoco lo exótico. Sin embargo, lo que sí existe es el que construye ese exótico.

Es decir, aquí el acto de mirar no es echar una ojeada o contemplar un hábitat determinado, sino reproducir el imaginario colonial sobre un lugar colonizable. El poeta y escritor configura un paisaje que nace en el centro imperial, expandiéndose hacia el sur, hacia el ecuador, hacia la España del más Allá, a través de un ideal compuesto por espacios salvajes, y arrebatados, cubierto por unos cuerpos intratables. Es más, se necesita encontrar dicho paisaje que fisure su construcción política de lo armónico y civilizado para poder colonizar, educar y moldear al gusto y las necesidades del Imperio añorado.

En definitiva, la Hispanidad, en su sueño imperial, aceptó una cierta diferencia territorial con un centro pronunciado, aunque siempre supo que los llamados paisajes fogosos y exóticos quedaban en la España del más Allá, esa a la que había que civilizar.

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