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Amalgama

El código de lo extraño

Juan Ezequiel Morales El Día

Corría el tiempo vertiginosamente en los años noventa del pasado siglo, y había yo localizado una forma de conseguir objetivos a través de ciertos códigos extraños introducidos en los textos públicos, cuando decidí acudir a Tenerife a visitar dos lugares. Uno de ellos, llevado de la mano de un antiguo amigo independentista, era un litófono escondido en una de las zonas más escarpadas de Teno Alto, es decir, una piedra de grandes dimensiones, el doble de nuestra altura normal, que al ser tocada emitía música, y que, desde muy antaño, se había convertido en lugar al que peregrinaban parejas a buscar la fertilidad. El otro lugar era también escarpado, cercano a la Fuente de Pedro, y ahí buscaba unas grabaciones en un árbol, denominadas por los listillos psicólogos occidentales pareidolias, y que no eran otra cosa que la aparición de imágenes de seres sagrados, a partir del azar de una excrecencia en la corteza arbórea.

Como eran tareas de escrutación preguntando aquí, allá y acullá, pedí ayuda a una amiga periodista de casos extranormales, muy famosos en aquella época, y cuya periodista era, no obstante, escéptica al respecto. Sólo buscaba la explicación racional, y ya se había llevado un chasco en un campo de cebollas en el norte de Gran Canaria, que había resultado pisoteado por un gigantesco aparato en forma de platillo volante y que había descendido sin permiso sobre el huerto de un campesino, que estaba enfadadísimo al haber perdido, por aplastamiento, la cosecha de la estación.

Pero volvamos a Tenerife. Llegué y fui a una visita profesional consuetudinaria. En aquella época era yo menos poderoso dinerariamente y alquilé un Seat Panda, que dejé aparcado en la calle, tiempos en los que ni la zona azul, ni los garajes, se usaban, porque había espacio para todos. Cuando había terminado con mi cliente bajé, para coger el coche, e ir a buscar a mi amiga periodista, que estaba esperando en la puerta de la oficina de la que yo salía. Subimos al vehículo y notaba yo como si fuera más amplio. Empecé a pensar que el itinerario que iba a emprender ya empezaba a distorsionar mi percepción, hasta que al dar marcha atrás para salir, fui, obviamente, a mirar por el retrovisor, y no estaba. ¿Qué había pasado, y por qué yo había sentido en mi intuición que el espacio del vehículo era más grande? No se trataba, en aquella ocasión, de ninguna experiencia paranormal, se trataba de que un maldito caco había entrado en el coche y se había llevado el asiento trasero y el espejo retrovisor. Miré a mi amiga y no me enfadé, sino que me reí, lo que ella recibió con extrañeza, ya sea hacia mi persona, ya sea a que del total de los hechos le faltaba algo para entender por qué actuaba yo así, en vez de ser reactivo. Llamé a la compañía de alquiler, los informé, y procedieron a cambiarme el vehículo por otro disponible en aquel momento, un Opel.

Hice lo que tenía que hacer visitando el litófono y las pareidolias, y tomando nota en el cuaderno de campo de antropología, andrología e histerología. Y aquí viene lo bueno. En esas fechas yo vivía una situación sentimentalmente irregular, y mi partenaire, persona de gran poder para detectar códigos de lo extraño, me advertía de que no debía yo llevar tanta velocidad con las emotividades, los deseos y la «dolce far niente». Tampoco es que tuviera yo vida de gigoló, sino que hasta tomar una copa de vino, comparado con el control rígido que llevábamos para esgrimir un espíritu guerrero y poderoso para con sí mismo, era equivalente a haber ido a una rave cargado de ácido lisérgico. Tal era el rigor con el que estábamos disciplinados ejecutando una serie de ejercicios de origen secreto que habíamos aprendido en México. Con esa carga psicológica volví, con el coche, al puerto de Tenerife, en busca de mi entonces partenaire, y embarqué hacia Gran Canaria, la busqué y acudimos los dos hacia Fuerteventura, a Morro Jable, a pasar una semana de retiro meditativo, y de lo que cuadrara en términos de dualismo físico.

El código  de lo extraño

El código de lo extraño juan ezequiel morales

Llegamos al puerto sur de Fuerteventura, y esa misma tarde, después de tomar un tentempié frugal en un bar a la orilla de la playa, con la espuma de las olas salpicándonos la piel, le dije a mi compañera de ir a ver la luna llena a Jandía, y con su permiso positivo nos montamos los dos en el Opel. A medio camino, con todo solitario, algún pajarraco cruzándose, la luna llena y amenazante, el viento que parecía venir desde los farallones del sur cercanos al muro donde la casa de los Winter, la carretera de tierra nos dio un susto y el coche empezó a resbalar peligrosamente en el empedrado. Mi compañera me miró como culpándome de que mi indisciplina hedonística era el motivo de que pasara aquello. Yo frené despacio, como pude, y no nos salimos de la carretera, afortunadamente. En un momento cruzaron por mi cabeza el coche desguazado por los cacos en Tenerife, el resbalón, y la indisciplina. Aquello se ponía agudo, y decidí volver. Decidimos volver, mejor dicho.

Llegando a Morro Jable tomé un desvío que bordeaba el hotel en el que nos quedábamos, y en esto que, inexplicablemente para mí, el coche empezó a ladearse. Yo iba despacio, en segunda marcha, y el coche se ladeaba más, y más hasta que ¡Catapún! Se volcó y nos encontramos mi compañera y yo, colgando de los cinturones de seguridad, boca abajo, ella mirándome todavía con más fuerza deíctica, reculpándome, y ambos ilesos en posición como haciendo el pino, pero sentados y colgando. Me desabroché como pude para salvarla de aquel despropósito, salí por mi parte cabeza abajo y arrastrándome, los vecinos del lugar corrieron a ayudarnos, la desabroché y la saqué lo más delicadamente posible. Y los lugareños nos ayudaron a poner el coche del revés a su posición normal. Nos informaron de que no éramos los únicos que habíamos sufrido el percance, pues esa parte de la carretera estaba sin arreglar y tenía sin señalizar un escalón casi invisible para los conductores.

Miré casualmente la marca del coche: Opel Corsa City. Mi compañera y yo recién estrenábamos una casa, y el edificio se llamaba City. Ligué todos los códigos de lo extraño, un coche que se quedaba sin posibilidad de cargar, un coche que volcó después de haber derrapado, y de marca igual a la casa que nos habíamos comprado para vivir. Tiempo después, evidentemente, ocurrió lo previsible: nos divorciamos. El código de lo extraño.

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