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Cuarenta años sin Fassbinder

El 11 de junio de 1982, un infarto acababa con la vida del referente más prolífico, radical y polémico del Nuevo Cine Alemán del siglo XX

El cineasta germano Rainer Werner Fassbinder. El Día

Evocar hoy, cuando se cumplen cuatro décadas de su prematura desaparición, la impresionante figura del cineasta germano Rainer Werner Fassbinder (Bad Wörishofen, Baviera, RFA. 1946/Múnich, RFA, 1982), referente por excelencia de la modernidad cinematográfica europea, equivale a repasar uno de los capítulos más fecundos, disruptivos e innovadores de la cultura alemana durante la segunda mitad del siglo XX, época en la que se fraguaron algunas de las producciones más icónicas y controvertidas del Nuevo Cine Alemán y en la que surgieron muchos de los más importantes cineastas de la época, como Werner Herzog, Volker Schlöndorff, Wim Wenders, Werner Schroeder, Peter Fleischmann Margarethe von Trotta o Reinhard Hauff.

Con El amor es más frio que la muerte (Liebe ist Kälter als der Tod, 1969), Fassbinder afronta su primera experiencia en el mundo del largometraje, con Hanna Schygulla, Ulli Lommel y el propio cineasta encabezando el reparto, tras un largo recorrido como dramaturgo y como director escénico en los teatros más prestigiosos del país. El filme, que ya apuntaba el clima invariablemente turbio y tenebroso que dominaría casi toda su obra posterior, participó en la sección oficial del Festival de Berlín compitiendo con títulos del calibre de Escenas de caza en la Baja Baviera (Jagdszenen aus Niederbayern, 1969), de P. Fleischmann; La vía láctea (La Voi lactée, 1969), de Luis Buñuel; Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969), de John Schelesinger, o Saludos (Greetings, 1968), de Brian de Palma.

Su debut aquel año en la Berlinale junto a algunas de las figuras más ilustres y veteranas del cine del momento le proporcionaría, pese al gélido recibimiento con el que fue recibido por la crítica internacional, una notoriedad inusitada, que aumentaría exponencialmente con películas cada vez más combativas y descarnadas con claras alusiones a la actualidad política y social de su país, que ya presagiaban la larga carrera de éxitos que jalonarían su intensa carrera como guionista y director en los tiempos de plomo con títulos del calado crítico de El mercader de las cuatro estaciones (Der Händler der vier Jahreszeiten, 1971), Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die Bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), Todos nos llamamos Alí (Angst vor der Angst, 1975), Fontane Effi Briest (Fontane Effi Briest, 1974), La ley del más fuerte (Faustrecht der Freiheit, 1974), El viaje a la felicidad de Mama Kuster (Mutter Küsters’fahrt zum Himmel, 1975), El asado de Satán (Satansbraten, 1976), El matrimonio de Maria Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1978) o Berlín Alessanderplatz (Berlin Alessanderplatz, 1980).

El más prolífico y controvertido de los autores del Nuevo Cine Alemán —el Pasolini del cine germano—, enemigo irreconciliable de la corrección política y de la tibieza con la que se despachó en su país la herencia del nacionalsocialismo en la administración general del nuevo Estado surgido en 1945, siempre dejó meridianamente claras sus intenciones a la hora de situarse tras las cámaras: «Hay que dar rienda suelta a la rabia: sólo dura mientras uno se la guarda, hasta que suelta la agresividad. Pero eso —decía— quiero hacer películas que reflejen ese sentimiento y que lleguen directamente a la conciencia del espectador, despertarle del letargo que le provoca una vida de continuo sometimiento a las reglas del establishment».

De ahí que, en 1982, el joven Fassbinder se convirtiera en uno de los principales impulsores del famoso Manifiesto de Oberhausen, redactado, entre otros cineastas de renombre, por Edgar Reitz, Peter Schamoni, Jean Marie Straub, Reinhard Hauff y Alexander Kluge en la vieja ciudad renana, sede del más veterano y prestigioso festival de cortometrajes del mundo, a través del cual se exigía un giro radical en los planteamientos ideológicos e industriales del cine alemán por «no responder, ni en sus formas ni en sus contenidos, a las exigencias de una realidad social y política tan incierta e inestable que se impone una revisión rigurosa y en profundidad del auténtico papel que está desempeñando nuestro cine en la actualidad».

Temperamental y dueño de una insólita brillantez intelectual, dirigió más de 40 películas en menos de 20 años de carrera

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Su recuerdo, envuelto siempre bajo un manto de tinieblas, se asocia, y con razón, a una de las etapas más turbulentas e inquietantes de la historia política de la Europa de posguerra. Sus películas, aún las menos afortunadas en el plano artístico, llevaban siempre el estigma inequívoco del escándalo, a pesar de que, según sus propias palabras, no era él quien se enfrentaba con el mundo sino el mundo contra él. La suya, por lo tanto, era una actitud claramente reactiva frente al status quo de la que jamás abdicaría. De carácter colérico, imprevisible, expansivo y temperamental, aunque dueño de una insólita brillantez intelectual, dirigió más de 40 películas en menos de 20 años de carrera, e hizo una abundante aportación a la literatura y el teatro como actor, guionista y director, además de desarrollar una labor ingente en televisión, medio para el que dirigió, dos años antes de su inesperado deceso, la legendaria Berlin Alessanderplatz, serie monumental donde se describe, con aspereza, realismo y objetividad, la crisis que se abatió sobre Berlín en 1928 y que abrió las puertas de par en par al devastador populismo del Tercer Reich.

Trabajaba de una forma tan febril y vertiginosa, tal era el frenesí con el que abordaba sus proyectos que, se cuenta, que en una ocasión escribió un guion completo durante un vuelo entre Nueva York y Múnich. Nunca conoció el reposo ni la pausa porque si se detenía creía que su imaginación se paralizaría fatalmente y su talento menguaría sin remedio, a pesar de los insistentes consejos de muchos de sus amigos más leales y sus sucesivos amantes, especialmente los que, día tras día, les brindaba su fiel compañero de rodajes y ayudante de dirección Harry Baer, autor al alimón de una muy singular biografía del cineasta (Ya dormiré cuando esté muerto, Seix Barral, 1986) donde se destaca la furia volcánica con la que activaba «su adictiva consagración al cine como forma sustitutiva de la vida».

Vivió, eso sí, sin bajar nunca la guardia ante una sociedad que todavía conservaba intactas algunas de las estructuras del viejo régimen, denunciando sin paliativos la continua represión que ejercían sobre el pueblo alemán los aparatos propagandísticos del Estado, al tiempo que sacudía con sus soflamas los cimientos de la moral tradicional, poniendo de relieve la fragilidad de la Democracia en un sistema con fuertes anclajes en un pasado todavía demasiado presente en la memoria de su país como para que su influencia pudiera resultar inofensiva. Su condición de homosexual militante, que aireó siempre sin la menor reserva, se sumó asimismo a la extensa nómina de agravios que lo convirtieron en el paradigma más elocuente del artista maldito, inadaptado e indómito.

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