eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los abajo firmantes

«He visto a los mejores cerebros de mi generación pudrirse de aburrimiento en una caseta», enarbola el narrador Alberto Olmos

Un escritor firma un ejemplar en una feria del libro. | | ALBA VIGARAY

De San Telmo al Retiro madrileño. Suena mucho más prosaico, pero también más razonable y accesible que el mítico trayecto de Unamuno De Fuerteventura a París. Es curioso: las Ferias bibliadas mejoran. Se modernizan y multiplican su geometría polícroma (ahí está, para corroborarlo, el indiscutible buen hacer de Jorge Balbás), pero cada vez es más difícil saber quién es el lector y dónde se le encuentra. Y se emborronan, también, las líneas divisorias entre la alta literatura y la de consumo ordinario. Ya lo dijo de manera inmortal y polivalente Charles Baudelaire: «El mundo funciona gracias al malentendido». Y contradiciendo al propio Unamuno, no es verdad que -al menos en esta era silente y dominada por las líneas rojas, el cordón sanitario y la zona de confort de la autocensura- todo el mundo hable de la feria según le va en ella.

Si tuviera que ilustrar con un solo trazo la intrahistoria (otro unamunismo) de lo que ocurre en las ferias bibliadas, repararía en este hábil microrrelato de La hormiga escritora de David Lagmanovich sobre su más ilustre compatriota: «Era ciego y caminaba por la calle Florida con un bastón blanco, apoyado en el brazo de una robusta criada, pero no era Borges». Un buen modo de entrarle al monumento a los malentendidos de la libresca granja de espejos, con rediles hechos, tal vez, del mismo material que sus eventuales urinarios.

En el abultado anecdotario de equívocos, Juan Manuel García Ramos suele distender a sus alumnos de literatura hispanoamericana, con esta elocuente leyenda protagonizada por los ínclitos premios Nobel del boom, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Se le acercó una señora al escritor peruano, y tras adularlo y llenarlo de parabienes un buen rato, le remata: «¡Usted ha cambiado mi vida, señor Vargas. Soy otra persona desde que leí su Cien años de soledad».

Pero, en este aspecto de las confusiones, sobresale el testimonio de Augusto Monterroso, a propósito de su consabido microrrelato: «Cuando se despertó el dinosaurio todavía estaba allí». Va de aquel refinado lector que se le acercó a que le firmara en una feria de esta guisa: «Admiro sus narraciones, de veras. Me está gustando especialmente la del dinosaurio; ya voy por la mitad».

El propio Borges es motivo de leyenda sobre el secular hallazgo de ejemplares dedicados en las librerías de ocasión. Cuando su colega y paisano Juan Filloy encontró en una de ellas el que recién le había enviado —«Para Borges, con afecto»—, lo compró y, añadiendo «Con renovado afecto», se lo volvió a enviar.

Sin salir del recinto ferial, no pocos autores y autoras de los que antaño se apellidaban literarios, resultan ahora solapados por un fenómeno al alza: gente famosa que, incluso con una incursión ocasional, aglutina largas colas, y hasta son confundidos con sus agentes y operarios. «De una feria no se puede esperar nada distinto de lo que ocurre de ordinario en la vida social», apunta Julio Llamazares, quien jamás olvidará la tórrida tarde vallisoletana en que se le acercó una mujer con su hijo pequeño con un tebeo de Ibáñez adquirido en la misma caseta; de nada le sirvió intentar disuadirla de que él no era el autor, ni siquiera Mortadelo o Filemón, y ante la rabieta del niño y la insistencia implorante de la madre, no tuvo más remedio que firmarles: «Por poderes, Ibáñez».

A veces, sin embargo, el bochorno puede tener su recompensa. Rosa Montero evoca al matrimonio que discutía a un palmo de donde ella firmaba agazapada. Él no la veía, mientras reiteraba: «¡Rosa Montero, no, que no me gusta nada!», y la mujer le daba codazos con la cara cada vez más lila. Al rato, él volvió solo sobre sus pasos a comprarle el libro con su firma, en un acto de contrición.

«¡Todo muy tranquilito!», dicen, resignados, quienes firman a cuentagotas o, sencillamente, nada. Si Baudelaire revolucionó el sosiego cervantino de «Desocupado lector» con su «¡Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano!», portado en relevos (Eliot, Gil de Biedma), Severo Sarduy llevó al paroxismo cualquier invocación posible, con su «Tarado lector». De ahí, tal vez, el ya afónico aullido que detecta Alberto Olmos entre los nietos de Ginsberg: «He visto a los mejores cerebros de mi generación pudrirse de aburrimiento en una caseta». Y, como medida de marketing —irónica, supongo—, conmina a los letraheridos a firmar con sangre de las yemas de sus dedos. De seguro, se venderían muchos más libros.

Rafael Argullol improvisa una útil taxonomía sobre las diferentes ferias en que ha participado: La más exuberante: Guadalajara. La más racionalista: Turín. La más impenetrable: Moscú. La más desbordante: Buenos Aires. La más exótica: Zacatecas. La más pesada: Frankfurt. Autor de narrativa, ensayo y poesía, sabe al dedillo que ese es el orden en que van menguando, en regresión geométrica, las preferencias de los compradores de autógrafos.

Sin embargo, un fenómeno muy novedoso, que va en aumento, es el de los ciberpoetas e influencers del metaverso, que logran vender, en paralelo, decenas de miles de ejemplares en papel. Un enigma para muchos poetas veteranos, subsumidos al imperativo categórico de Eduardo Torres, el voluntarioso editor cultural de Movimiento perpetuo: «¡Poeta, no regales tu libro, destrúyelo tú mismo!».

Al embajonado aspirante a firmas, le queda comulgar con los fértiles descoloques del propio Monterroso, cuando proclama, por ejemplo: «Escribo para niños a condición de que me lean cuando sean adultos». Y ponderar, de paso, el aforismo de Jorge Wagensberg: «Quien ha leído un solo libro tiene más problemas que quien no ha leído ninguno». O el no menos inquietante de Marco Denevi: «He escrito la mitad de lo que quería escribir y publicado el doble de lo que debí publicar». O acogerse al recurso de amparo de Francisco Pino: «Me negaron el pan y la sal, pero comí de lo otro». Fascinante apotegma, podría decirse al abandonar la feria; al menos, ya voy por la mitad.

Compartir el artículo

stats