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Contextos de arte

La Gioconda, el Louvre y el chicle

‘L.H.O.O.Q.’ es una obra de arte de Marcel Duchamp. | | EL DÍA

Los museos como lugares donde las musas han dejado testimonio de su inspiración en los humanos en las obras que albergan se han convertido en espacios de culto. La sociedad ha consensuado en torno a estos edificios un patrimonio que considera que debe ser cuidado, preservado, estudiado y divulgado como legado para las generaciones futuras. Son esas cajas del tiempo las custodias de piezas únicas, testimonio de la excepcionalidad del ser humano dentro del mundo natural. Por eso, cualquier tipo de agresión que sufra alguna de esas obras tiene una dimensión mayor que la que pueda tener una reivindicación pausada en la puerta de un ministerio, un grupo de personas cortando las calles de una gran ciudad, o un eslogan o meme que haya inundado las redes como trending topic del día.

Sí, la Gioconda ha sido agredida (de nuevo). La surrealista situación, un joven con peluca y en una silla de ruedas, llega sin dificultad donde está la obra y le tira una tarta. El motivo, llamar la atención sobre la grave situación de contaminación en la que se encuentra el planeta. Sin saberlo, también ha llamado la atención sobre otras cosas que están pasando en el Louvre, y en los grandes museos del mundo, todos los días: la incapacidad de poder detener una agresión en una obra de arte expuesta sin filtros a la muchedumbre. La mayoría de los museos contaban hasta finales del siglo XX con unos sistemas de seguridad aptos para su función primordial, conservación y salvaguarda. El primero de ellos, la educación. Las personas que se acercaban a estos lugares eran porque querían y tenían interés, no era una obligación social. Contaban con una formación y sabían lo que tenían delante, por eso, además de deleitarse de forma directa con la obra (algo mucho más sencillo por entonces pues no contaban con las hordas de gentes agolpadas sobre una pieza), disfrutaban de la experiencia como algo alentador para el espíritu. La segunda barrera, directamente vinculada con la primera, era el propio público de la sala. A nadie se le ocurriría atentar contra alguna pieza, pues no solo los vigilantes de sala, verdaderos baluartes de la seguridad de las obras, sino el público allí reunido permanecería impasible, tomando fotos y vídeos para colgar en sus redes sociales, como una experiencia más de esa performance en la que han tenido «la suerte» de presenciar, para así contar a sus amigos y descendientes. Yo estuve allí. Si estos dos sistemas de seguridad básicos fallan, falla el resto. Y es lo que se está viviendo en la sociedad contemporánea.

El Museo del Louvre lleva desde 2013 con problemas graves de seguridad en sus salas. Los propios vigilantes han dado cuenta de su problemática a la dirección, y se han puesto en huelga, pero no ha servido para atajar uno de los grandes problemas de los museos: las aglomeraciones de gente. Los vigilantes de sala están desbordados por unas avalanchas que tiran basura en las salas y pasillos del museo, sí, papeles, envoltorios, pañuelos usados, etc, y hasta un chicle pegado en el grandioso y monumental lienzo de las Bodas de Caná de Veronés. Pero esto no sale en prensa. Es la Gioconda la única que ha puesto voz a este problema.

Y es que la masificación, como una consecuencia de la llamada democratización de la cultura, no ha tenido una respuesta equilibrada en cuanto a la capacidad y seguridad en los museos. Tampoco la ha tenido la capacidad de respuesta de la sociedad, que no solo «falla» en los museos, sino también en la calle, en la escuela, en las familias, en el trabajo, en las relaciones, no se puede decir nada, porque tenemos que ser «políticamente correctos», porque todos tenemos derecho a expresarnos con libertad, atendiendo a una mala interpretación de lo que, en realidad, es la libertad de expresión. Y así, el joven de la peluca ha ejercido su derecho con un tartazo vehemente contra la Gioconda.

Los museos no son lugares para «selfis guais» para las redes sociales, son lugares donde se debe respetar lo que se expone, y a las personas que quieren disfrutar de ese momento. Es cierto que, quizá, la mala interpretación de las performances contemporáneas, Banksy destruyendo su propia obra; Arnulf Reiner tachando grabados del siglo XVII; o Duchamp pintando bigotes sobre una postal de la Gioconda, hayan, quizá, hecho creer que todo está permitido.

No, si la culpa va a ser de Duchamp.

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