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Arthur Miller, el teatro de la autojustificación

El autor de ‘Las brujas de Salem’ retrata la competitividad de los años de mayor auge del capitalismo en la Guerra Fría

Arthur Miller. | El Día

«Nunca he vivido aquí», confesó Arthur Miller en el acto de concesión de los Premios Príncipe de Asturias 2002. «Desde mi juventud», quiso recordar, «España ha ejercido sobre mi conciencia efectos especialmente importantes e incluso dramáticos», reconoció con cierto dolor el dramaturgo estadounidense cuando, al cumplir los veinte años, estalló la Guerra Civil española. «No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo», prosiguió conmovido al evocar el alzamiento de los generales Mola y Franco contra la República; también a algunos de los oficiales españoles que, en fechas posteriores al levantamiento del 17 de julio de 1936, se mantuvieron leales al estado de gobierno negándose, desde el primer minuto, a unirse a la sublevación. «Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo XX», insistió inquieto en su discurso para subrayar seguidamente que, apenas 30 días después de dar comienzo el conflicto, una treintena de naciones decidieron firmar un Acuerdo de no Intervención que sería violado por la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler al aprovisionar a las fuerzas golpistas con militares, tanques, aviones, armamento y otros pertrechos de destrucción masiva que generaron, por toda Europa, la sensación de que dicho conflicto podría expandirse. «Este fue, probablemente, el peor siglo de la historia».

Considerado como uno de los grandes dramaturgos de la crónica teatral norteamericana del siglo XX, Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española entre 1992 y 2006, destacó en un acto previo a la entrega de los premios en la categoría de las Letras cuáles habían sido las causas que llevaron al jurado al reconocimiento de su labor como maestro indiscutible del drama contemporáneo. «Con independencia del espíritu crítico», acentuó en su primera y única comparecencia ante los medios, «ha logrado transmitir desde la escena las inquietudes, los conflictos y las aspiraciones de la sociedad actual renovando así, la permanente lección humanística del mejor teatro».

En la breve historia literaria de los Estados Unidos de América, el teatro nace como imitación de la tradición dramática europea, sobre todo, del esplendor, en muchos aspectos, de las escuelas teatrales de Inglaterra que, desde el reinado de Isabel I en adelante, llevaron el arte escénico a su máxima expresión. En los años posteriores a la Guerra de Secesión, el ferrocarril ayuda a unir el país, promover funciones más allá del circuito de Broadway y formar un sindicato teatral que, con el tiempo, ayudará eficazmente a gestionar la diversidad de los espectáculos, formar actores y profundizar en su dimensión antropológica y anhelo de metamorfosis constante. Como herramienta exploratoria del conocimiento sobre la realidad y el hombre común, el teatro estadounidense posterior a la II Guerra Mundial, sobre todo el de algunos escritores y dramaturgos como Eugene O’Neill, Tennessee Williams y Arthur Miller, se construye sobre un cambio de perspectiva en la forma de presentar a los protagonistas en su totalidad. El cuestionamiento de los valores sociales de la colectividad norteamericana del momento, el languidecimiento de la fe, la ceguera espiritual, la acumulación desmedida de injusticia social, la dureza de corazón y la vida en el dolor y en el sufrimiento humanos como principios y raíz de toda justificación hacen que el teatro de finales de los años cuarenta y principio de los cincuenta se distancie de las preocupaciones filosóficas de la dramaturgia anterior, más bien, sustentada en la fe religiosa, la consagración a Dios, la salvación del mundo, el consuelo, la esperanza y la presencia de los bienes celestiales ya en posesión aquí en la tierra. Intentando desenvolverse en los márgenes de una sociedad en la que prima la cultura del esfuerzo, la igualdad de oportunidades ante la ley y el libre mercado, Joe Keller y Willy Loman en Todos eran mis hijos y La muerte de un viajante respectivamente, caminan hacia su inminente destrucción. Sin la ayuda de Dios, abatidos por la edad, la responsabilidad social e individual y la necesidad de vivir según una serie de principios que van perdiendo el sentido del bien y el mal, el mundo humano que reflejan sus obras trasciende el ambiente y los ideales de la clase media norteamericana que, con preponderancia económica e industrial sobre los demás países, comienza a dejar atrás el recuerdo de la guerra; también esa imagen shopenhaueriana fundamentada en el dolor y en el pesimismo que ahora parece, más bien, dirigirse hacia un estado deseable cuyo último fin es la optimismo y/o la felicidad que promueve el capitalismo.

Hecho a sí mismo, entregado enteramente a su profesión, simpático, abierto y extraordinariamente comunicativo, Joe Keller defiende al máximo los intereses de su familia, para él, lo más importante que existe en el mundo para cualquier persona. El envío al frente de piezas defectuosas para las funciones del ejército que le costará la vida a su hijo Larry y a algo más de una docena de jóvenes pilotos que perdieron la vida por las presiones del gobierno y la irresponsabilidad de su empresa, conducen inicialmente al protagonista de esta obra a la reafirmación de su conducta. Resistir, luchar y continuar adelante como si nada hubiera sucedido no le iba a afectar, pensó, o influir de manera angustiosa en el comportamiento con su mujer, sus amigos, sus socios y sus vecinos, enfrentándose, como era habitual en él, a la adversidad. Mal cálculo. Los diálogos que fluyen con naturalidad a lo largo de los dos últimos actos que conforman la obra esconden gritos de dolor y culpas que resuenan en su interior afectando finalmente a su psicología, la representación del mundo masculino y la estética sobre el mito del hombre en cada uno de los intentos por preservar, más allá de cualquier excusa, la lealtad a la familia y a la patria, aspectos, por otra parte, que Miller tratará de igual modo en el teatro de los 60 y los 70 con obras tales como El precio, Después de la caída y La protección del arzobispo.

«¡Yo tampoco lo quería de esa manera!», explica Joe Keller a su esposa instantes después de reconocer que, en su decisión fatal, pensó más en la supervivencia de la compañía para la que trabajaba que en la seguridad de los aviadores. «¿Qué diferencia supone eso en lo que querías? Os he mimado a los dos», explica airado a su mujer, Kate Keller, refiriéndose a ella y a su hijo Chris. «Lo que debí hacer es ponerle a trabajar a los 10 años, obligarle a pagar su manutención. Como hicieron conmigo. Entonces sabría cómo se gana el dinero. ¡Perdonarme! Yo hubiera podido vivir con un par de dólares por semana, pero tenía una familia y…». «Joe, Joe...», interrumpe Kate, «no es excusa el que lo hayas hecho por la familia». «Sí, es excusa», responde veloz lo que, para la sociedad norteamericana, es el cabeza de familia. «No hay nada más importante que eso. Yo soy su padre y él es mi hijo; y si hay algo más importante que eso, me pegaré un tiro».

Con actitudes, formas de plantearse la vida y situaciones que, efectivamente, evidencian que la obra dramática de Arthur Miller se desarrolla en un nivel mucho más profundo que el consciente, la tragedia de Willy Loman en Muerte de un viajante reside en la pérdida total del sentido de la realidad que pone de manifiesto ante los socios de la empresa para la que trabaja, sus amigos, sus vecinos y su familia. Débil, indefenso y atribulado, el supuesto vendedor competitivo que, firme en el sueño americano, rehúsa admitir que jamás le irá bien en los negocios, mucho menos acepta que su hijo Biff pretenda convertirse en un idealizado vaquero extraído de las historias románticas del western norteamericano en lugar de un ejecutivo influyente. Al negar de principio a fin la realidad en la que habita, Willy Loman vive total y enteramente desconectado de los problemas del ciudadano de a pie, sobredimensionando la incógnita de sus asuntos hasta perder la óptica del tamaño y el significado de las cosas que le rodean. «Porque en el mundo de los negocios quien sale adelante es aquel que causa impresión, el que tiene una personalidad interesante», explica el ingenuo businessman a sus hijos Happy y Biff en uno de los últimos diálogos del acto I intentando llevar a cabo, con ellos, el sueño americano, ser triunfadores en la vida y en el trabajo. «Aquí me tenéis a mí, por ejemplo. Yo nunca tengo que esperar para ver a un comprador. Willy Loman está aquí… Es todo lo que necesitan saber. Y yo entro directamente».

«Comprendo que siempre traté de pensar de modo diferente», aclara desesperado a su buen amigo y simpático vecino Charley que, en esta obra, no solo simboliza la voz de la razón, sino la acomodación de las ideas y la autojustificación de los principios y valores que extrae de Willy Loman en un mundo plagado de engaños y confusión. «Siempre me dije que si un hombre causaba una buena impresión, si resultaba simpático…. Es curioso ¿sabes? Después de tantos caminos, trenes y visitas al cabo de los años, terminas valiendo más muerto que vivo».

Queriendo recordar, por tanto, lo que ha sido y es nuestra cotidianeidad en el ámbito de las conexiones empresariales, las relaciones laborales y la dependencia social, el autor de Las brujas de Salem retrata la realidad competitiva de los años de mayor auge del capitalismo norteamericano durante la Guerra Fría con la crudeza que, de una manera tan poco conocida hasta entonces, se manifiesta no solo a través de la realidad dramática del sufrimiento humano, sino de los otros personajes que, en su vida alrededor de los que representan la universalidad y lo personalísimo del dolor, Joe Keller y Willy Loman en las obras que apuntamos, concentran sus miradas en ellos.

Reflejo inequívoco de la vida real, sin ajustes ni pericias adecuadas a un esquema previsto, y con retos e historias que el hombre de clase media norteamericana debe afrontar, el verdadero teatro del escritor neoyorquino es aquel que no se pone de espaldas a la vida y trata el mysterium doloris de la misma forma que se ocupa del mysterium hominis. «Un maestro del arte escénico», en palabras de Víctor García de la Concha, «un ejemplo de servicio desde el arte a la sociedad actual», con individuos que, al sentir una fuerte necesidad de que sus creencias, sus actitudes y su conducta sean coherentes entre sí, evitan caer en el desplacer aceptando la mentira como una verdad, sin motivaciones extrínsecas, haciendo trampas por si por algún motivo no pueden ser congruentes, manipulando ideas y creencias para hacer que cada una de ellas encajen entre sí de manera aparente, creando la ficción de que cualquier malestar no tiene razón de ser.

Es, por tanto, el hombre de la calle en el marco de las transformaciones sociales de EEUU a partir de los años cincuenta, una figura central ya no solo en el teatro de Miller, sino en el conjunto de la sociedad norteamericana de Truman y Eisenhower. Joe Keller y Willy Loman no son, por tanto, hombres de a pie, maridos comunes, varones corrientes o silvestres, sino personajes legos, sobre todo, en el ámbito del ser, dado que en ningún momento logran entender con cierta facilidad el abismo que existe entre su modo de actuar y de pensar. Algo parecido quiso expresar el propio Miller en el discurso que pronunció ante el heredero de la Corona de España en un momento de la velada de entrega de los galardones cuyo título reconoce la Constitución. En dicho acto, el autor de Panorama desde el puente recordó que «la agonía española [en los primeros compases de la Guerra Civil] se convirtió en clásica», justificando, los golpistas, la tragedia como un acto de recuperación de la virtud e integridad de un estado que —en consonancia con el pensamiento de Platón en el Teeteto cuando relaciona las nociones de verdad y de justificación— alentó el que «otros muchos gobiernos democráticos fueran derrocados por fuerzas militares que predicaban [según su propia defensa] la vuelta a los valores cristianos».

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