Dado que, a lo largo de su carrera, James Gray ha retratado a tantos hombres aplastados por la sombra de sus progenitores y condenados a seguir sus mismos pasos -en ficciones como ‘La noche es nuestra’ (2007), ‘Z, la ciudad perdida’ (2016) o ‘Ad Astra’ (2019)-, era casi inevitable dar por hecho que él mismo encaja en ese perfil. Pero a juzgar por ‘Armageddon time’, que al fin y al cabo es la película más personal del neoyorquino -oficialmente, una ‘semiautobiografía’-, los tiros no van por ahí; el padre de su joven protagonista, un chaval de 11 años que funciona como ‘alter ego’ del propio Gray, es un pobre tipo que por lo general intenta ser un buen educador, y que si puntualmente recurre a los castigos físicos es porque a principios de los 80 ese método aún no había sido proscrito. Para el pequeño, papá es solo un problema más con el que lidiar mientras descubre varias verdades incómodas. Que los abuelos se nos van demasiado pronto. Que la escuela tiene muy poca paciencia con aquellos alumnos a los que no entiende. Que la vida es muy injusta, especialmente para aquellos con la piel más oscura, y que lo más inteligente para un niño blanco es no intentar luchar contra eso.

Anthony Hopkins y Banks Repeta, en 'Armageddon time', de James Gray / © DR

Gray es un director generalmente magnífico, pero a menudo no resulta fácil explicar por qué sus películas son tan especiales. En el caso concreto de ‘Armageddon time’, presentada este jueves a concurso en el festival de Cannes, eso quizá se deba a que destaca menos por los derroteros que sigue que por aquellos que evita. La película no incurre en excesos nostálgicos ni en sentimentalismos, no cae en la tentación de abusar de los significantes de época en pro del espectáculo visual, y se resiste a convertir el pasado en metáfora del presente pese a efectuar una sutil conexión entre la América de Reagan y la de Trump. Esa desnudez de recursos dramáticos la certifica como una película muy honesta, y en esa honestidad radica buena parte de su rotundo poder para conmover.    

Skolimowski y el burro

El protagonista de ‘EO’, que también experimenta graves sinsabores a lo largo de su periplo, no es un niño sino un asno. Otra de las aspirantes a la Palma de Oro presentadas hoy, la nueva ficción de Jerzy Skolimowski funciona como prueba de que, con los años -acaba de cumplir 84-, el director polaco no pierde las ganas de asumir riesgos; después de todo, hay que tenerlos bien puestos para atreverse a hacer una película inspirada en ‘Al azar de Baltasar’ (1966), la obra maestra de Robert Bresson sobre un burro que experimenta sucesivos maltratos a manos de las personas. Skolimowski toma claras distancias respecto a ese referente: en lugar de narrar en base a la rigurosa austeridad típicamente bressoniana, recurre a una sucesión de agresivos movimientos de cámara, distorsiones de lente, efectos cromáticos y estruendos sonoros; en lugar de usar al asno para hablar de la naturaleza humana, se mantiene pegado a él para condenar el maltrato animal. Sea como sea, ‘EO’ de ningún modo está a la altura de su modelo -cómo podría-, pero tampoco le hace falta para dejarnos mal cuerpo.

Amistad de dos hombres

En ‘Le otto montagne’, de Charlotte Vandermeersch y Felix Van Groeningen, no aparecen burros pero sí muchas vacas, alguna cabra y varios tipos de ave, aunque la película -que también aspira a entrar en el palmarés oficial del certamen galo- presta más atención a otra cosa: la amistad que dos hombres mantienen a lo largo de varias décadas flanqueados por las apabullantes montañas que rodean el valle de Aosta (Italia). Y es tan elocuente y tierna -y tan triste, y tan bella- mientras se limita a observar cómo los actores Luca Marinelli y Alessandro Borghi escenifican ese vínculo afectivo que resulta especialmente lamentable que los directores hayan decidido adornarla tanto con una voz en 'off' reduntante y florida como con una banda sonora llena del tipo de canciones ‘folky’ que abarrotan las ‘playlists’ recomendadas por Spotify para viajes por carretera.