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Complicidades

Mi nevera flamenca

Carlos Marzal. E. D.

Desde hace unas cuantas semanas, la nevera se me ha puesto flamenca, y le ha dado por el cante jondo. Cada cierto tiempo —a veces una vez al día; y otras, tres o cuatro—emite primero un carraspeo como de cantaor que se aclara la garganta, y a continuación prorrumpe en un gemido hiriente durante varios minutos: el quejío. Lo hace en ocasiones de madrugada, despertándonos a toda la familia.

Es un quejío que tiene algo de ancestral, de manifestación telúrica (y al mismo tiempo electrodoméstica) que pretende explicar al mundo el existir sufriente de todas las neveras de la tierra, en especial de las neveras que viven y trabajan en los países torrefactados como España, enfriando los alimentos en mitad de secarrales físicos y metafísicos. Las neveras llevan una vida muy acorralá, como me decía una amiga malagueña con respecto a su propia vida.

Yo le encuentro su pizca de gracia a ese largo lamento de la máquina, pero me temo que soy el único en mi casa que ve el asunto de esa manera. No todo el mundo tiene un aparato artístico en la cocina. Por lo general, los electrodomésticos llevan una vida anónima y esforzada, cercana a la esclavitud, que los humanos observamos con absoluta indiferencia. Nos sirven, se agotan y los cambiamos por otros más modernos. Un ciclo trágico e inapelable que merecería ser cantado por los poetas líricos.

Mis hijos me obligan a desenchufarla por la noche, porque el cante de madrugada no les resulta inspirador, y mi mujer me amenaza con el divorcio si no aviso pronto al técnico para que venga a repararla (en las leyes no escritas de nuestro matrimonio se declara que me corresponden las relaciones con el universo —llamémoslo así— industrial).

El caso es que me resisto a llamar al técnico. Tengo miedo de desatar «la maldición electrodoméstica», un fenómeno de brujería cuya existencia he podido comprobar por mí mismo.

Los electrodomésticos son aparatos semipensantes que poseen un lenguaje propio, hecho de zumbidos, rumores y ronroneos. Cuando uno se estropea, transmite a los demás consignas ideológicas, y siempre hay algún aparato que se solidariza con ese uno. Existe una Internacional secreta de los dispositivos y los artefactos, y propaga por el mundo el fundamentalismo maquinista, que es una suerte de populismo mecánico para combatir el poder del género humano sobre la materia. En virtud de todo lo que acabo de explicar, los electrodomésticos nunca se estropean solos.

Claudicaré y arreglaré la nevera, no sea que se sumen al cante otros aparatos. Bien está tener un cantaor en la cocina; pero un coro rociero sería demasiado.

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