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La conjunción estrellada

‘La mirada quieta (de Pérez Galdós)’ es el testimonio escrito de la lectura de toda la obra del autor de ‘Fortunata y Jacinta’ por parte de Vargas Llosa

El escritor Mario Vargas Llosa durante la presentación de su libro ‘La mirada quieta (de Pérez Galdós)’. | | EP

Galdós según Vargas Llosa

El Premio Nobel de Literatura se impuso la tarea de leer toda la obra del escritor grancanario durante el confinamiento y ‘La mirada quieta (de Pérez Galdós)’ es el testimonio escrito de esa lectura 

Concluida la lectura del libro que Mario Vargas Llosa ha consagrado a Galdós (lectura penosa: anticipemos ya esa conclusión) hay una pregunta pertinente: ¿era necesario? Por sí misma, la existencia de un nuevo libro –de cualquier clase– es siempre grata; el esfuerzo intelectual que ello supone actúa como compensación, insuficiente pero animosa, de los estragos políticos, sociales, económicos –humanos, en resumen– que estamos viviendo ahora. Época la nuestra, por cierto, no peor que otras tantas del pasado; pero cuya gravedad apreciamos mejor por experimentar sus efectos de manera directa. Los cataclismos pretéritos son materia de la Historia, es decir: ajenos; los de hoy inciden en nuestra biografía individual; son, por tanto, propios. Pero hay grados de satisfacción.

Durante la etapa de confinamiento por la Covid, Vargas Llosa se impuso la tarea de leer toda la obra de Pérez Galdós. La mirada quieta (de Pérez Galdós) es el testimonio escrito de esa lectura. En principio, este ejercicio sólo podría calificarse de promisorio. Está, por una parte, el talento literario del autor de La casa verde y de Conversación en la Catedral, y la perspicacia indagatoria presente en La orgía perpetua; por otro, el trabajo de un escritor que llena, casi por sí sólo, todo el siglo XIX de la literatura española. La conjunción de ambas personalidades en una tarea compartida (activa por parte de Vargas Llosa, pasiva en lo que respecta a Galdós) sólo podía provocar interés; sus resultados podrían ser sorprendentes. De Galdós se ha ocupado mucho la crítica; pero no ha suscitado la atención de escritores (salvo, en su momento, la amical de Clarín; y en los últimos tiempos la (desdeñosa) de Javier Cercas y la (admirativa) de Muñoz Molina. (No olvido, sino que pongo aparte, los dos textos más entrañables escritos sobre Galdós, y ambos precisamente por poetas: El duelo de la ciudad natal, de Alonso Quesada, y Díptico español, de Luis Cernuda.) Por ello, esta dedicación del autor peruano, anunciada por él en diversas ocasiones, había despertado expectativas. ¿Qué diría Vargas Llosa del autor de Fortunata y Jacinta?

Pues, para dar una respuesta rápida y concisa, diremos que nada que podamos considerar como novedoso. Sus juicios son pocos y perogrullescos; inciden en lo ya escrito sobre Galdós: el arcaísmo de ciertas formas de lenguaje, su excesiva (yo diría paternal) intromisión en el devenir de la narración y en el comportamiento de los protagonistas (cuando subraya tal actitud –y lo hace de continuo– Vargas Llosa se acoge una y otra vez al tótem supremo de indiferencia narrativa que para él asume Flaubert), su tendencia a la exageración de los argumentos, alargando la acción de forma innecesaria, la retórica con que se expresan ciertos personajes, etc. etc.

Eso, por la parte negativa: por la positiva, su gran conocimiento de Madrid, de su gente y de sus barrios, la captación del ambiente en los distintos estratos de la sociedad, con atención a las clases bajas (Misericordia) o a la burguesía (Fortunata y Jacinta) o al dinero (Torquemada), el retrato magistral de algunos personajes –los que protagonizan las obras citadas, entre otros –y poco más. Todo ya dicho anteriormente. Incluso su distinción de Torquemada en la hoguera como una de las piezas cumbre de la literatura de Galdós la había anticipado Luis Cernuda en un texto de 1954: al referirse a ella, el poeta afirma: «acaso sea para mí la obra máxima de Galdós». (1)

Vargas Llosa no dice; simplemente, repite, mostrándose como lo que Coetzee llama un crítico de «consenso»

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Vargas Llosa no dice; simplemente repite. En este aspecto se muestra como lo que Coetzee llama un crítico de «consenso» ,donde lo que cuenta (…) tiende a ser más bien rutinarias indagaciones académicas». Pero con ser esta una situación poco saludable para la crítica literaria, lo negativo de la cuestión no está en lo que dice, sino en cómo lo dice. Vargas Llosa adopta un sistema muy peculiar de crítica literaria: resume en capítulos independientes el argumento de todas y cada una de las obras de Galdós (novela y teatro; a los Episodios Nacionales dedica un capítulo colectivo.) Al exponer las acciones de los personajes, aventura algún sesgo crítico (si se excede en el hablar, si el lenguaje es apropiado a su condición, si la acción es desmedida o justa, si es o no creíble lo que realiza, si está bien retratado, etc.) y luego pasa al siguiente título, con el que repite el mismo esquema. Los capítulos son breves (cuatro o cinco páginas la mayoría) y aun así la lectura se vuelve monótona y aburrida, por previsible: en ningún caso se alarga para añadir algún concepto nuevo a lo expuesto en los esquemas previos.

Pero hay algo más, y éste me parece el rasgo más negativo del libro, especialmente por perpetrarlo un narrador con la experiencia y el talento de Vargas Llosa: la torpeza con que están redactados los textos, llenos de repeticiones y redundancias; fallos de estilo (llamémoslo así) que no cometería un alumno aventajado de Bachillerato. Vargas Llosa, por descuido y (supongo) no por carencia de recursos, cae en ellos una y otra vez, hasta el punto de exasperar al lector (a mí, al menos: he abandonado una y otra vez el libro, aplazando la mortificación que suponía su lectura.)

El autor incurre aquí en uno de los defectos que él ve (acertadamente) en Galdós: no parece revisar lo escrito: muchas de sus páginas (como las de Galdós) quedan como borradores necesitados de limpieza. Algunos ejemplos atestiguarán lo dicho: De doña Rosalía, en La de Bringas, anota «que vive angustiada ante el temor de que su marido descubra sus deudas» (pg. 77); diez líneas después se refiere al mismo personaje con idénticas palabras: «La de Bringas vive espantada de que su marido descubra los enredos económicos a que le han llevado su amor a los atuendos elegantes» en La Realidad (pg. 110) Augusta se propone pasar una «noche de amor y placer» con su amante, Federico; siete líneas después reitera la misma frase: «noche de amor y de placer»; de Tomás Orozco, uno de los protagonistas de La incógnita, señala que se inflige «castigos corporales» (pg. 107); unas líneas antes había advertido que «ampararía a los jesuitas y, además, se azotaría»; al hablar de El caballero encantado, la última novela de Galdós, anota que «probablemente la dictó, pues ya había experimentado una operación en los ojos (…) [que] de nada le sirvió, pues sus problemas con la vista aumentaron…» (pg. 178.). Diez líneas después, repite: «Debió de dictarla (…) con sus problemas en la vista que lo llevarían en los últimos años a la ceguera». En la pg. 327 escribe: «...los personajes de los Episodios tienden no sólo a hablar sino a convertir sus soliloquios en discursos». Y seis líneas después: «la tendencia generalizada de todos ellos a hablar más de la cuenta y pasar insensiblemente de dialogar a pronunciar discursos...».

No es este el momento, ni creo que valga la pena insistir en ello, de reproducir todas y cada una de las reiteraciones en las que abunda el texto. Pero si la de anotar, para concluir con este apartado, algunas de las perlas expresivas que Vargas Llosa disemina a lo largo del libro: «le fue bien en los negocios hasta que le fue mal” (pg. 139); “hago de escribano de Tristana cuando ésta decide escribir a su novio»; (pg. 141) «él no bebe, pues es abstemio» (pg.145); «Esta es una novela sobre la miseria de una buena parte de la sociedad española en la que la pobreza está atenuada por la manera de ser española». La exposición es clara, desde luego; pero dudo que alguien pusiera esas frases como modelos de un buen decir (o escribir.)

En el libro se deslizan algunas incongruencia y contradicciones; expondré solo una muestra de cada especie: en la pg. 304, Vargas Llosa escribe: «En la última serie de los Episodios, la quinta, Pérez Galdós (…) intentó en sus novelas utilizar por momentos la forma teatral de los guiones y dramas, presentando la voz de los personajes directamente a la experiencia del lector (…) Era una antigua forma que había utilizado ya el Ulises, de Joyce...». Prescindiendo de que Galdós sólo emplea muy parcamente esa técnica en los episodios que cita Vargas Llosa (donde la había empleado, y exhaustivamente, es Realidad (1889), me pregunto cómo Galdós, entre 1889 y 1912, fecha de publicación de los libros aludidos, pudo hacer uso de una técnica que Joyce había «empleado ya» en 1922, fecha de la primera edición de Ulises. ¿Una reversión del tiempo? Lo que dice Vargas Llosa en ese fragmento de su desmañada prosa está clarísimo. Aunque seguramente lo que tenía que decir es lo contrario.

El reseñado es, creo, un desliz; de ninguna manera la supongo ignorancia. En cuanto a la contradicción: ésta afecta al núcleo del pensamiento crítico utilizado como tesis de su libro. Vargas Llosa, reiteradamente, se refiere a la visión que Galdós tenía de España, y del conjunto de su sociedad e instituciones, asociándola al propio sentir y actitud del autor, como persona y como escritor. Los términos «quieto», «inmóvil», «tranquila», «serena» y algún derivado que tiene un semejante alcance conceptual, como «fotografía», o «cuadro», todo en su sentido estático, son citados a menudo. Sin embargo, también en varios momentos, el crítico alude a la prosa de Galdós como la de un narrador «desatado y hasta un poco salvaje» (pg.23) aunque matizando que ese episodio, que puede leer en De Cartago a Sagunto, es una excepción. Pero no es una excepción: el estilo «agitado» también aparece en otros textos de Galdós; incluso en uno que cita el mismo Vargas Llosa: «donde aquellas calles y pobladores [de Madrid] parecen revivir como animados por una varita mágica –la prosa del autor –». (Prim). ¿No sería más prudente decir que Galdós adapta su forma de escribir al talante y el tipo de acción de los personajes sobre los que habla? ¿Y que está quieto o activo según lo están ellos? Así al menos lo entiende Luis Cernuda: «Galdós –escribe –creó para sus personajes un lenguaje que no tiene precedentes en nuestra literatura (…) Cada personaje de sus novelas nos habla por sí mismo; es un lenguaje directo y revelador, familiar y sutil a un tiempo».

Generalmente, Vargas Llosa no se sale de un status quo critico ortodoxo: emite, como se ha señalado, juicios comunes; pero hay dos que me han llamado la atención por su heterodoxia. Uno, es el que refiere al sexo en Galdós; el segundo, el que expone su opinión sobre la literatura teatral.

Con respecto a la primera cuestión: hace bastantes años leí, en un ejercicio de dedicación parecido al de Vargas Llosa (erróneo en mi caso de enclaustramiento, durante la estancia en una Universidad americana en los años 1968 y 1969) la obra casi completa de Pérez Galdós (en mi equipaje figuraban los seis volúmenes de la edición de Aguilar). Guardo de aquella lectura un recuerdo difuso, mezcla de personajes y tierras leídas y reales; pero, en cambio, de ella saqué una conclusión nítida que no he olvidado: la de que siendo el autor un hombre sobresaliente en sensualidad (sus amantes conocidas, y las, probablemente, muchas desconocidas, prueban lo dicho) se mostrara tan reticente (yo diría más claramente mojigato, e incluso hipócrita) en hablar (o más propiamente: en no hablar) del sexo en sus obras; y más aún cuando el sexo es, con el dinero, uno de los motores potentes que impulsa a muchos de sus personajes.

Si no fuera porque algunas amantes quedan embarazadas y tienen hijos, lo cual implica que existen la cama y el sexo, se diría que hombres y mujeres se citan en su piso clandestino para hablar del cielo de Madrid o para jugar al tresillo. O que, como dice Tito Liviano de su esposa «no he conocido a una mujer más casta». Si una esposa es casta, igual lo puede ser una amante. Tal es la asepsia que ahí muestra Galdós: prolijo en la narración de otro tipo de pasiones, se abstiene de escribir una palabra acerca del sexo. No digamos que no pasa de la puerta de la alcoba; es que ni siquiera se atreve a entrar en el piso para observar lo que hacen allí sus criaturas cuando están solas. La intimidad de éstas es una incógnita. Vargas Llosa repara oportunamente en esta «ausencia», (clamorosa, por otra parte) que no suele caer en el dominio de los especialistas galdosianos.

Pero hay algo más, y este me parece el rasgo más negativo del libro: la torpeza con que están redactados los textos

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Cita una carta de Galdós en el que este le reprocha a Clarín que fuera tan explícito sobre el tema en La Regenta (pg. 339,) carta en la que le habla en tomo admonitorio de la lujuria y lascivia que no debería, según él figurar en la novela. La actitud esquiva de Galdós no es fortuita; es una convicción. En una carta que Emilia Pardo Bazán envía a su amante, le dice: «Cuando tú escribes eres un nihilista e insensato, como sensato y ministerial y burgués en la conversación». Desde luego, en materia de sexo, Galdós cuando escribe es «sensato, ministerial y burgués». Lástima.

En lo que atañe a la literatura teatral: para Vargas Llosa, «los guiones teatrales –escribe– no sirven de gran cosa, salvo que tengan gran calidad literaria, como los de Shakespeare y Molière, y, entre los más modernos, los de Bertolt Brecht o Samuel Beckett». Y acaba razonando su criterio: «…en ese estado se hallan inconclusos; su vocación natural es convertirse en espectáculo».

Vargas Llosa, aunque expresa esa opinión al hablar del teatro de Galdós, no se refiere expresamente a Realidad, la obra de la que se ocupa en el capítulo en el que aparece aquella frase, sino que engloba a todo el género teatral. Por supuesto que las obras teatrales tienen su culminación en la escena; es ahí donde se manifiesta la plenitud de sus funciones. Pero de eso a decir que fuera de ella los «guiones teatrales», como él los llama, «no valen gran cosa», hay una distancia grande; tan grande que hace que el juicio de Vargas Llosa carezca de sentido, incluso aunque lo tengamos por una boutade. En primer lugar, una pieza de teatro es, ante todo, literatura; y cuanto mejor literatura, mejor espectáculo podrá ofrecerse con ella. Hay incluso obras teatrales que son en sí mismas tan literarias que, al subir a la escena, pierden parte de su eficacia.

Pienso, por ejemplo, en algunas piezas de Valle Inclán: las acotaciones que este autor incluye en sus obras –no traducibles a hechos o figuras, es decir: sólo palabras no pronunciables en escena– conforman uno de los componentes que hacen de su lectura un auténtico goce estético. El teatro de Eliot, Yeats, Lorca, Pirandello, Miller, O’Neill, etc., admite la sola lectura sin ningún sacrificio de su eficacia. Los polémicos prefacios con que Bernard Shaw solía acompañar la edición de sus obras teatrales convierten esas publicaciones en artefactos ideológicos que llevan hasta límites insospechados lo que ocurre en el escenario. Naturalmente: hay malos «guiones teatrales» como hay malas novelas y malos ensayos críticos. Pero lo son por mala literatura, y no por ser «guiones». No dudo de que escribir este libro ha supuesto para Vargas Llosa una tarea gratificante; ha llenado el tiempo de la nada con vidas y hechos de un pasado más remoto de lo que su cronología sugiere; y, así y todo, más presente de lo que sería sano para la buena marcha de este país. Ignoro cómo podrán recibirlo los galdosianos, aunque sospecho que lo harán con alguna envidiosa algazara, dado el prestigio del autor. Desde mi punto de vista es un título irrelevante que se suma con más pena que gloria a la bibliografía sobre Galdós.

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