Tras sus dos novelas ‘Ritos funerarios’ y ‘Los buenos’, vinculadas a crímenes históricos reales, la escritora australiana Hannah Kent (Adelaida, 1985) cambia de tercio con ‘Devoción’ (todas ellas publicadas por Alba).

Esta es una novela luminosa como una epifanía que encierra una apasionada declaración amorosa, casi en éxtasis –así lo ha contado- a la pareja de la escritora, con la que se casó y formó una familia cuando en el 2017 el matrimonio homosexual fue legalizado en Australia.

La acción de ‘Devoción’ se sitúa en la década de 1830 en el pequeño pueblo prusiano de Kay, donde vive Hanne Hussbaum, una adolescente de 17 años que no acaba de sentirse integrada en su comunidad de fe luterana que sufre la persecución del Estado. En comunión con la naturaleza, Hanne, encontrará a la que será la persona más importante de su vida en otra adolescente recién llegada al lugar, Thea Eichenwald, con la que establece un vínculo casi sagrado, la ‘devoción’ del título utilizada aquí en un sentido tan religioso como pagano, que poco tiene que ver con las creencias de sus mayores, aunque sus manifestaciones sean igual de intensas. Así, la  fe rigurosa y agria de sus mayores se convierte en un misticismo intuitivo y personal.

Un día la congregación luterana decide buscar una nueva colonia donde poder ejercer su fe sin trabas. Y, siguiendo el hecho histórico –el de los alemanes que emigraron al sur de Australia y que son también los antepasados de la autora- , los luteranos de ficción se embarcan en una larga y convulsa travesía hasta llegar a las tierras próximas a Adelaida donde convivirán pacíficamente con los aborígenes Peramangk. Un lugar que, como explica la autora en el prefacio ‘Reconocimiento de los derechos territoriales’ los extranjeros no consiguieron colonizar ya que todavía hoy es “territorio soberano y no cedido” por los pueblos autóctonos.

La habilidad de la autora para construir aquel mundo preindustrial es importante: los sonidos, los olores y en especial, las descripciones táctiles de Hanne. A la protagonista, su piadosa familia le ha negado su cuerpo que para ella se revela gracias a un amor que funciona como un proceso de autodescubrimiento ajeno a las leyes del heteropatriarcado en las que se ve obligada a moverse (ella es la rara, la fea), un detalle que Kent no enfatiza por lo que no se produce en el lector esa sensación, tan frecuente en algunas ficciones actuales, de adecuación de la historia a los nuevos tiempos. Además, buena parte de la realidad de la obra, y su gran hallazgo, descansa en un lenguaje opulento, heredero de la Biblia que se utiliza con encendidos tintes líricos.

La novela está dividida en dos partes, el ‘Antes’ y el ‘Después’ y ese tránsito, crucial en la trama, encierra una apuesta arriesgada por parte de la autora que decide incursionar en un terreno sobrenatural. No hay peligro. Tal es la habilidad narrativa de Kent, tan eficaz su construcción, que lo más natural para el lector es adentrarse en ella y abrazar esa extrañeza y ese baño inmersivo en la naturaleza, de la que los seres humanos somos apenas pequeños granos de arena.