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Complicidades

El compromiso

Carlos Marzal. E. D.

Cuando se inició la célebre polémica entre Sartre y Camus, acerca del compromiso del escritor, menda no había venido al mundo. Pero de aquellos polvos vinieron durante muchos años los lodos europeos sobre la obligación que tenía o no tenía el escritor de poner su obra al servicio de una causa, por lo general de naturaleza política. Me parece recordar que, en España, hasta principios de los años 90 todavía se hablaba del asunto con cierta fiebre. Como lo que de verdad atrae a muchos individuos es el acto de generar bandos y adscribirse a uno en concreto, los hubo que se declararon firmes partidarios de la llamada literatura comprometida, y quienes declararon su firme indiferencia hacia cualquier forma de compromiso ideológico.

Viví los últimos coletazos de la llamada poesía social, y el enardecimiento municipal que provocaban los cantautores cuando ponían música a algunos poemas de evidente intención política. Me llegaron también las ondas expansivas de la discusión entre Carlos Bousoño y José Ángel Valente, cuando se enzarzaban en dilucidar el bizantino asunto de si la poesía era un acto de comunicación o un acto de conocimiento.

Quiero decir con todo ello que a lo largo de mi vida siempre he encontrado gente empeñada en decirles a los escritores no sólo qué deben escribir y la manera de hacerlo, sino también cómo deben sentirse por el hecho de seguir o no sus recetas.

La monserga de considerar la literatura como un instrumento o como un adorno es tan vieja como la propia literatura. Para los clásicos —bastante más juicioso que muchos contemporáneos— el propósito del arte era docere et delectare, enseñar deleitando, instruir y causar placer estético, dos propósitos que no tienen por qué ser incompatibles. A lo largo de la historia, si uno extremaba su voluntad docente, podía terminar escribiendo sonetos con estrambote a Mao Tse-Tung, y, si cargaba las tintas en el esteticismo, podía acabar incluyendo en una misma línea las palabras nenúfares, oropéndola, libérrima y almarjal. La libérrima oropéndola libaba en los nenúfares del almarjal, por así decir.

Me temo que siempre ha habido y siempre habrá preceptistas, más o menos enfurecidos, emperrados en decirnos lo que debemos pensar, lo que debemos decir, lo que debemos sentir, lo que debemos escribir. El caso es que la actualidad proporciona causas a las que sumarse, incluida la causa de no sumarse a ninguna. Puesto que entiendo la literatura como un ejercicio de libertad íntima, que cada cual haga lo que le apetezca.

Me declaro seguidor acérrimo de Antonio Machín, en asuntos de arte comprometido. Ya lo cantó hace mucho: Nadie habló de enamorarnos, pero Dios así lo quiso, y tan sólo de tratarnos ha nacido un compromiso.

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