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Wolfe, el meteorito en tránsito

Talento e incontinencia en ‘La red y la roca’, una de las dos novelas póstumas, ahora traducida, del más incomprendido autor de la Generación Perdida

Wolfe, el meteorito en tránsito

La novelista campestre Marjorie Kinnan Rawlings describió a Thomas Wolfe, el más incomprendido y puede que también el mejor escritor de su generación, como un «meteorito en tránsito». El crítico Edmund Wilson no creía en sus personajes, y Flannery O’Connor se expresó sobre él de forma contundente: «Cualquiera que le admire puede estar seguro de que la ficción solo le gusta por accidente». Mucho más tarde, Norman Mailer diría de Wolfe que era el mejor niño de cinco años que jamás haya existido. Únicamente sus contemporáneos Scott Fitzgerald y Faulkner le regalaron elogios a regañadientes. Este último, al final de su vida. Para Faulkner, fue el primero de todos porque se había esforzado al máximo por decir lo máximo. Scott llegó a implorar que no se le cortasen palabras, aunque hubiera que publicar cada una de sus novelas repartida en cinco volúmenes.

Y a Wolfe, sí, podía considerársele un meteorito en tránsito cuando merodeaba, muchas veces ebrio, por la ciudad de medianoche, rumiando en su cabeza esas imágenes repentinas y florecientes, de vocabulario fértil, decenas de voces y de personajes con los que era capaz de llenar los pródigos instantes intensos de la poesía en prosa de sus libros, y con esa concentración asesina que convertía en palabras todo aquello que encontraba en su camino. El problema era que ese caudal desbordaba el río con frecuencia. El mérito de levantar diques en su obra le correspondería en primer lugar al reverenciado editor Maxwell Perkins, de Charles Scribner’s Sons, que cortó la cuarta parte del texto manuscrito de El ángel que nos mira (1929) y barajó el resto para simplificar la historia y enfocarla directamente hacia los anhelos de Eugene Gant, personaje principal y alter ego del propio Wolfe. De este modo convirtió la novela en legible, cuando menos abarcable. Lo mismo se pudo decir posteriormente de Del tiempo y del río, su obra más admirada.

El nombre de Perkins, que había logrado también intervenir decisivamente en la obra de Hemingway y de Scott, se traduciría en sinónimo de gran edición. Pero la batalla que libraba con la incontinencia de Thomas Wolfe no dejaría de pasarle factura. Cuando concluía un nuevo capítulo, el escritor pretendía casi siempre agregar algo más con la excusa de su fértil origen sureño. Le escribía argumentado que la gente de Carolina del Norte tenía las mismas cualidades maravillosas del tabaco, los grandes y jugosos melocotones, melones, manzanas, el sábalo y las ostras de la costa, la rica arcilla roja, la inquietante cualidad melancólica de la tierra, y que era, a su vez, jugosa, deliberada, llena de honestidad y humor mordaz, conservadora y cautelosa, pero en el fondo salvaje y llena de la inocencia asesina de la tierra y el desierto.

El circunspecto Perkins, acostumbrado a defender a muchos escritores, parece ser, se preguntó en más de una ocasión si Wolfe no le estaba reprochando un espíritu algo decadente. Pero enseguida entendió que el joven escritor estaba interesado en el despertar del romanticismo de la gente común de su amada América y en lo que le importaba, desde el olor de los pinos de un camino rural de Virginia hasta la impresionante vista de las esculturas de roca en el Parque Nacional de Utah.

Fue el New York Herald el que definió a Thomas Wolfe como su propio río y a Max Perkins como el dique. El caso es que ambos continuaron su relación cordial, incluso después de que el escritor rompiera con Scribner’s en 1937. Perkins llegó a escribir, después de la muerte de Wolfe por tuberculosis en Baltimore, que su relación con él había sido una de las grandes cosas de su vida.

En Harper’s, con Edward Aswell, probablemente no tuvo la misma suerte, aunque tampoco dispondría de tiempo para comprobarlo. En manos suyas quedaron La red y la roca (1939) y No puedes volver a casa (1940), las dos publicadas póstumamente. Aswell volvió a enfrentarse a lo de Perkins y libró un nuevo combate con los manuscritos hasta pulirlos y dejarlos listos para la imprenta. Era una vez más el genio desbordado del escritor y la necesidad perentoria del editor de contenerlo en busca de lectores.

Simbolismo

David Herbert Donald, biógrafo de Wolfe, calificó de «masacre» la edición de la primera de estas dos novelas póstumas, que no estaba traducida al español y que ahora ve la luz gracias a la editorial Piel de Zapa, que ya había publicado Del tiempo y del río hace unos años. La red y la roca acumula en sus páginas todo el talento de Wolfe y también deja los mismos interrogantes de otras obras sobre el acierto en el simbolismo reiterado y la estructura narrativa. Resulta imposible detectar, sin disponer del manuscrito original, hasta dónde la edición osó penetrar en el cuerpo de la novela y supuestamente desnaturalizarla con una reescritura inapropiada.

Que Herbert Donald haya dado con la clave entra dentro de las grandes capacidades de los biógrafos para comprender aspectos que el resto de los seres humanos desconocemos. Uno de los extremos más criticados, incluso por el propio Maxwell Perkins, fue el empeño de Wolfe en transformar a Eugene Gant en George Webber como narrador, debido al ruido originado sobre si sus novelas anteriores eran demasiado autobiográficas. Webber en vez de Gant no es que pusiese fin a esa autodependencia que llevó al autor a creer que con el cambio de nombre del personaje se produciría, a la vez, un alejamiento de los libros que escribió en el pasado y un verdadero cambio espiritual y artístico.

Thomas Wolfe murió a la edad de 38 años de una lesión tuberculosa en el cerebro. Inmenso, era grande en todos los aspectos, torpe, bien parecido, impresionante e intimidante. Bebedor prodigioso y pendenciero, insomne para producir las páginas que llegaban a la editorial en cajones. Como escritor, se convirtió en una estadística extrema. Vanidoso y al mismo tiempo inseguro, vacilante a la manera de un refugiado que ha viajado lejos del hogar que modeló su ser; perdido, con hambre de experiencia, de evasión, de fama. Él mismo, cada paso de su viaje, su familia, esa multitud turbulenta de la que procedía, cada momento en un tren, cada rostro encontrado en el camino, paisajes, voces, mil viñetas, historia, memoria siniestra, lenguaje como el agua que fluye de un arroyo interminable. Y con todo, un sureño, aferrado a él. El mismo George Mico Webber de La red y la roca que crece en un pueblo y se ve más tarde como novelista en apuros en Nueva York, que mantiene un romance tempestuoso con una mujer sofisticada y que, tras una nueva etapa en Europa, regresa con el idealismo hecho añicos y Hitler instalado en el poder.

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