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Eliot: el precursor de la modernidad convaleciente

Se cumplen cien años de ‘La tierra baldía’, uno de los poemarios emblemáticos del Nobel de Literatura investido «el Dante del siglo XX»

T. S. Eliot. GEORGE DOUGLAS

«April is the cruellest month…». Pocos poetas de culto han logrado camuflar, entre sus severas y herméticas reflexiones, versos tan nemotécnicos y recordados por ello, en las más diversas lenguas, como Thomas Stearns Eliot (Saint Louis, Missouri, 1888-Londres, 1965), de cuya obra central The Waste Land, se cumplen ahora cien años. Si en su primer poemario, Prufrock y otras observaciones (1917), aplicó el socorrido check-in de las Noches en hoteles baratos de una noche, y en su cenital Cuatro cuartetos (1945) pronosticó, incontestable, que «En mi principio está mi fin», entre esos dos extremos —aparecidos, por cierto, al final de cada Guerra Mundial—, en La tierra baldía (1922) acusó la imperecedera «crueldad» del mes de abril, tan puñeteramente primaveral y renovado, frente a sus sufridos usuarios que, entre más abriles cuentan, más envejecen.

En 2017, la editorial Visor publicó el primer tomo de sus Poesías completas, 1909- 1962, y en su desbordante recorrido de mil ciento cuarenta y cinco páginas, en impecable edición bilingüe, con la incorporación de un centenar de poemas inéditos, se revelan aspectos claves de la génesis y repercusión de The Waste Land, datada en el mezzo del cammin, de quien ha sido investido el Dante dandificado del siglo XX. Fue un año muy fructífero en denominaciones de origen literarias, pues, en el curso de 1922, aparecieron también el Ulises de Joyce, el Tractatus de Wittgenstein, el Trilce de Vallejo, y el volumen que cierra Las rosas de Hércules, de Tomás Morales, entre otros.

Junto a aspectos puntuales de aparente menor calado, como las misivas en que el autor defiende con uñas y dientes el artículo determinado, ante las intenciones editoriales de titularlo Waste Land, a secas, o disuadiendo de que le pusieron Yermo a la edición príncipe en castellano, el punto álgido de las revelaciones es el cómplice motivo de la célebre y enigmática dedicatoria del libro: «Para Ezra Pound, il miglior fabbro» («el mejor artesano»). Pues, culminado durante su reclusión por una severa depresión en un sanatorio suizo, Eliot le confía el manuscrito a su entonces admiradísimo colega, y le acepta a pies juntillas las abundantes correcciones, empezando por la drástica reducción a la mitad, nada menos, de la totalidad de los versos, y con un notable cambio en su disposición, tal y como el libro se ha publicado siempre.

Aquejado de una severa depresión, confió la corrección del libro a Ezra Pound, quien suprimió la mitad de los versos

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Ahora, en fragmentos aparte, se puede cotejar con la versión original, repleta de guiños coloquiales y anecdóticos, más apegados a lo terrenal, de lo que quisieron —con la absoluta complacencia de Eliot— las tijeras de Pound. Así, en vez del famoso «April is the cruellest month», con que se inicia el poemario, por la mediación de aquel, La tierra baldía habría comenzado de este etílico modo tabernario: «Primero nos hubiéramos tomado dos copas en el bar de Tom y estaba el viejo Tom, hervido hasta los ojos y muy ciego», y la alusión a abril se habría colocado después, con la cruel resaca…

De otra parte, en el ímprobo esfuerzo de traducción que emprende José Luis Rey en esta poesía completa (a partir de la edición inglesa de The Poems of T. S. Eliot, publicada en la londinense editorial Faber, en 2015, a cargo de Christopher Ricks y Jim McCue), muchas de las nuevas versiones modifican la clásica sonoridad, infundiéndole un ritmo más expositivo, y por así decirlo, prosista. Así, el propio arranque de El entierro de los muertos, con que se abre el poemario, deja a una lado la rápida nemotecnia de «Abril el mes más cruel» y sus sucesivos gerundios, para leerse de este modo, más causal y pausado: «El mes más cruel es abril, porque nutre / lilas fuera de la tierra muerta, porque mezcla / memoria con deseo, porque agita / apagadas raíces con lluvia primaveral». Se pierde, en general, cierta percusión muy consabida, pero, a cambio, los versos ganan en acomodo a ese nidal, tan caro a las fijaciones de Eliot, donde se amanceban lírica, relato y pensamiento a partes iguales.

The Waste Land significó, en suma, la consagración del poeta, acopiando elogios y reconocimientos ya muy distantes de la pésima acogida inicial que recibió su Prufrock and Other Observations. Si, apenas un lustro antes, las paginas literarias de The Times (donde, ironías de los abriles de la vida, el propio Eliot llegaría a ser un destacado crítico) se descolgaban de este modo de su libro iniciático: «El hecho de que estas cosas ocurran en la mente del señor Eliot seguro que carece de importancia para cualquier persona, incluido él mismo. Ciertamente, no tienen relación alguna con la poesía», ahora, a tenor de la publicación de su nuevo poemario de un único poema, The New York Times Book Review» opinaba, por ejemplo: «El trabajo de míster Eliot está marcado por una inmensa calidad mental y una música compacta que prácticamente ha creado un movimiento de renovación entre los jóvenes». Es más: por efecto de arrastre, a partir de ahora el propio Prufrock… dejaría de ser el barrunto incongruente que se le adjudicó en su día, para erigirse en el lúcido preámbulo de la innovadora «corriente de la conciencia» encarnada por Eliot.

Se comienza a destacar, pues, su inaudita capacidad para ensamblar lírica y épica, con una voz extrañamente íntima y coral, a la vez que trascendental y secularizada, y que, aun trufada de elementos cultistas, da rienda suelta a una magmática coloquialidad, con la que Eliot inaugura una novedosa estética, muy cara al («cambalache», justamente) siglo XX.

Sus poemas poseen, en efecto, el magnetismo de los monólogos dialogados (tan afines a la escisión interior del hombre contemporáneo); y muestran, misteriosamente, el escorzo de su ebullición creadora, e incluso deconstructiva, pues semejan ser también una vajilla recién destrozada y recompuesta sin que se le noten las junturas. Son, también, los platos circenses en rotación, sin que se vea la mano que los mueve. Se trata de una imaginería ventrílocua; un collage zurcido con retales líricos, narrativos y filosóficos, donde la alta cultura, con letanías bíblicas y citas de sus poetas predilectos (La divina comedia, de Dante, y el Hamlet, de Shakespeare, como fuentes primordiales, junto a los metafísicos ingleses y los simbolistas franceses) se entremezcla con contingentes soflamas publicitarias y prosaicas.

Ahora, el Prufrock… era el cimiento de un destacado «drama de la angustia literaria» y de «un dramático monólogo interior» sobre el aislamiento, el hastío, la impotencia o la nostalgia del amor no consumado de los nuevos urbanitas («Porque he oído cantar a las sirenas, cantando unas a otras. / No creo que cantaran para mí»). Y, si en aquellas páginas iniciales, nos hablaba de una naturaleza convaleciente, con un sol de respiración asistida —«Cuando la tarde está tendida sobre el cielo / como un anestesiado en mesa de quirófano»—, en El entierro de los muertos, de The Waste Land, que le ha sido inspirado por las recientes ceremonias de homenaje a las víctimas de la Gran Guerra, ante la Tumba del Soldado Desconocido de la Abadía de Westminster, Eliot se pregunta “¿Qué raíces se aferran, qué ramas ahora crecen de esta fría basura?”. Y, en “Cuatro cuartetos”, al término de la Segunda Guerra, su cuadro clínico se completa con este sobrecogedor diagnóstico demasiado premonitorio: “La tierra entera es nuestro hospital…”.

«Primero nos hubiéramos tomado dos copas en el bar de Tom y estaba el viejo Tom…»; así empezaba la versión original

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Su magisterio, en fin, ha iluminado como pocos a poetas muy contrapuestos entre sí, desde más realistas a más órficos, al punto de que no sería exagerado afirmar que ningún poeta que se precie puede prescindir de su legado, aunque sea con la ligera variante de enfrentarlo. Y entre sus enseñanzas claves, predicada con el ejemplo hasta la extenuación, está la necesaria intertextualidad de la poesía; la condición indispensable de empaparse de los clásicos para después, justamente, poder evacuarlos, del mismo modo que nadie puede descomerse de lo que no ha ingurgitado. Premio Nobel de Literatura, en 1948, su marcado rechazo al Romanticismo fue incluso inferior a su antiacademicismo; además, literalmente, pues formado en Harvard, La Sorbona y Oxford, cuando tuvo oportunidad de dedicarse a la docencia en esta última institución, arguyó: “La Universidad es muy bella, pero no quiero ser un muerto en vida…”.

En realidad, T. S. Eliot ha revolucionado la lírica en boga, comenzando a agitar una coctelera inaudita, con materiales reciclados e innovadores retales, ofrecidos en una sincronía de espejos rotos, y sometiendo cualquier símbolo y abstracción precedentes a un aterrizaje forzoso. Su viaje inverso a la tendencia migratoria de la época –pues, oriundo de la emergente nación de Walt Whitman, se instala en la metrópoli londinense y se hace ciudadano británico, amén de abrazar la fe anglicana– resultará decisivo en el sincretismo transoceánico de su poesía, con la que, en rigor, el autor de “La tierra baldía” pronostica, y él mismo inaugura, la modernidad convaleciente, en la que aún nos hallaríamos inmersos.

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