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Amalgama

Anoushka Shankar

Juan Ezequiel Morales El Día

La historia de Anoushka Shankar, hija de Ravi Shankar, y música especialista mundial de sitar, recogida en su Long Play Love Letters, es desgarradora. Su impresionante belleza y el oasis de amor conyugal no le bastó a su compañero, el director de cine Joe Wright (que ya había dejado colgada en el altar de boda a Rosamund Pike), y salió corriendo, tras siete años, detrás de una rubia norteamericana de sorprendente escotadura supraesternal, también muy guapa y más joven, Haley Bennett. Anoushka publicó, en 2020, uno de los discos de amor más hermosos del siglo XXI, abordando «el proceso del enamoramiento, el deseo, que le rompan a una el corazón, el sentimiento de pérdida y la sanación a través de esa pérdida», y se planteó el álbum como una psicoterapia para catartizar su desgarramiento emocional: «En realidad, trata del proceso de emerger desde el dolor, incluso la enfermedad física por somatizar ese dolor, en un movimiento hacia arriba, en lugar del desplome». Fabricó su hermosa obra con varias mujeres, con quienes vivió «la experiencia compartida de las mujeres, tomar mi mano y ayudarme a encontrar un lugar seguro para expresar algunos de mis sentimientos», las cuales fueron la cantante turco-alemana Alev Lenz, las gemelas cubanas Lisa-Kaindé y Naomi Díaz, la cantante india Shilpa Rao, la violonchelista y cantante Ayanna Witter-Johnson, la contrabajista Nina Harries, la ingeniera egipcia de sonido Heba Kadry, la ingeniera de masterización británica Mandy Parnell, o la ilustradora persa Azeema Nur.

Pero no es el tema de los amores condicionales el que quiero tratar aquí, sino el del origen de ese sufrir inenarrable, que está en la impermanencia, la interdependencia y el aferramiento emocional a lo ilusorio, para sacar conclusiones acerca de dónde provienen y adónde van todas esas pulsiones que nos embridan como marionetas. Sí, así de sorprendente es la transmutación de un hecho rupturista para con el equilibrio y la esperanza del humano, el consumo de felicidad por signos externos, sean conyugales, plutocráticos o de otro jaez más mafioso. Al fin se da de bruces el humano con el final de esa esperanza y el consumo de la felicidad que surge de la propia vida, desde que nace, se hormona y luego, cede y es conquistada por la tumbadora, la ola de la muerte. Y entramos en materia acerca del final de esta historia.

Un texto interesante para investigar es el de Ian Stevenson, de 1997, Where reincarnation and biology intersect. Ian Stevenson, fallecido en 2007, fue bioquímico especialista en la oxidación de los tejidos, doctor en medicina interesado en los desórdenes psicosomáticos y profesor universitario de psiquiatría, y dirigió la División de Estudios de Percepción en la Universidad de Virginia, sobre fenómenos paranormales. Los denominados fenómenos paranormales se estudian en varias universidades del planeta, con independencia del pasotismo que a los mismos se presta por multitud de académicos que los desprecian o por los funcionarios dadores del sello de pseudociencias, pero también me ocurre a mí lo mismo cuando le hablo de mis teorías metapsíquicas a Maquiavela, mi perra: se queda mirando y pasa de lo que le digo. No puede ser de otra manera, es una perra.

Ian Stevenson estudiaba la reencarnación como fenómeno posible, y complementario a la herencia y al medioambiente, todo dentro de un contexto médico. Investigó más de tres mil casos de niños que hablaban de vidas pasadas, recorrió en busca de casos más de 60.000 kilómetros en Asia, África, Europa y América, entre 1966 y 1971, y estimaba que la reencarnación podía describirse como una entrega del complejo de la personalidad de un ser vivo que se pasaba a otro ser vivo posterior en el tiempo terrestre.

Las tesis y casos de Stevenson han sido replicadas por Tom Shroder o por Jim B. Tucker, y con muestrarios amplios de fotografías en las que los propios cuerpos indican varias señales ligadas a las vidas y sucesos anteriores de personas ya muertas. Evidentemente, si ciertos comportamientos pulsionales pueden venir del pasado prenatal, Ian Stevenson, en una época de arraigo del psicoanálisis, se opuso a las teorías deterministas de Freud, a quien discutía que los comportamientos podían modularse en la adultez y eran más plásticos que lo que predecía el psicoanálisis. La misma aversión teórica tenía Stevenson con el conductismo, por los mismos principios de arraigo de comportamientos provenientes de momentos prenatales. En sus estudios estadísticos sobre los recuerdos previos al nacimiento, en los años cincuenta, Stevenson localizaba que en niños de menos de diez años la proporción era significativa y comenzaban a recordar entre los dos y los cuatro años perdiendo luego esa memoria entre los siete y ocho años, y en los años sesenta se unió en su investigación a Eileen J. Garrett, de la Fundación de Parapsicología, en India y Sri Lanka. Pudo ampliar sus investigaciones gracias a un millón de dólares que el empresario Chester Carlson, en 1968, dejó para una cátedra en la Universidad de Virginia y otro millón al propio Stevenson para las investigaciones sobre la reencarnación. Stevenson solo observaba los hechos, no hacía ninguna afirmación respecto a si los traspasos de rasgos esenciales y biográficos de la personalidad, e incluso emociones, filias, fobias y recuerdos exactos, provenían de un estado intermedio entre la muerte y el nacimiento, o quedaban en algún tipo de reservorio y eran luego trasladados a cerebros u organismos de forma desconocida. Yo ya he dejado de hablar con mi perra Maquiavela, y con sus torpes socios teóricos, los escépticos porque sí, y llevo adelantados varios conocimientos que resultan interesantes para no morir despistados, tanto como para no desgarrarse en lo ilusorio, como la bella Anoushka Shankar.

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