eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La ‘ragazza’ irrepetible

La muerte de Mónica Vitti nos remite a uno de los grandes momentos del cine italiano de los 60

Mónica Vitti, en una de sus películas. El Día

Convertida en mito insoslayable tras la ola de innovación surgida en la Italia posneorrealista bajo la batuta de Michelangelo Antonioni, Mario Monicelli, Luigi Zampa, Ettore Scola, Mauro Bolognini o Francesco Maselli, su presencia continuada en el cine italiano devino, durante muchos años, en uno de los grandes iconos de la comedia de corte costumbrista, compartiendo protagonismo con figuras legendarias del género como Alberto Sordi, Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman, Maurice Ronet, Giancarlo Giannini, Peppino De Filippo, Michele Placido, Nino Manfredi, Ettore Manni, Roberto Benigni o Fernandel, al tiempo que participaba en la famosa tetralogía sobre la incomunicación creada por Antonioni, en un admirable alarde de versatilidad dramática que ensancharía ostensiblemente su horizonte profesional y le haría acreedora, entre otros muchos galardones internacionales, del David de Donatello a la mejor actriz en cinco ocasiones y el León de Oro Especial de la Mostra de Venecia en 1995.

Dotada de una cálida y arrolladora belleza, muy alejada de los estándares más estereotipados del cine de su época; de voz ronca, con unos ojos hiperovalados y unos labios de ensueño, Maria Luisa Ceciarelli, popularmente conocida como Monica Vitti (Roma, 1931/Ibídem, 2022), se erigió, en los años sesenta y setenta, en una de las figuras fundamentales de la modernidad cinematográfica, exhibiendo una capacidad interpretativa excepcional gracias a un control emocional que le permitía encarnar con admirable naturalidad a personajes de perfiles muy diversos, tanto en el ámbito de la comedia tradicional, en el que brilló siempre con luz propia, como en los dramas de tintes psicológicos que le facilitarían su incorporación al mejor cine de autor que circulaba en aquellos años por las salas de arte y ensayo de media Europa.

Aunque siempre esquivó la tentación de transformarse en una gran star de Hollywood, meta soñada por cualquier actriz europea de la época, a lo largo de toda su carrera como actriz no mostraría nunca el menor anhelo por abandonar su Italia natal a cambio de una vaga e incierta promesa triunfal en la meca del cine, como sí hicieron, con mayor o menor acierto, muchas de sus contemporáneas, como Virna Lisi, Alida Valli, Gina Lollobrigida o Sophia Loren. Su carrera artística, iniciada en el año 1954 con una breve intervención en El abrigo de visón (Ridere, ridere, ridere¡. Una pelliccia di visone), de Glanco Pellegrini, y concluida treinta y cinco años después con Scandalo segreto, un telefilme protagonizado y dirigido por la propia actriz, discurriría casi en su totalidad en los escenarios y platós de su país, acompañada de una extensa nómina de figuras míticas que, como ella, contribuyeron a ampliar los horizontes creativos de la cinematografía transalpina tras los claros signos de agotamiento que empezaba a mostrar el glorioso movimiento neorrealista atravesado ya el umbral de la década de los sesenta.

Su perseverante arraigo en la industria nacional no le impidió, sin embargo, realizar algunas incursiones en otras cinematografías, como la francesa, donde protagonizaría junto a Jean Yanne Razón de estado (La raison d’état, 1978), de Andre Cayatte, o la británica, asumiendo el rol de un popular personaje del comic en Modesty Blaise, superagente femenino (Modesty Blaise, 1966), inefable pastiche psicodélico perpetrado por el otrora maestro angloestadounidense Joseph Losey y coprotagonizado por el gran Dirk Bogarde; película que, pese a todo, le proporcionaría a la Vitti un plus de popularidad indiscutible —su repercusión taquillera en todo el mundo compensó de alguna manera el fracaso unánime que cosechó entre los críticos—. Y en 1974, vuelve a dar, como con Antonioni a principios de los sesenta, en la diana del éxito incorporándose al amplísimo reparto de El fantasma de la libertad (Le fantôme de la liberté), el filme testamentario de Luis Buñuel en el que la actriz ofrece una actuación escueta pero de una concisión dramática incontestable.

Dotada de una cálida y arrolladora belleza, se erigió en una figura clave gracias al control emocional en sus interpretaciones

decoration

Sea como fuere, su imagen expansiva y dicharachera, que tantas veces exhibiría en la pantalla encarnando a heroínas de fuerte arraigo popular en títulos de enorme repercusión taquillera, como El demonio de los celos (Dramma della gelosia, 1970), de Ettore Scola; La liebre y la tortuga (La lepre e la tataruga, 1962), de Alessandro Blasetti; Esa rubia es mía (La tosca. Polvere di stelle, 1973), de Alberto Sordi; Las cuatro muñecas (Le bambole, 1965), de Dino Risi, Luigi Comencini, Mauro Bolognini y Franco Ross, La mujer más explosiva del mundo (Ninì Tirabusciò: la donna che inventò la mossa, 1971), de Marcello Fondato o Mátame, tengo frío (Fai in fretta ad uccidermi ho freddo!, 1967), de Francesco Maselli, aunque impregnadas de enormes dosis de ironía sobre la sociedad italiana de su tiempo y con excelentes actuaciones de la actriz, contrastaba con la otra imagen que Antonioni le construyó ex profeso para encarnar a las protagonistas de La aventura (L’avventura, 1960), La noche (La notte, 1961), El eclipse (L’eclisse, 1962) y El desierto rojo (Il Deserto rosso, 1964), un giro coperniquiano que la situó en la cumbre del arte cinematográfico más comprometido de la segunda mitad del siglo XX, contribuyendo a elevar su imagen artística a niveles estratosféricos.

Así pues, el autor de Blow Up. Deseo de una mañana de verano (Blow Up, 1966), y su amante a la sazón, fue el auténtico artífice de su transformación en una actriz de poderosos e insospechados registros dramáticos, incorporándola como protagonista a la monumental recreación que hizo, a través de estos cuatro filmes, del dramático aislamiento y de la decadencia moral de una burguesía cautiva de su propio ensimismamiento en una época sembrada de profundas contradicciones. Antonioni disecciona sin remilgos la sociedad de la época: la incomunicación, la falta de escrúpulos e ideales de la burguesía y de las élites intelectuales. Y la frialdad en las relaciones de los protagonistas queda magníficamente subrayada por la gélida —e inolvidable— fotografía en blanco y negro de Gianni di Venanzo y por el brillante ejercicio de interiorización con el que la estrella afronta la composición de cada una de sus cuatro personajes.

No mostró nunca el menor anhelo por abandonar su Italia natal a cambio de una incierta promesa triunfal en Hollywood

decoration

Pero Monica, que en 1981 volvería a protagonizar a las órdenes de Antonioni la enigmática y fascinante El misterio de Oberwald (Il mistero di Oberwald), otro filme de carácter experimental que no gozaría en cambio de la misma acogida critica que su famosa tetralogía, seguiría por la senda de la comedia, sembrando la historia del cine de espléndidas interpretaciones que hoy guardamos en nuestra memoria como el reflejo de una personalidad a fin de cuentas irrepetible.

Compartir el artículo

stats