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La pérdida de la inocencia

Kenneth Branagh explora el pasado de su ciudad natal en ‘Belfast’, inspirada en su propios recuerdos familiares durante los años sesenta

Una escena de ‘Belfast’. El Día

Que el actor, guionista y director Kenneth Branagh (Belfast/Reino Unido, 1960) haya tocado los más diversos palos a lo largo de su carrera cinematográfica no significa, como hemos podido leer en algún artículo reciente a propósito del estreno en Estados Unidos de Belfast, que se encuentre «extraviado» (sic) como autor. Es en su diversidad temática, por el contrario, donde reside el verdadero talento de este director capaz, como todos sabemos, de llevar a la pantalla los argumentos más disímiles sin que mengüe lo más mínimo su acreditada capacidad como narrador y, sobre todo, como formidable adaptador del teatro de Shakespeare y como notable traductor visual del universo literario de Agatha Christie, novelista que también ha inspirado su último filme, aún pendiente de estreno, Muerte en el Nilo (Death on the Nile, 2022) en el que vuelve a interpretar al mítico inspector Hercule Poirot.

No es ciertamente un gran demiurgo del cine contemporáneo en la medida en que sí lo son, pongamos por caso, Francis F. Coppola, Steven Spielberg o Martin Scorsese, pero sí tiene un don especial para convertir cualquier argumento que cae en sus hábiles manos en una nueva oportunidad para exhibir su dominio de la narrativa cinematográfica, muy lejos de los estereotipados enfoques que imponen las reglas no escritas de la producción mainstream, a pesar de haberse metido en determinados momentos de su vida profesional en algunos jardines muy frecuentados por las megaproducciones made in Hollywood, detalle que podría poner en solfa su acreditada independencia creativa pero que, sin embargo, con su sello personal tiene la habilidad de disipar siempre cualquier duda acerca de su solvencia técnica tras las cámaras.

Tanto en el ámbito de la interpretación como en el de la escritura y la dirección, Branagh constituye uno de los grandes activos del cine británico de las dos últimas décadas, brillando casi siempre con luz propia en los tres campos desde su ya lejano debut en Enrique V (Henry V, 1989), inspirada en el drama homónimo de William Shakespeare.

El suyo, en buena medida, es un cine de factura impecable, dotado de sólidos guiones y con eficaces y lustrosos repartos que, en muchos casos, él mismo encabeza, como Hamlet (Hamlet, 1996), Los amigos de Peter (Peter’s Friends, 1992), Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993), Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994), Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2018) o El último acto (All is True, 2018), películas que, además, ponen continuamente de relieve su destreza visual y su habilidad innata para interpretar el complejo escenario psicológico sobre el que se desarrollan las relaciones humanas cuando estas se construyen desde bases equívocas e inestables.

Por eso, su larga experiencia en este terreno le ha permitido dar ahora un nuevo y arriesgado salto en su carrera, situándose en una delicada tesitura como guionista y director al exponer su propia experiencia vital como eje central de una película en la que no solo se implica a fondo política y moralmente sino que no refleja el menor empacho en mostrarse abiertamente crítico con su país natal y con su propio entramado familiar en unas circunstancias cruciales para la recuperación de la convivencia pacífica en el Reino Unido entre dos posiciones políticas violentamente enfrentadas por una causa que generó, entre otras tristes secuelas, centenares de víctimas mortales y una amarga y prolongada frustración social.

Belfast, que se estrenó en los cines españoles el pasado 28 de enero, es un drama autobiográfico situado en la capital norirlandesa durante la cruda y sangrienta década de los años sesenta, donde Branagh reconstruye la profunda tensión ciudadana que respiraban las comunidades católicas y protestantes en una guerra civil (jamás reconocida como tal por ninguna de las partes contendientes), que ocasionó años de dolor y miseria, poniendo siempre el foco en sus propias experiencias familiares como punto de partida para situar en su auténtico contexto un drama cuyas huellas psicológicas aún siguen presentes en varias generaciones de norirlandeses como un estigma solo homologable en el continente europeo al del largo y turbulento conflicto que enturbió la paz en el País Vasco durante varias décadas del pasado siglo.

Branagh, cuya incursión en el cine de raíces políticas ha sido virtualmente inexistente hasta ahora, evita en todo momento, y ello le dignifica como autor independiente, que la representación de aquella crisis, que todos los que hoy peinamos canas la recordamos con toda suerte de detalles, se convierta en una lectura revisionista de los gravísimos motivos de fondo que la alimentaron, partiendo de un puñado de recuerdos de su infancia vinculados a la complicada relación interpersonal que mantuvo con sus padres y abuelos en uno de los barrios obreros más agitados de la ciudad de Belfast cuando el conflicto armado entre unionistas y soberanistas se encontraba ya en plena ebullición.

Por eso, más que cargar innecesariamente las tintas incidiendo en los violentos enfrentamientos que se desataban, día tras día, en una ciudad virtualmente sitiada y mostrar solo la vertiente más sombría de aquellos sucesos, el autor de Morir todavía (Dead Again, 1991) elige la vía más comprometida, la más cercana al proceso de transformación que estaba experimentando la sociedad norirlandesa en aquellos momentos, mostrando la realidad de un entorno político polarizado a través de la óptica familiar. Desde semejante atalaya Branagh nos invita a meditar no tanto sobre una familia sembrada de ostentosas contradicciones sino sobre una situación social que minaba cualquier intento de solución al cul de sac al que había desembocado la cuestión irlandesa tras muchas décadas de confrontación territorial.

Rodada en su totalidad en un expresivo y majestuoso blanco y negro, con un lujoso reparto encabezado por Jamie Jordan y Caitriona Balfe como los padres de Jude Hill, correlato del joven Branagh, y sólidamente flanqueados por los veteranos Judi Dench y Ciarán Hinds encarnando, con su reconocido magisterio, a los desdichados abuelos de Jude, Belfast es una de esas cada vez más escasas películas que invitan continuamente a la reflexión sobre los fantasmas de un pasado que sobrevuela la conciencia de un país particularmente castigado por la historia y que marcará, posiblemente, un antes y un después en la obra de este formidable cineasta que, como tantos otros de los que guardamos memoria, ha decidido tomar la senda de su propio pasado en un intento por explorar las causas que de un modo u otro propiciaron la pérdida de su inocencia en tiempos de oscuridad, odio y desconcierto.

E, insisto: aunque suele opinarse que el cine contemporáneo ha llegado a tal dominio de la técnica fotográfica, que ya no es posible prácticamente sino avanzar en la línea de lo mejor pero no de lo distinto, Kenneth Branagh nos demuestra la tesis contraria. Porque la fotografía de Belfast no es simplemente de mejor calidad que la que suele ofrecer el cine de nuestros días. Es además distinta. Su secreto radica tal vez en que Branagh, viejo aficionado, como su cameraman el chipriota Haris Zambarloukos, con quien trabaja desde hace varios años, consiguen el difícil logro de la reconversión de la técnica en verdadero arte.

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