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Ava Gardner: diosa y musa de nuestro tiempo

Figura imprescindible para acercarse al ‘star system’ hollywoodiense y gran sacerdotisa de un culto que no decae con el paso de los años

Ava Gardner

Este mes de diciembre se cumplirán cien años del nacimiento de Ava Gardner (Carolina del Norte, EE UU, 1922/ Londres, GB, 1990), una de las figuras imprescindibles para entender el complejo escenario sobre el que se edificó el star system en los mentideros de Hollywood y uno de los pretextos para poder acercarnos al papel que han desempeñado determinados ídolos de la pantalla en su configuración y expansión como sacerdotes y sacerdotisas de una nueva religión denominada mitomanía; algunos, como Greta Garbo o Marlene Dietrich desde los tiempos del cine mudo, otros, como es el caso que hoy nos ocupa, desde su debut como protagonista en Forajidos (The Killers, 1946), de Robert Siodmak, junto a Burt Lancaster, inspirado en el relato homónimo de Ernest Hemingway, se convertiría a partir de ese momento en la artífice suprema de un nuevo erotismo surgido a mediados del pasado siglo cuya virtud potencial radicaba en la energía que despedía su elegante y voluptuosa figura, lejos de la repulida fotogenia que mostraban algunas de sus más lejanas antecesoras en el olimpo de los celebridades.

Ava Gardner y Humphrey Bogart, en ‘La condesa descalza’ (1954).

El tema, naturalmente, nos sitúa en la propia génesis y metamorfosis de las estrellas y en la liturgia que sea vinculado tradicionalmente a ellas. Y ése es el caso, además del puramente conmemorativo, que ha motivado la redacción de esta pieza después de tantos años alejada del ruido mediático que provoca el viejo Hollywood: el de una gran figura dotada de una descomunal belleza, amada y deseada hasta el delirio, que fundió su vida profesional con la personal hasta el extremo de no distinguirse dónde se situaba el mito y dónde la realidad de una mujer cercada, pese a todo, por el fantasma de la soledad y por la evidencia, como que dos y dos son cuatro, de que su imagen anhelante y abrasiva, vampirizada por la miríada de admiradores que le han rendido culto desde sus primeras apariciones en la gran pantalla, constituye la estampa más próxima a nuestra personal noción de lo que es la perfección. Por lo tanto, sus valores como actriz se han de medir con otra vara, más vinculada a su peso presencial, a su figura simbólica, que a las sofisticadas técnicas sobre el complejo arte de la actuación que podamos emplear. Veamos.

Salvo en muy determinadas ocasiones, Ava Gardner, exponente por antonomasia del erotismo exuberante del Hollywood de la posguerra, nunca pasó por ser una intérprete especialmente brillante, ni por ser una actriz metódica y deslumbrante en la medida que sí lo fueron algunas de sus contemporáneas, como Bette Davis, Joan Crawford, Vivien Leigh, Gloria Grahame, Lana Turner, Olivia de Havilland, Gene Tierney, Susan Hayworth, Katherine Hepburn, Jennifer Jones o Barbara Stanwick, pero poco importa tratándose de una estrella dotada, sin embargo, de facultades excepcionales para irradiar a su paso toneladas de sensualidad y generar, al propio tiempo, una admiración inquebrantable entre un público virtualmente hechizado por lo que el difunto Terenci Moix denominaría en las páginas de Fotogramas como “el animal más bello del mundo”.

Ava fue, en resumidas cuentas, un mito electrizante, vivo, que aportó al cine calidez, turbación, libertad y vida a un mundo, el de la posguerra, sembrado de solemnes y retóricos mensajes sobre la moralidad y las costumbres tradicionales en una sociedad que salía de un infierno para entrar en un nuevo orden incapaz, como ha podido verificarse al paso del tiempo, de erradicar de su seno algunas de sus lacras morales más resistentes.

Para convertirse en lo que en el fondo siempre deseó, pero nunca logró del todo, es decir, vivir como una mujer libre de ataduras y servidumbres, la estrella hubo de atravesar la experiencia de tres matrimonios con personajes tan diversos y controvertidos como Mickey Rooney, Artie Shaw y Frank Sinatra, con los que compartió relaciones especialmente tormentosas, y con un número incontable de amantes en el que no faltaron los toreros Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín, dos de los depredadores sexuales más populares de nuestro país durante los años cincuenta y sesenta de cuyo actitud manifiestamente machista siempre evitó emitir el menor comentario.

Es curioso, pero, al igual que Marilyn Monroe o Marlene Dietrich, Ava Gardner estuvo siempre muy por encima de casi todas sus películas; el poder de su simple presencia en la pantalla, su imponente imagen, era como si observáramos una auténtica obra de arte. A pesar de sus reconocidas limitaciones, logró formar pareja artística con figuras del renombre de George Raft, Robert Taylor, Fred MacMurray, Gregory Peck, Robert Mitchum, Clark Gable, Humphrey Bogart, Tyrone Power, Richard Burton, Stewart Granger, Charlton Heston, James Mason, David Niven, Paul Newman, Dirk Bogarde o George C. Scott. Un formidable plantel de actores que, en su mayoría, pudieron disfrutar, aunque en la ficción, de su cálida y ensoñadora compañía en películas, de mayor o menor calado, que hoy integran el imaginario de muchos de los espectadores que hoy peinamos canas.

Aunque su filmografía se inicia realmente en 1942 con exiguas apariciones en títulos como Sucedió bailando (We Were Dancing, 1942), de Robert Z. Leonard; Kid Glove Killer (1942), de Fred Zinnemann; Hitler´s Madman (1943), de Douglas Sirk o Al compás del corazón (Music for Millions, 1944), de Henry Koster, su verdadera puesta de largo como actriz protagonista la tuvo con el soberbio filme de Robert Siodmak Forajidos (The Killers, 1946), escrito por John Huston y Richard Brooks, sobre un relato de Hemingway, donde la estrella encarna a la irresistible Kitty Collins, la novia de un conocido gángster, que acaba estableciendo una relación secreta con un boxeador en declive (Burt Lancaster).

Para Ava no podía haber mejor regalo, pues Forajidos puede considerarse su primer trabajo importante, la primera vez en la que realmente aparece la Ava mítica que en la década de los cincuenta va a llenar páginas y páginas de revistas y va a poblar los sueños líquidos de millares de adolescentes. Ava como Kitty Collins y su legendario vestido negro, quedará en la historia casi tanto como lo hizo Rita Hayworth en Gilda (Gilda, 1946) con su famoso guante.

Con Mercaderes de ilusiones (The Hucksters, 1947), de Jack Conway, una comedia sencilla, convencional y a ratos entretenida, que obtuvo unos pésimos resultados de crítica y público, no le aportó mayores réditos a su carrera, sobre todo tras su explosiva aparición en la película de Siodmak, pero tuvo, eso sí, la envidiable oportunidad de contar con el gran Clark Gable como partenaire y con una espléndida Deborah Kerr en su primera experiencia en el cine hollywoodiense, que la arroparon mientras duró el rodaje. Y ese detalle pudo notarse, de manera más que evidente, en una producción mediocre a fin de cuentas pero con un reparto visiblemente compacto que funciona con absoluta solvencia.

Tampoco Una vida y un amor (Singapoore, 1947), de John Brahm, junto a Fred MacMurray, representó ningún paso crucial en la trayectoria profesional de la actriz. Una historia cuajada de tópicos y una dirección poco afortunada no eran el mejor escenario argumental y técnico para exaltar ante las cámaras sus múltiples encantos personales, cosa que sí sucede, sin embargo, con la turbadora y misteriosa diosa del amor que encarna en Venus era mujer (One Touch of Venus, 1948), de William A. Seiter.

Una cinta con ribetes fantásticos, irrelevante e impersonal pero que sirvió de vehículo para situar a la estrella en el contexto que más le convenía como dueña de una belleza que rozaba lo sobrenatural y que la acercaba ya a la futura protagonista de Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, 1951), de Albert Lewin, otro de sus grandes filmes de referencia, inspirado en la leyenda del holandés errante sobre el que Scorsese sentenció: “ver esta película es como entrar en un sueño extraño, puro, bello y maravilloso” y en la que Ava se convertiría en un personaje objeto de deseo para Hendrick van der Zee, un James Mason romántico y soñador que cae subyugado por la pasión arrebatadora que le inspira su joven y poderosa amante.

Mervyn LeRoy, otro cineasta cargado de razones para estar entre los cuarenta o cincuenta directores más influyentes del cine estadounidense de todos los tiempos, autor de maravillas de la talla de Soy un fugitivo (I Am a Fugitive From a Chain Gang, 1932), Niebla en el pasado (Random Harvest, 1942) o Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, 1933), la incluyó en el reparto de Mundos opuestos (East Side, West Side, 1949), un melodrama sentimental en el que un matrimonio de la alta sociedad neoyorquina se enfrenta a un conflicto indirectamente provocado por la aparición en escena de una mujer extremadamente atractiva, que hace tambalear la estabilidad emocional de la pareja. La formidable actuación de Ava queda sobradamente compensada con un reparto integrado por James Mason, Barbara Stanwick, Cyd Charisse y Van Heflin.

Sumergida ya a fondo en el cine mainstream, protagoniza junto a Katherine Grayson, Howard Keel y Joe E. Brown la tercera versión de Magnolia (Show Boat, 1951), el musical de Jerome Kern y Oscar Hammerstein II, que dirigió, con su habitual destreza visual, el gran George Sidney, incluyendo en el guion innumerables guiños antirracistas que no le pasaron precisamente desapercibidos al Comité inquisidor del senador MacCarthy. La película obtuvo un enorme éxito popular y Ava, aunque elegante y espléndida, queda capitidisminuida en medio de grandes estrellas del género como lo fueron, sin duda, Howard Keel, Kathryn Grayson o Joe E. Brown. Su voz en las canciones que interpreta en la película fue doblada, por la mítica cantante de jazz Annette Warren.

A pesar de su irresistible magnetismo personal, su presencia como coprotagonista en el western de Vincent Sherman Estrella del destino (Lone Star, 1952), al lado de Clark Gable, Broderick Crawford y Lionel Barrymore, una trinidad actoral de primera categoría, queda virtualmente relegada por una trama en la que cede todo el protagonismo, como era habitual por otra parte en el cine de aquellos años, a sus tres compañeros de reparto. En cualquier caso, se trata de un western manifiestamente menor donde prevalece, como mandaban las ordenanzas, la visibilidad masculina por encima de cualquier otra consideración que pudiera alterar los patrones sexistas sobre los que descansaba el viejo Hollywood durante los años cincuenta.

En cambio, en Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro, 1952), de Henry King, inspirada en la novela homónima de Ernest Hemingway, la actriz se mueve en unos parámetros muy diferentes. Cynthia Green es una mujer autónoma y aventurera que atormenta, a través de sus viejos recuerdos en sus idílicos viajes a París, Madrid y la Costa Azul, al desdichado escritor Harry Street (Gregory Peck), en los últimos momentos de su aciaga vida en la falda del monte Kilimanjaro. Entretanto, su esposa (Susan Hayward) asume el rol de la compañera incondicional que encuentra en la resignación su único refugio, la única forma de esquivar una realidad que la imposibilita para alimentar un sentimiento parasitado por un pasado al que no puede ni quiere combatir.

Con Vincente Minnelli como director, Ava se integra en el reparto de Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953/55), uno de los grandes hitos del musical americano donde comparte cartel con Fred Astaire, Cyd Charisse y Jack Buchanan encarnando, en un breve pero sustancioso papel, a una célebre actriz de cine sumergida entre las bambalinas de los grandes teatros de Broadway. Pues bien, ese mismo año, y con el gran John Ford como maestro de ceremonias, recibiría otro de sus más preciados e inolvidables regalos profesionales metiéndose en la piel de Eloise Y. Kelly, una mujer volcánica y de turbio pasado que rivaliza con Grace Kelly por conquistar el corazón de Clark Gable, un experimentado cazador envuelto en un tenso triángulo amoroso durante un safari por tierras de Kenia.

En Mogambo (Mogambo), Ford le proporcionaría un papel diseñado a su medida, complejo, ambiguo y enormemente cáustico gracias al cual fue nominada al Oscar a la Mejor actriz y con el que volvería a demostrar, pese a sus conocidas limitaciones, insisto, que en su terreno específico no había actriz que la arrojara de su bien ganado pedestal. Otra experiencia igualmente gratificante para el curso de su zigzagueante carrera fue la que le ofreció, un año después, el maestro Joseph L. Mankiewicz para que encarnara en La condesa descalza (The Barefoot Contessa), a María Vargas, una bailarina española convertida, gracias a Harry Daves (Humphrey Bogart), un famoso director de cine que decide apadrinarla, en una actriz famosa. Pero alcanzado su objetivo, la joven descubrirá que el precio a pagar por conseguir la fama a veces puede ser demasiado alto.

A pesar de que el gran Mankiewicz, como Ford, Lewin, LeRoy, Siodmak o el mismo Huston, que la dirigió sabiamente en La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), otro hito artístico en su larga filmografía, consiguieron extraer de ella sus mejores bazas interpretativas, cosa que no lograron muchos otros que también la tuvieron a sus órdenes en distintos momentos de su trayectoria, su peculiar talento siguió dando muestras efectivas en películas nada desdeñables como Fiesta (The Sun Also Rises, 1957), de Henry King; La maja desnuda (The Naked Maja, 1959), de Henry Koster; La hora final (On the Beach, 1959), de Stanley Kramer, o 55 días en Pekín (55 Days at Peking, 1963), de Nicholas Ray.

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