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Cine

Galante, introspectivo y seductor

Sidney Poitier, símbolo de la integración racial en el Hollywood de los 50, deja, tras su desaparición, un legado cifrado en medio centenar de largometrajes

Muere Sidney Poitier, el primer actor negro en ganar un Oscar.

Fue, sin duda, el gran ariete que abrió las puertas de la gran industria a una larga nómina de actores y directores vetados por el color de su piel en un país donde oficialmente la segregación ya había pasado a la historia. Tras su largo recorrido profesional, iniciado en 1950, Sidney Poitier (Miami, EE.UU, 1924/ Nasáu, Bahamas, 2022), fallecido la pasada semana a la provecta edad de 94 años, ganador de dos Oscar e impulsor de la integración de los actores de color en las producciones hollywoodienses, estuvo casi dos décadas alejado de los platós, aunque su figura permanecía intacta en la memoria colectiva de la comunidad cinéfila, robustecida años más tarde con la incorporación a las pantallas de estrellas como Jamie Foxx, Will Smith, Denzel Washington, Morgan Freeman, Forrest Whitaker, Cuba Gooding Jr., Danny Glover, Samuel L. Jackson, Richard Roundtree o Lawrence Fishburne, normalizando así la presencia de intérpretes negros en un mercado cultural que, durante mucho tiempo, mantuvo un férreo cordón sanitario contra la posibilidad de que algún día pudiera darse semejante paso.

De este modo, Poitier se convertiría, malgré lui, en el paladín de una causa que aún colea en el seno de la sociedad y de la política estadounidense: la lucha contra la discriminación racial y la desigualdad social. Naturalmente, en su filmografía, integrada por más de cincuenta largometrajes como actor y otros cinco como director, sobrevuelan muchas historias estrechamente vinculadas a esta idea, mostrando con mayor o menor intensidad las profundas cicatrices políticas de una batalla endémica que aún sigue alimentando la división y el enfrentamiento en el corazón de la potencia más influyente del planeta.

La súbita aparición del actor en la meca del cine interpretando a un joven médico vilmente acosado por una supuesta negligencia profesional en Un rayo de luz (No Way Out, 1950), de Joseph L. Mankiewicz (junto a un Richard Widmark y una Linda Darnell en plenitud de facultades) llamó poderosamente la atención, sobre todo por la intensidad dramática con la que emprendía su carrera ante las cámaras en medio de una época atravesada por un clima creciente de conflictividad social y por la infatigable persecución desatada en aquellos tiempos por el senador McCarthy en contra de cualquier ideario político que cuestionase las tradiciones más reaccionarias del país.

Poitier se convirtió en el paladín de una causa que aún colea: la lucha contra la discriminación racial y la desigualdad

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Con Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), escrita y dirigida por el gran Richard Brooks, cuya espléndida filmografía merecería ya una urgente revisión, Poitier vuelve a participar en otro drama de claros tintes raciales, protagonizado por Glenn Ford en el rol de Richard Dadier, un creyente en las causas perdidas que en calidad de profesor en una escuela situada en los barrios bajos de Nueva York ha de afrontar el tenso ambiente de crispación y violencia que se respira diariamente en sus aulas.

Aunque en un papel secundario, como en la película de Mankiewicz, el trabajo del popular actor no pasa precisamente desapercibido en su doble función de víctima del odio racista de sus compañeros de clase y el difícil papel que ha de desempeñar para cooperar con el orden que intenta establecer, en medio del ruido y de la furia, el voluntarioso profesor.

En Donde la ciudad termina (Edge of the City, 1957), de Martin Ritt, otro filme provisto de una gran carga social, Poitier sube de escalafón profesional compartiendo protagonismo con el formidable John Cassavetes en una historia escrita por Robert Alan Aurthur donde dos trabajadores se enfrentan a la corrupción que campa libremente por los muelles de Nueva York, creando un vínculo que va más allá de la división de la sociedad entre blancos y negros para transformarse en una dura denuncia del sindicalismo turbio, muy cercano al descrito por Elia Kazan en la memorable La ley del silencio, (On the Waterfront, 1954), en un ambiente laboral hostil y degradante. Se trata, posiblemente, de una de las composiciones dramáticas más convincentes en la larga trayectoria profesional de Poitier y de uno de los filmes de denuncia social mejor valorados de aquella convulsa y decisiva década.

Similar acogida recibiría su impactante trabajo en Fugitivos (The Defiant Ones, 1958), acompañado por Tony Curtis. Uno de los títulos más brillantes del también productor Stanley Kramer, donde dos reos encadenados intentan escapar de su reclusión en una cárcel de alta seguridad emprendiendo una huida que acabará influyendo poderosamente en las visiones de ambos personajes acerca de la solidaridad y de la intolerancia ante la lacra del racismo.

Consolidado ya como una gran estrella, ese año fue distinguido por el Festival de Berlín con el Oso de Plata al Mejor Actor y en los BAFTA se haría con el Premio al Mejor Actor Extranjero, dos galardones que resaltaron la gran proyección internacional que ya empezaba a disfrutar el actor como estrella en permanente ascenso en el box office hollywoodiense.

De nuevo bajo las órdenes de Richard Brooks, Poitier interpreta con convicción al protagonista de Sangre sobre la tierra (Something of Value, 1957), un joven keniata orgulloso y defensor de sus raíces que, pese a la vieja amistad que desde muy joven le une a Peter (un terrateniente inglés encarnado por Rock Hudson) y a las diferencias existentes en raza, clase y tradiciones, termina enfrentándose a su amigo como representante de la oligarquía blanca y partidario por consiguiente de la coexistencia pacífica frente a la independencia del país que propugnan la mayoría de la población nativa. Basada en la novela homónima de Robert C. Ruark, la película funda una larga serie de filmes sobre los diversos movimientos de liberación nacional que transformaron radicalmente el mapa político del continente africano durante la segunda mitad del siglo XX.

El actor fue ganador de dos Oscar e impulsor de la integración de los actores de color en Hollywood

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En 1959, y tras una breve pero sustanciosa carrera cuajada de personajes moralmente controvertidos, el actor cambia de registro protagonizando junto a Dorothy Dandridge, Adele Addison y Sammy Davis jr., el musical Porgy and Bess (Porgy and Bess), bajo la dirección del maestro Otto Preminger e inspirada en la ópera homónima de George Gershwin. Aunque doblado en las canciones por el famoso barítono de color Robert McFerrin, Poitier ofrece una interpretación única que armoniza a la perfección con la tónica de gran espectáculo que muestra, plano a plano, esta soberbia y olvidada película del genio austroamericano.

Sin embargo, su verdadera consagración como actor y como mega estrella le llegaría tras el estreno de Los lirios del valle (Lilies of the Field, 1963), filme dirigido por Ralph Nelson con el que obtuvo su primer Oscar y el Globo de Oro, así como el Oso de Plata al Mejor actor en la Berlinale y el BAFTA al Mejor Actor Extranjero.

En su papel de Homer Smith, un trabajador itinerante que reparte bonhomía, empeño y generosidad en una precaria comunidad de religiosas, Poitier ofrecía una nueva e inquietante faceta interpretativa que cautivaría a crítica y público afianzándose como una de las grandes estrellas emergentes del momento.

A partir de Rebelión en las aulas (To Sir With Love, 1967), del novelista y cineasta australiano James Clavell, donde encarna a un ingeniero en paro que acepta un empleo como profesor de un grupo de estudiantes en una escuela de la periferia de Londres, asume de nuevo su status de negro ejemplar capaz de pacificar situaciones extremas y de dejar, al mismo tiempo, una confortable sensación de sosiego en el ánimo del espectador.

Este prototipo se volverá a repetir en Como el viento (Brother John, 1971), de James Goldstone; Un retazo de azul (A Patch of Blue, 1965), de Guy Green; la más que predecible Un hombre para Ivy (For Love of Ivy, 1968), de Delbert Mann, o La clave de la cuestión (Pressure Point, 1962), de Hubert Cornfield, donde se convierte en un afanado psiquiatra enfrentado al caso de un paciente con inclinaciones filonazis.

Mediada la década de los años 60, su talento más personal resurgiría a través de sus míticos trabajos en En el calor de la noche (In the Heat of the Night, 1967), de Norman Jewison y en Adivina quién viene esta noche (Guess Who´s Comming to Dinner, 1967), de Stanley Kramer, dos actuaciones legendarias que muestran con absoluta nitidez su prodigiosa capacidad para moverse cómodamente en registros tan dispares como el thriller o la comedia y de salir airoso en ambos casos.

En sendas películas, rodadas el mismo año, el conflicto racial se convierte asimismo en el eje central de un mismo discurso, planteado a dos niveles que tanto el detective Virgil Tibbs como el elegante médico de color que encarna en la cinta de Kramer, consiguen matizar con giros interpretativos de una sutileza admirable. Pero lo más importante es que estos importantes logros profesionales los consigue junto a colosos de la dimensión de Spencer Tracy, Katherine Hepburn y Rod Steiger.

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