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De una ‘poÉtica ‘de arena

De una ‘poÉtica ‘ de aren El Día

Dentro de esa necesidad de la poesía de Eugenio Padorno (inseparable de la poética y la reflexión constante sobre su obra), de decir-se, y ser, desde la Isla —el pedacito de tierra específico que nos tocó en suerte—, la luz, o mejor, la Luz (como la verdad que nos revela apenas un instante la Poesía) se impone —en ese «texto climático»— como la más llamativa de sus materias, con las que, como alfarero, erige entre sus manos el poema. Habitante en luz, el poeta acoge ese destino y, desde sus primeras obras, sus poemas, que no conocen fronteras entre prosa y verso, se llenan de sol y claridad, de resplandor, hasta de solajero.

Junto a esta «luz no interrumpida en el papel», aparecen ya con menos constancia en sus textos otros materiales. Entre estos, uno más humilde pero que curiosamente acerca-resitúa-ajusta en sus coordenadas, tan secretas como ignoradas, a estas Islas, para colocarlas «cerca de la arenosa Berbería», como escribía Cairasco de Figueroa, y que le sirve a nuestro autor para señalar su lugar de enunciación: desde la «tarde africana», mascando los cristales del desierto en esos días de calima, de calícula, de ardiente siroco. Una de esas «baratijas de la naturaleza que exigen una mirada monstruosa», en ese «exceso de lo simple» que es el paisaje insular en su «sencillez inevaluada» pero que nos abastece de lo que verdaderamente nos falta, ardiente, desvaída, la arena le sirve al poeta —como también a su admirado Domingo Rivero la silla, dentro de una tradición de artistas canarios— para desde su ser concreto y lo biográfico individual pasar a la órbita ontológica a la que aspira todo su quehacer poético.

Así, con esa humilde arena —negra, volcánica, que toma de la Isla— Eugenio Padorno trabaja en la construcción de los que, según Alicia Llarena, serían los tres pilares que sostienen toda su estética y su pensamiento lírico: palabra, isla y ser. Por un lado, el poeta se sabe llamado a una actividad destinada al fracaso: la Poesía existe solo como una posibilidad y la palabra, como la arena, se desaparece entre los dedos. Por eso es definida como «un grano de arena visto monstruosamente al microscopio de los sentidos» y el poema se revela, a su vez, como un eterno borrador, igual que una duna en metamorfosis. También el poeta, el orillado, el exiliado que funda en el poema, conoce su condición porque tiene conciencia de los márgenes de la Isla que habita, pensamiento del límite desde una orilla que es físicamente un litoral arenoso. Arena ardiente sobre la que se echa el poeta, entre el mar y la Avenida que lleva a la calle Albareda, al barrio del Istmo, a la ciudad y de ahí, al Mundo, al encuentro de otros orillados, hacia otros exilios. Y también el ser, empujado a la muerte desde su cuna, está hecho de arena; escribe nuestro autor, «No es diferente mi existir del callao o el pedazo de remo que aún no son la arenisca».

La obra de Eugenio Padorno, con su palabra necesaria, radical, desnuda, además de ofrecerse entre tanta Luz embriagadora, también se agacha a tocar la arena que nos humedece los pies. Para ser conscientes de lo esencial y recordar que «En la grava y en el grano de arena tuvimos la visión monstruosa/ de las grandes sinécdoques del desierto y el fuego», haciendo más cierto que África, «el cercano continente arenoso», es materia para la definición de la literatura canaria.

Nayra Pérez Hernández es profesora de Filología Española de la ULPGC

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