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Con Eugenio Padorno. Haciendo el camino

Con Eugenio Padorno. Haciendo el camino El Día

La fotografía, en el Salón General del Colegio Viera y Clavijo, el verdadero. En ella, los alumnos de sexto de Bachillerato (con reválida, entonces) del curso 1958-1959... De cuando se estudiaba; de cuando se aprobaba o suspendía; de cuando cada cual buscaba camino para ser; de cuando, hasta donde la edad lo permitía, se pensaba... En primer término, la sonrisa —todo bondad— de José Luis Pernas; al fondo, se adivina a quien esto escribe, ajeno a cuanto sucede (ilustraría, con mis primeros dibujos, los márgenes de algún libro de texto). En el centro del grupo, la sonrisa —algo forzada por la timidez— de Eugenio Padorno, recién llegado —por entonces— del Viera del Puerto, desde cuyas ventanas Padorno solía contemplar el horizonte, al otro lado de La Barra, mientras Ulises llegaba a Ítaca, en el relato del profesor... Desde meses antes, apenas, en los bajos de la casa de Pernas, en Las Alcaravaneras, organizábamos veladas literarias, muestras de nuestro limitado talento artístico y hasta funciones de teatro. Allí acogimos —una de aquellas tardes— una lectura de los primeros poemas de Eugenio. Existe testimonio gráfico de la seriedad del acto. Porque no; porque tampoco era cosa de juego: «Habitante en luz, / sentir las embestidas/ por los alrededores tibios / de las formas precisas, / sembradas a voleo... ». Lo memorizábamos, y lo repetíamos a cada paso. De algún modo, con aquel principio comulgábamos.

Así iniciamos el camino. Aunque nos fuimos y nos dispersamos. No llegué a participar en los años laguneros del estudiante de Filología Eugenio Padorno, poeta ya, junto a Pernas y a Alberto Pizarro, reunidos en el Horno familiar de la casa de Carlos Pinto Grote, en el Barrio Nuevo de la ciudad universitaria. Pero, aunque yo estaba en Madrid, Eugenio me sumaría pronto al proyecto de Mafasca y a la tarea de «Cartel de las Artes y las Letras», de Diario de Las Palmas, en donde escribí acerca de aquellas voces concurrentes; y, poco después (de la mano de Eugenio, dada su insistencia), algunos de los once poemas que he escrito hallaron sitio en la muestra que reunió a la generación de Poesía Canaria Última. Mientras esto sucedía, y mientras en el Real Club Victoria se celebraban los juicios críticos que afirmaron públicamente la voluntad de ocupar la palabra que nos movía entonces, Eugenio Padorno, en su reducto de la casa familiar («el ritual corro / el paro en la faena, ahí, en el patio (...) en este patio, ojal que habéis venido haciendo sin saberlo») en la calle de Albareda; como después (ahora), bien al fondo, con la única luz de la palabra... Donde ha habitado siempre.

Nos veíamos de vez en cuando; pero manteníamos contacto permanente: cruzábamos cartas; fuimos, sin proponérnoslo, haciendo juntos el camino. Aun cuando yo pasara a Tenerife (mi torpe carta abierta que me hizo aprender lo que no...) y, más tarde, a Valencia. Hacia el 81, los planes de Mafasca para bibliófilos; o las colaboraciones para «Por consiguiente... », suplemento de Canarias 7 que él coordinaba entonces. Y fue París, en diciembre de 1986: Eugenio residía allí (rue Logchamp) como profesor y me sumó al seminario sobre poesía española que había organizado... Siempre, un regreso o un reencuentro; siempre, un proyecto que nos esforzábamos, mutuamente, en sacar adelante; y que apuntaba en la dirección necesaria, no en la que por conveniencia se buscara. Comienza, entonces, mi larga y continuada lectura de su poesía (Teoría de una experiencia, 1989), de su prosa (Memoria poética, 1998); desarrollada, más tarde, desde «Carta de recomendación» (en Rianxo, 2005) hasta su Palinuro destemplado (2012) o «Glosa y reconocimiento» que fue en 2018, como la «Lectura en dos tiempos». Verdad es que ya, en 2009, nos habíamos ido hasta Zamora y puso allí su palabra, en el reencuentro con Claudio Rodríguez.

En el ínterin, cruzaron nuestros caminos dos vías principales: una, la necesidad de la palabra y la razón existencial de Domingo Rivero, desde mi primer tímido acercamiento (que fue en 1967) a su convocatoria para Pictografías para un cuerpo (1977 y 1981), a su tesis doctoral de 1998 y a las sucesivas ediciones —por fin— de la poesía toda de Rivero. O las intervenciones compartidas, en la casa-museo del poeta, en la calle Torres. La otra ruta central. el esfuerzo por la presencia y continuidad de Poesía Canaria Última, a los treinta (1977) y cincuenta (2017) años de su publicación. Esfuerzo, luego, para mantener viva aquella llama sin brasa, en 2010. Que la llevamos hasta Madrid, donde hubo interés más que notable y público que llenó el local. Hasta desembocar en mi Memoria y lectura de (casi) medio siglo, de 2016... La sorpresa sería, entonces, la falta de tensión en el seno mismo del grupo: de una parte, vino la muerte y nos privó de la presencia y escritura de algunos; de otra, el entusiasmo menguó entre quienes quedábamos; desánimo que Eugenio Padorno se resistía a admitir. Y abrió paso (y también me llevó con él) a El faro de La Puntilla y a Sobreescritos y a SobreArte... Y en ésas estamos.

Mejor: estábamos. Porque, ¿cómo es que todo se quebró de pronto? Se lo dije. Y nos quedamos mirándonos el uno al otro, sin comprender muy bien. La vida —el tiempo, que no la edad— puso coto a tanto entusiasmo. Pero porque nos arrebató la palabra; la capacidad para darla. Se impuso el lenguaje correcto o inclusivo o como quieran llamarlo esos que, sin saber nada, se han hecho los dueños. Y han anulado la capacidad del individuo para ser en la palabra: su libertad (y no hablo sólo en nombre de quienes escribimos). De forma artera, además: política desfachatez. Así, ¿cómo entendernos; cómo decir lo que de verdad queremos decir? Lo he hablado mucho con Eugenio, mirando de relance la curva de la playa, desde algún rincón discreto, en donde pudiéramos mantener cierta privacidad: yo he renunciado a dar mi palabra, convencido de que caerá en el vacío; si no es que provoca un desconcierto mayor (lo he experimentado). No le veo el menor sentido a este esfuerzo por hablar como es debido, como cada cual es; y que no se entienda qué queremos decir. Él —poeta, a fin de cuentas— se mantiene fiel a su expectativa: esa inseguridad del pensar (tal debe ser); la confianza en su palabra, su voz propia que siempre ha querido asumir como un riesgo: voz que es ritmo, respiración (sintaxis como semántica) que lo identifica. Pero la oculta; y se oculta con ella. Y es ahí en donde el camino se bifurca: prefiere buscar senderos de pensamiento, y que tampoco se le vea demasiado transitar por ellos. E insiste en hacerlo así, cuando nos esforzamos para que salga a la luz; para hacerle ver que todo cuanto ha hecho, si adquiere presencia cierta, podría acabar con los referentes convencionales de una poesía española hecha (no digo escrita, con toda intención), aquí y allá, a un lado y a otro del idioma, únicamente para estar. Sean jóvenes vocingleros, sean viejos que hacen cola —a la debida distancia, desde luego— para una foto y poco más... Bueno, sí: el además de algún premio y de una entrevista en technicolor y de... Pero a condición de repetir su siempre-lo-mismo. Eugenio Padorno, no. Él, abajo y al fondo; en donde lo ilumine la única luz verdadera, la de su palabra. Allí resiste.

Jorge Rodríguez Padrón es crítico literario

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