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Acaso una filosofía incompleta

Acaso una filosofía incompleta El Día

Rapto. Con esta palabra Eugenio Padorno ha definido más de una vez el momento en el que la iluminación poética tiende puentes analógicos entre su existir y otra realidad. Este vocablo, entendido como ‘el robo violento de la persona’ es similar al concepto de la inspiración platónica como la ‘posesión de un dios’ que despoja al poeta de su razón para inducirlo en un estado de excitación creadora. Sin embargo, esta agitación del espíritu se produce en él en momentos de calma, de silencio, de reposo, en la noche. Su escritura que no es ajena a un ritmo y a una música es, no obstante, silenciosa, pues su «decir», más que añadir palabras, concatenarlas, es decir, encadenarlas, las libera, despojándolas de sus costras (re)significantes, de su ruido, para llegar a una veta más primigenia rodeada de silencio. Su poesía se hace así «lenguaje que se hace silencio que antes fue lenguaje».

Y en este punto de suspensión, se produce la «revelación», el paso previo al salto de una «donación» de sentido y que en la escritura padorniana siempre hemos identificado con su vuelta y revuelta al pasado, a la infancia, a la que él mismo se refirió como una «época ágrafa», que «consintió» a su «imaginación experiencias sustitutivas» de lo poético.

De esta forma, el niño vivirá situaciones en las que la poesía «ya ocurría», como cuando se detiene sobre los charcos de Las Canteras y su juego de captura se transmuta en pesca de metáforas:

Ya para entonces me había vuelto el hacinado pescador de bajura que si bien se inclina sobre la transparencia de los charcos, ha dejado dispuesto en las altas mareas de la luz el grave anzuelo con el engodo único de su alma, y aguarda, aguarda el primer leve halar desde lo oculto que da paso al tirón extremoso del lenguaje.

O cuando el infante enfermo, febril, oye por las noches el destilado del agua en la pila como trasunto de la actividad poética: «la gota de agua que, exprimida en la piedra porosa de la destiladora, se insertaba entre el tictac acompasado del viejo reloj del comedor».

De aquí derivarán otros «simétricos repartos de las analogías» padornianas y es que lo poético no tiene que ser exclusivamente realizado por la «vertebralidad de la palabra», que es su caso, sino que este puede hallarse en actividades incluso que implican la manipulación de materiales humildes por parte de los de vida sencilla, como su abuelo: «Mover el grano era el oficio del abuelo, pero bien sé que apuraría la sazón del aire, todo lo que en sus manos vislumbrara complicidad de tiempo». La criba aquí, como selección del grano capaz de fructificar, aparece lanzada a su interpretación afín a la actividad poética, y el abuelo se erige como una figura autorial más dentro de la nómina de poetas que por la lectura de Padorno han sido.

Aunque el poeta escriba en otro lugar «si el carbón de este lápiz me entregara, no el signo de las cosas, sino las cosas mismas como fueron y son... », estas experiencias no las leemos como potencialidades perdidas, sino todo lo contrario, como potencialidades alcanzadas desde un presente que las restituye durante la escritura/lectura con toda su historia efectual, porque si algo nos ha enseñado la poesía de Eugenio, a mí y a mis alumnos, que conmigo lo han leído, es a poder habitar las transhabitaciones de lo que somos.

Bruno Pérez es filólogo

Es un privilegio y una fortuna haber compartido las aulas y pasillos de la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria con un «Maestro» como Eugenio Padorno. Lo digo ahora, pero sé que más adelante estas palabras tendrán más alcance y sentiré mi suerte aun más amplia. Como los licores buenos, el magisterio de Eugenio se va decantando y apreciando a medida que el tiempo separa el grano de la paja y depura lo esencial del ruido.

Cuando Eugenio se incorporó a la Facultad ya era un escritor y un ensayista reconocido y quienes sabíamos de su calidad y su talento entendimos al instante la ganancia que su llegada suponía para la institución y el altísimo nivel con que su enseñanza conduciría a los estudiantes. Ya sea como profesor de Teoría de la Literatura y muy especialmente de la asignatura de Literatura Canaria, a la que dotó de dignidad espiritual y vuelo académico, su amor por las buenas letras, su conocimiento de la filosofía y del pensamiento de excelencia y su investigación, tan personal y meditada, de la tradición literaria insular, no tardarían en sembrar y cosechar adherencias intelectuales, admiración, afectos y sincero entusiasmo, una palabra que en sí misma es un milagro cuando resulta de un magisterio honrado, que no cede a las pulsiones más superficiales del momento, ni al deseo de agradar y entretener al auditorio. Al contrario, Eugenio se mantuvo firme en las cotas elevadas de la formación universitaria y en la cuerda floja del academicismo, indagando con la hondura y la excelencia que lo caracterizan como poeta y ensayista para repartir en el aula la palabra de Heidegger o María Zambrano y enseñar a los jóvenes cibernautas, seducidos por el pulso audiovisual de su tiempo, la preciosa relación entre la palabra y el mundo, entre la poesía y la filosofía, o entre las representaciones de lo insular y su vínculo con el territorio que habitamos.

No es la primera vez que manifiesto públicamente mi admiración por el Eugenio profesor y por un logro que en estos tiempos se me antoja milagroso, reservado a muy pocos: crear escuela, esa expresión tan universitaria que usamos para señalar a quien ha calado entre sus estudiantes al modo de los grandes pedagogos de la antigua Grecia, convirtiendo alumnos en seguidores que imitan y se suman a su visión del mundo y la propagan, la amplifican, la defienden. Hablamos de una huella intelectual y espiritual, de una impregnación que empapa con autoridad (auctoritas) la mente fértil de los jóvenes y que en nada se parece a las livianas simulaciones entre followers e influencers en que se ha convertido una parte de la enseñanza contemporánea, más preocupada en agradar que en educar. Crear escuela desde el relato exigente, desde la altura ilustrada, desde un acervo cultivado y docto es lo que prestigia y legitima la labor de Eugenio en el aula universitaria, y así lo atestiguan los discípulos y discípulas a los que alumbró su visión del mundo y en los que fundó una nueva perspectiva, incluso anticipándose muchos años de forma intuitiva a corrientes de pensamiento que, como la teoría decolonial, ocupan hoy un espacio central en los estudios culturales y humanísticos. Gaudeamus igitur de haberlo tenido en la ULPGC, donde su pensamiento sigue alimentándonos.

Alicia Llarena es escritora y catedrática de Literatura en la ULPGC

Sus lectores lo saben. En Eugenio Padorno confluyen poesía y filosofía. ¿Pero basta decirlo y pasar de largo? Quizá no a quien pregunte qué puede aprender la filosofía de la experiencia poética. «Yo, a mi cuerpo» de Domingo Rivero contiene pistas prometedoras. A propósito del soneto escribe Padorno: «durante más de media vida lo he tenido ante mí, como si fuera un prisma que me hubiera ido entregando destellos de enigmas, insospechados orientes de sentido». En los primeros tanteos, Padorno aplicó utillaje de Heidegger, el famoso «ser para la muerte» de la «vida auténtica». Después leyó el soneto con ayuda de Levinas, un filósofo en las antípodas del autor de Ser y tiempo. El cambio obedecía a la nueva luz interpretativa que arrojaba sobre el poema otra composición de Rivero, «A Juan», dedicada al fallecimiento de su hijo, y que no habla del «ser para la muerte», sino de la memoria de los ausentes y de la naturaleza de la palabra como relación con lo desaparecido.

En el giro interpretativo de Padorno puede identificarse un nudo que atañe a las relaciones entre filosofía y poesía. Ambas comparten punto de partida, el asombro, pero divergen radicalmente en el de llegada. El gesto filosófico inicial consiste en superar la seducción de las apariencias, esplendorosas, pero mortales, y fijar la verdad más allá del mundo sensible. Por eso dice María Zambrano que la filosofía es a la vez «admiración y violencia». Esta remite a una irrenunciable fuerza liberadora respecto del mito y del destino. Pero sucede que la fuerza se salió de madre, no dejó nada fuera y se volvió forma excluyente de encarar la realidad. Hasta el punto de que, en nombre de la razón y la ciencia, adquirió el carácter inexorable del destino. Se oponía así a su vocación liberadora. En cambio, la poesía permaneció fiel a la fugacidad de lo visible y no desechó el cuerpo como «sarcófago» del alma, según se dice en el Fedro. La poesía no se desentendió de la carne. En la higiénica sociedad moderna Baudelaire sostendrá esta conciencia como una herida abierta.

Algunos pensadores, como el propio Levinas, tomaron nota de la frecuente indiferencia filosófica ante el «dolor humano». Iniciaron entonces un nuevo pensamiento que les acercó a la poesía, como testimonian Kierkegaard, Nietzsche o Unamuno, a quien Padorno ha dedicado muy relevantes ensayos y sin cuyo influjo es difícil comprender a Domingo Rivero. El cuerpo ya no será «tumba del alma», según asume a pies juntillas el transhumanismo, sino lugar para la verdad: «¿Por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo?/ ¿por qué con humildad no he de quererte […]?», escribe Rivero. La pregunta solo es imaginable bajo la irradiación lejana del prólogo del Evangelio de Juan.

Esto no significa disolver la filosofía en poesía, pues no cabe renunciar a la dinámica liberadora de la razón. Pero sí tomar en serio lo que había despreciado como accidental: la memoria, el lenguaje y el cuerpo. No es poco entonces lo que Eugenio Padorno da a pensar gracias al soneto riveriano y a su propia obra poética. Andando en ella tal vez nos salga al paso el aprendizaje de una filosofía, siempre incompleta, que no haga oídos sordos al frágil ser humano.

Daniel Barreto es ensayista

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