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Homenaje

María de Valverde

María de Valverde

Debía ser a finales de los ochenta del pasado siglo. Tarde dickensiana en aquel Londres de ladrillos anaranjados y adoquines que amenazaba con no dejar entrar al verano en sus calles y al que me había llevado un asunto de trabajo. En el West End, las civilizadas colas de espectadores esperaban ansiosas a que se abrieran las puertas de los teatros que acogían a lo musicales en boga.

En el Apollo Victoria, cerca de Wetsminster, José Tamayo triunfaba con su Antología de la Zarzuela. De Tamayo, al que conocí e invité al estreno de nuestro Querido Néstor y al que la memoria teatral española le ha sido infiel a pesar de su éxito internacional, se recuerdan algunas anécdotas como aquella con la que solía despedir a impuntuales actores: - “¡No volveré a contratarlo a usted nunca más…! Hasta que me sea necesario”.

Y allí acabé, en aquel teatro londinense escuchando melodías del género chico, obligado por la falta de alternativas para conseguir un boleto para uno de los musicales ingleses del momento y ante la expectativa de una noche tan aburrida como la comida inglesa. El director granadino era un lince en esto de empotajar y mezclar hits zarzueleros, bailes ajotados, gigantes y cabezudos y tenores con tinte caoba en el pelo, de tal manera que paseó su exitosa Antología por medio mundo, desde Australia hasta Moscú. Mi sorpresa se produjo al final de la representación: mientras la orquesta atacaba el famoso Islas Canarias, el que firmaran Tárridas y Picó, apareció María en escena.

Y todos los prejuicios que yo guardaba hacía aquel pasodoble -pasto de acordeonistas aficionados y veraniegas orquestas de baile- se derribaron con la figura inmensa de aquella mujer tronando en la noche, evocando a sus islas natales con un orgullo contagiante. Fue redescubrir a una intérprete de raza y entender de pronto el valor de una pasión, la de cantar, que la había llevado desde su Valverde natal hasta las capitales del mundo en un camino muy difícil; por ser una precursora de lo suyo en sus islas, por cantar géneros que no buscaban el éxito fácil, por las tragedias familiares que la asolaron y que ella llevó con una dignidad ejemplar…

En la María que forjó inicialmente su formal estilismo de canto folklórico en la escuela de la Masa Coral Tinerfeña, e incluso en sus primeros discos con canciones de Néstor Álamo, hay una voz juvenil que se expresa en los modos del NO-DO cinematográfico de la época para dibujar una Canarias ideal. Ya avecindada en el Madrid de posguerra, su presencia continua durante años en las emisiones internacionales que Radio Nacional de España emitía para alegría de la emigración canaria en América, la hace más terrenal y profunda, espesada en la coloratura grave y lustrosa que sería su marca artística.

Ese Madrid inhóspito para los sueños isleños construye también a la María mujer, que se vuelve cada vez más sabia en su correlato de vida y en su palabra. Lo hace a la sombra de paisanos leídos y cultos, cobijados bajo el calor del Hogar Canario de la calle de Fuencarral que ella ayuda a fundar y que amadrina con su canto siempre que sea necesario; hablamos de Pancho Guerra, Pacota Mesa, José Pérez Vidal, Antonio Arbelo…

Cultiva además María notables amistades entre la farándula madrileña de la época: entre ellas la más fiel y constante va a ser María Dolores Pradera, que la reivindicaba cada vez que la interprete madrileña cantaba su popular Palmero sube a la Palma. También procura amistades famosas en su periplo americano, a propósito de su tremenda sociabilidad, su espíritu bondadoso y el carácter volcánico de su voz.

A mi modesto entender, no tuvo suerte María en la presencia de un repertorio lo suficientemente cuidado en cuanto a su producción en grabaciones sonoras; tampoco con los arreglos que la acompañaban en esos registros. Bien es verdad que algunos de esos temas, que circundan el interés por encontrar un espacio sonoro atlántico (a mitad de camino entre la saudade del fado, la tragedia del bolero y el desenfado latino) no son despreciables; hablo, por ejemplo, de títulos como Luna canaria o Faro verde, verde. La aparición de la música pop en España como fenómeno de masas la orilla a un espacio de cierta indiferencia mediática, pero Tamayo la rescata como actriz y cantante de signo para sus espectáculos antológicos y quizás fue esa una aventura profesional más continuada y fructífera que todas las que había podido emprender en el pasado.

En su jubilación vuelve a sus islas natales y tarda algunos años en ser reconocida como la precursora que realmente fue. Pero el peso de su emotividad, tanto en el escenario como en la calle, con una cercanía de espíritu que era su mejor carta de presentación, la reivindica socialmente; de tal manera que tuvo la suerte, en su senectud, de contar con el cariño de la Canarias real y también de la oficial, que la colmaron de merecidos homenajes, calles y plazas a su nombre.

Un reciente documental, realizado por la escritora y documentalista María Jesús Alvarado -también herreña, como María- retrata muy fielmente los recuerdos y la filosofía de vida que la animó en sus últimos días. En realidad, ella seguía soñando con la niña que fue, jugando en las calles de su Valverde natal, reivindicándose como una hija más de la isla del Meridiano. Como bien cantaba en uno de sus boleros, aquel lugar de flores, leyendas y dioses antiguos. Esa fue María Mérida, María de Valverde.

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