Arte de Flandes

Tesoros públicos y ocultos de La Palma y Tenerife

Composión con las imágenes del Museo Nacional del Prado, la casa de Colón, la catedral de La Laguna, y la basílica de Telde, que albergan obras flamencas.

Composión con las imágenes del Museo Nacional del Prado, la casa de Colón, la catedral de La Laguna, y la basílica de Telde, que albergan obras flamencas. / Felipe Galve

Luis Ortega

Luis Ortega

Cualquier viajero culto y curioso que recorra la geografía canaria, primera posesión ultramarina de los reinos unidos de Castilla y Aragón, se sorprenderá con el nutrido patrimonio procedente del Norte de Europa y, de modo singular, del llamado Estado Borgoñón (los Países Bajos de los Habsburgos) vinculados con España a partir del matrimonio de Juana la Loca y Felipe el Hermoso en 1496.

Con los hermanos Huberto y Jan Van Eyck como eximios representantes, la pintura flamenca apostó por un naturalismo que acabó con la simbología tardogótica y acercó, e igualó, en ambición técnica, los asuntos sacros y profanos, puso en valor el paisaje y la cotidianidad, con radiante colorido –para compensar, tal vez, sus atmósferas grises y frías – y con notables avances matéricos, como el hallazgo de los barnices de pronto secado.

La bonanza económica motivada por la industria textil no sólo impulsó la pintura sino también la escultura y las artes suntuarias; las primeras contaron con gremios en Brujas, Amberes, Malinas y Bruselas. La lana peninsular y el azúcar isleño – de Madeira y Canarias– se cambiaron por tallas, en su mayoría de tamaños medios, robustas y elegantes, detallistas y, con una peculiar complicidad con el gótico, en la leve curvatura de las imágenes, especialmente las femeninas.

Piezas devocionales en las que, habitualmente, los tallistas escultores dejaron el dorso liso porque las chuletas, asi se las bautizó en España, tenían como destinos preferentes los retablos de los conventos e iglesia secular y los oratorios de la nobleza y la burguesía acomodada.

Del neolítico al humanismo europeo

Las diferencias registradas en la conquista de Canarias, que se extendió desde 1402 – con el hito de Jean de Bethencourt y Gadifer de la Salle – a 1496, con la toma de Tenerife, la más grande y poblada, justifican las desigualdades económicas, sociales, culturales, patrimoniales y estéticas entre ellas.

Detrás de este empresa, que cubrió prácticamente el siglo XV y tuvo dos fases diferenciadas, latieron conflictos de intereses entre la ambiciosa aristocracia, decidida a blindar su posición económica y político, y el reino de Castilla, empeñada en la expansión territorial y consolidación de su autoridad.

A cambio de un pacto de vasallaje a la corona, Enrique III el Doliente concedió a Jean de Bethencourt, autoproclamado Señor de Grainville, facultad para la conquista; y, hasta el año 1405, pudo someter Lanzarote, El Hierro y Fuerteventura. Las disputas entre éste y su traicionado socio Gadifer de la Salle, el cansancio y poca rentabilidad de la empresa, provocaron su regreso a Francia, no sin antes vender sus derechos; la titularidad quedó en manos de segundones castellanas mediante compras, cesiones y matrimonios. En el año 1450 se agregó La Gomera y, a la muerte de Diego García de Herrera, el Señorío se repartiera entre sus hijos. Los abusos, rebeliones seguidas y altos impuestos motivaron que, en 1478, los Reyes Católicos asumieran la conquista de las islas insumisas, previa indemnización a los feudales y la concesión del título de Condes de La Gomera.

La anexión de las llamadas Islas Realengas incluyó episodios bélicos de todo tenor, celadas y batallas abierta, conjuras e intrigas entre los invasores, pactos entre los dos bandos… y costó dieciocho años. Someter Gran Canaria costó cinco años, hasta 1483, y cuantiosas bajas por la brava resistencia aborigen. Fue liderada en una primera fase por Juan Rejón, depuesto por sus intrigas y excesos, y concluida por Pedro de Vera.

En medio siglo y en un proceso vertiginoso, las tres Islas Realengas cerraron el neolítico por las realidades y alcances del humanismo

En la segunda fase, las naves invasoras llegaron a Tazacorte el 29 de septiembre de 1492 y, entre refriegas y escaramuzas, tras el apresamiento del caudillo Tanausú, convocado para negociar un acuerdo de paz y engañado en su buena fe, La Palma se incorporó el 3 de mayo de 1493. Un año después, su conquistador Alonso Fernández de Lugo inició la empresa de la isla de Tenerife, con arreglos con los apelados bandos de paz y crudas batallas de suerte diversa en el Barranco de Acentejo y La Laguna.

En apenas medio siglo y en un proceso vertiginoso, las tres Islas Realengas cerraron el neolítico apacible por las realidades y alcances del humanismo europeo y, enseguida, los gestos del gótico tardío y los renacentistas configuraron, con poderío y lujo, los cascos de las ciudades fundacionales, las primeras –Las Palmas de la Gran Canaria y la Santa Cruz de San Miguel de La Palma– con perfil, actividad y proyección marítima, y San Cristóbal de La Laguna, como urbe de paz, a dos largas leguas de la marina donde desembarcó Fernández de Lugo, Adelantado y luego gobernador de las dos últimas islas.

Vocación europea y cultura del azúcar

En los repartos formalizados en 1501, Lugo guardó las mejores tierras y nacientes de La Palma para sus parientes, oficiales e inversores de la empresa. El principal beneficiario fue su sobrino, Juan Fernández de Lugo Señorino, que obtuvo las feraces vegas de Tazacorte y los caudales de Taburiente y el control político como teniente de gobernador. Su venalidad y egoísmo causaron revueltas en la joven comunidad reprimidas con suma violencia e, incluso, con refuerzos militares enviados desde Tenerife.

En 1506 arrendó su hacienda a Levin Bonoga y, dos años después, la traspasó a los banqueros Welser, cuyo agente, Lucas Rem, tras organizar el negocio en Madeira, con gestores alemanes y peritos lusos impulsó el ingenio palmero un año después.

En 1513, el mercader de Colonia Jácome Groenemberg –que pronto castellanizó su apellido como Monteverde – dominó la producción azucarera de Canarias (la palmera tenía una media anual de cien toneladas) que transportaba en sus barcos hasta el puerto de Hamburgo. El redondo negocio siguió sin su promotor, que murió en 1532 en la cárcel de la Inquisición de Sevilla donde, por denuncias de sus rivales, fue procesado por herejía. Curiosamente, el supuesto luterano fue el primer importador de arte religioso a la isla; a su costa o por encargos de residentes adinerados, trajo esculturas y pinturas de Amberes, principalmente y, todas ellas, de calidad excelsa.

Para las ermitas construidas en sus haciendas donó un apuesto San Miguel de talla media y otras, anotadas en un inventario de 1528 y hoy perdidas. El arcángel guerrero, patrón insular preside hoy la actual parroquia de Tazacorte. A la vera diestra del barranco de su nombre, entronizó a la Virgen de las Angustias, una extraordinaria Piedad de un metro de alto, que guarda la simbólica desproporción entre la Mater, dolorida pero fuerte y serena, y el Hijo, humanamente desvalído, pequeño en su regazo, del primer cuarto del XVI y con factura amberina.

A la vez que Monteverde radicaron en La Palma mercaderes del norte europeo, genoveses y venecianos, ingleses y franceses que llegaron atraídos por la fama de la capital, por su activo comercio con Europa y América – frente a Gran Canaria y Tenerife logró el establecimiento del primer Juzgado de Indias por decisión de Felipe II en 1558 – y por la oportunidad de vivir en un lugar con las comodidades europeas pero en un clima benigno y con una naturaleza privilegiada.

Durante el siglo XVI llegaron centenares de obras de arte, textiles y muebles de Flandes y, pese a incidencias diversas, el patrimonio insular conserva piezas de primer nivel. Así, en el Real Santuario de Las Nieves, todas las imágenes de culto – desde la primitiva Virgen de la Rosa hasta el pasmoso Calvario del Amparo – tienen origen brabanzón.

En escultura se cuentan distintas versiones de la Santa Ana Triple – desde la monumental de San Francisco – a Piedades extraordinarias – en el Hospital de Dolores y la Iglesia de Los Sauces – que con las Angustias forman una trilogía de difícil superación.

El capítulo pictórico marca un punto y aparte con el mayor número de obras de Pierre Pourbus que se ha localizado hasta la fecha. Procedentes del primer retablo de la iglesia dominica, se conservan El Bautista, Santos dominicos, el Arbol de Jesé (la Genealogía de Jesús) y San Miguel y dos espléndidas grisallas, que fueron las puertas, con San Francisco y San Blas. La atribución de Matías Díaz Padrón y su participación en la Europalia de Bruselas (1985) fueron noticia de primer nivel por el certero hallazgo y por la existencia de una serie tan significativa en una lejana isla atlántica. Este lote se vincula con el patrocinio de Luis Van de Walle el Viejo a la fundación dominica de Santa Cruz de La Palma.

Tambien es de Pourbus (1523-1584) la tabla de la Apoteosis de Montserrat, alegoría de la devoción catalana con la visión idealizada del lugar y la Virgen en el centro de la composición, posible donación de Marcos Roberto de Montserrat, capitán de la conquista y fundador del lugar de Los Sauces.

La Santa Cena de Ambrosius Francken (1544-1618), raadicada también en Santo Domingo, fue identificada por Hernández Perera en 1968, y es, junto a una pequeña grisalla del Museo Lázaro Galdiano, la única obra del pintor romanista que se conserva en España.

Cristo de La Laguna, ‘Lumen Canariense’

Tanto en La Palma como en Tenerife, en lonjas y sacristías, en templos modestos y, aún. en casas particulares, podemos ganar la sorpresa de una escultura o pintura de Flandes, arrumbada por el venal cambio de los gustos o la pura ignorancia.

No cabe en esta evocación breve y personalísima, la reseña numeral. Por otra parte, en el acervo tinerfeño, junto a las creaciones de mayor fuste, que unen a sus méritos técnicos los devocionales, a las que nos vamos a referir, son sobradamente conocidos y populares dos hermosos ejemplos como el Retablo de la Adoración de los Reyes en el pintoresco pueblo de Taganana; o la Virgen de la Consolación del templo orotavense de Santo Domingo.

En la doble condición artística y piadosa, el primer lugar es, sin ningún género de dudas, para el Santísimo Cristo de La Laguna, reconocido como símbolo en todo el Archipiélago. En su honor, con proyecto original de quien suscribe, se organizó una ambiciosa exposición de arte flamenco del siglo XVI (2003-2004), bajo el título de Lumen Canariense, que reunió, además de las mejores obras canarias, valiosos préstamos de los mejores y más famosos museos europeos.

De talla natural, cuidada anatomía y pasmoso naturalismo, la imagen llegó a Tenerife en 1520 y se ha erigido no sólo como soberbia obra anónima y bandera de la piedad de los tinerfeños y los canarios en general. Además de sus centenarios cultos y promesas, fue – lo es aún – un poderoso motivo de inspiración para los artistas insulares desde el siglo XVII que hicieran devotas y apasionadas versiones del singular crucificado para templos locales y aún de países al otro lado del Atlántico donde radicaron nuestros emigrantes.

Groenemberg, después Monteverde, procesado por herejía y que murió en la cárcel, fue el primer importador de arte religioso

Encargado por el maestre de campo Tomás Grimón para su casa lagunera el Tríptico de la Natividad de Pieter Coecke van Aelts (1502-1550) es la estrella del Museo de Bellas Artes tinerfeño. Con 190 x 97 centímetros los paneles laterales, la tabla central la realizó el maestro y las puertas su taller. Rodean el Nacimiento de Jesús, la Circuncisión y, en la parte posterior, la Anunciación a María y el Arcángel Gabriel. La primorosa composición manierista revela no sólo la magistral precisión del maestro de Amberes sino también los influjos cromáticos de sus estancias en Italia.

El tercer referente magistral se sitúa en el siglo XVII y en la pasional plenitud del barroco; encuadra nueve espléndidas tablas sobre la Vida de Cristo –de la Anunciación a la Resurrección – del barroco antuerpiense Hendrick van Balen (1575-1632) enmarcadas en un fastuoso retablo tallado por el ebanista Antonio Francisco de Orta y dorado por el pintor Jerónimo Príncipe Navarrete.

La calidad suprema de esta obra la convierte en el elemento principal de la Catedral de los Remedios, cuya titular, una imagen de candelero del siglo XVI, presidió el primitivo templo antes de su erección en la seo del mismo título. Van Balen, nada menos, cierra un circuito glorioso del arte europeo localizado en unas islas de acreditada proyección internacional. A modo de consejo cordial o lectio brevis se recomienda a los visitantes y a los naturales curiosos que miren bien en templos lujosos y ermitas modestas porque les puede sorprender la presencia discreta o solapada de cualquier muestra del austero y exquisito estilo europeo, así se llamó también al flamenco, que los canarios adoptaron como propio.