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Irán revisitado

La ópera prima de Tolentino observa con ojos neutrales una capital siempre demonizada

Javier Tolentino (en el centro, junto a la cámara) en un momento del rodaje. E. D.

Siempre que descubrimos un trabajo insólito en el seno de la industria nacional, y Un blues para Teherán, del veterano periodista Javier Tolentino, lo es, y en gran medida, nos reafirmamos una vez más en la idea de que en el ámbito artístico no existen fronteras que no puedan saltarse y salir no solo indemnes de la experiencia sino profundamente satisfechos por los espléndidos efectos conseguidos entre formas de mirar teóricamente antitéticas pero perfectamente compatibles para el crecimiento y la alianza de las culturas más lejanas y diversas, siempre y cuando lo hagamos desde ciertos criterios de partida imprescindibles para alcanzar buenos resultados. Veamos.

En el cine, qué duda cabe, el estilo refleja siempre un modo de ver, o de interpretar si se prefiere; encarna la relación del cineasta con los objetos y con las acciones, lo que pretende comunicar y los medios mediante los cuales pretende hacerlo. Pero, en tanto que modo de mostrar, también lleva implícita, naturalmente, su relación con el espectador. El punto de vista del filme queda, pues, contenido dentro de cada una de esas relaciones. Las posturas asumidas respecto del público contribuyen al efecto fílmico, y por consiguiente a su propia significación, tanto como las posturas asumidas respecto de su tema más inmediato: el fenómeno insoslayable de la creación.

También el estilo es la herramienta óptima para infundir la necesaria verosimilitud a cualquier estrategia narrativa que intente ahondar en las posibilidades comunicativas y expresivas que sigue ofreciendo el lenguaje cinematográfico tras sus más de ciento treinta años de historia siempre, claro está, que éste se emplee con auténtico rigor, con inteligencia y con la capacidad necesaria para poder excitar la sensibilidad estética del espectador y su inmediata toma de conciencia ante una realidad factual que escapa a cualquier observación estereotipada del mundo. Una mirada, en resumidas cuentas, encaminada a una nueva interpretación de esa realidad y exenta por tanto de cualquier síntoma de contaminación externa.

Así es cómo se construye el gran cine, el que consigue trascender lejos de las leyes canónicas que nos instruyen acerca del simple hecho mecánico de proyectar imágenes sobre una pantalla, el que busca lo que ha de ser y lo que no la corrección política a la hora de afrontar la responsabilidad de situarse tras una cámara y de mostrar nuestro propio punto de vista sobre el universo que nos rodea. Y a fe que Tolentino lo consigue con su flamante ópera prima, al tiempo que consigue ocupar un espacio donde prevalece, por encima de cualquier otro propósito, el deseo de enseñar desde el prisma de la poesía un universo desprovisto de imposturas dramáticas o de esos giros tan previsibles en el cine convencional que tienen como único objeto espectacularizar a toda costa los hechos que se relatan en la pantalla.

Por eso, asuntos que reclaman clamorosamente una mirada naturalista sobre la realidad como, pongamos por caso, el retrato, teóricamente objetivo, de un núcleo urbano y social tan alejado de cualquier noción convencional como es la ciudad de Teherán aconsejan una de dos: o una simple reproducción mimética e impersonal de lo que contempla el ojo que ve pero no mira o, en el mejor de los casos, como sucede en la película que hoy nos ocupa, una observación radicalmente subjetiva que permite contemplar imágenes inmersas en un discurso poético de enorme calado y al que se agregan además algunas importantes reflexiones sobre el propio escenario social en el que se encuentra instalada la república islámica de Irán en la actualidad.

Todo evocado a través de la música popular, como factor esencial de comunicación en la cultura tradicional iraní, música que interpretan a lo largo de la película un puñado de personajes empeñados, tal y como señala oportunamente su director en la excelente secuencia familiar que sentencia el final de la cinta, en un cambio que les permita alimentar la ilusión de un profunda transformación de los paradigmas que han marcado, y siguen marcando, la triste aunque esperanzada cotidianidad en la que desarrollan sus vidas, día tras día.

En los tiempos que corren, poco propicios para desentrañar la verdad que siempre ocultan los mitos, sean estos de la naturaleza que sean, es difícil encontrar una película que observe con ojos absolutamente neutrales e incontaminados a una metrópoli tan políticamente controvertida y tradicionalmente demonizada como la capital iraní, con ese admirable temple narrativo y moral empleado por el periodista Javier Tolentino en su debut como director en esta bella y conmovedora travesía por sus polvorientas calles y por esas existencias cargadas de anhelos y de sueños de futuro que dibujan el perfil espiritual de muchos de sus ciudadanos. Teherán es mucho más que un órdago de extracción política inventado con fines inconfesables por el mundo occidental. Es el mensaje que parece desprenderse de todas y cada una de las luminosas imágenes de pueblan esta excelente película: una población, como tantas otras en el Oriente medio, estigmatizada en parte por muchas de sus más arraigadas tradiciones y por una precariedad social y económica virtualmente endémica a la que una enorme proporción de su población ha de enfrentarse por pura supervivencia.

Tolentino, claramente inspirado en la serena y pausada dramaturgia observacional que envuelve la filmografía de realizadores iraníes de la talla de Abbas Kiorastami, Asghar Farhadi, Bahman Ghobadi o Mohsen Makhmalbaf, patriarcas incuestionables de un cine que ha logrado, desde hace más de dos décadas, conmover a la crítica y al público mientras sigue cosechando importantes galardones en las citas cinematográficas más influyentes del planeta, ha elegido para su bautismo profesional un modo de hacer cine situado en las antípodas de la mayoría de los países de nuestro entorno, un cine que observa con meticulosa sensibilidad y que consigue traspasar las capas más prosaicas de esa realidad líquida que nos dibuja, con machacona insistencia, la gran industria en su afán por uniformarlo todo.

Pero su elección, al contrario que la de las legiones de manieristas que siguen proliferando en muchas cinematografías europeas, no es mimetizar un éxito solo atribuible al propio cine persa que, en medio de infinidad de obstáculos de todo tipo, entre los que destaca la férrea censura política y religiosa que preside, desde tiempo inmemorial el Estado iraní, sino haber entendido y ahondado en las peculiares notas visuales y conceptuales que impulsaron decenas de obras que hoy integran algunas de las zonas más cálidas e inolvidables de nuestra pasión cinéfila, prueba más que elocuente, por otra parte, del carácter universal que adquiere siempre el cine con mayúsculas por muchas aparentes distancias formales y/o estilísticas que se establezcan con el que se realiza en otras latitudes del planeta.

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