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Cristino de Vera Artista

«Creo en Dios, de otra manera la existencia sería un disparate»

«La vejez es una larga y penosa enfermedad en la que se va perdiendo todo lo que tenemos en el organismo», asegura el artista

Cristino de Vera ante uno de sus cuadros. ALEX ROSA

Cristino de Vera (Santa Cruz de Tenerife 1931) no admite que se le llame para acordar la entrevista para la próxima semana. «Estoy siempre entrando y saliendo de consultas médicas, de salas de espera de hospitales, y no sé si en algún momento me van a dejar dentro», afirma con una voz lejana y monocorde a través del móvil. A punto de cumplir nueve décadas de vida, se refiere al más allá como «hermana muerte», casi como una amiga de toda la vida con la que intercambia confesiones mientras beben una infusión. Le gustaría estar en el desierto o bajo el cielo estrellado de Segovia, pero ha acabado con un móvil en la mano como el resto de los mortales, aunque él hace tiempo que ha dejado de ser de este mundo. Ha comprendido que le es útil para sus extensos parlamentos, o para hablar con los estudiantes que van a su Fundación (La Laguna) o para contactar con su hermano José Antonio, un reconocido neurocirujano dedicado en su jubilación al estudio del dolor y que vive en la isla de Tenerife.

Premio Nacional de Artes Plásticas (1988) y Premio Canarias de Bellas Artes (2005), entre espera y espera para que lo vean los médicos, Cristino de Vera recuerda que su padre fue un día a verlo a Madrid y le dijo que lo más importante en esta vida era ser una persona buena. Y con esa petición entrañable, de «un ser puro», ha llegado a los 90 años, una larga vida donde sus cuadros y sus propias palabras son un remanso de quietud frente a un mundo que trata de explicarse a sí mismo.

¿Cómo es la vida a los 90 años?

Grandes filósofos como Platón, Sócrates y otras tantas mentalidades que ha producido la existencia occidental y oriental... Todos coinciden en que la vejez es una larga y penosa enfermedad, se va perdiendo todo lo que el organismo tiene, la memoria... Todo...

¿Ya no se pone delante de un cuadro a pintar?

A los noventa años nadie pinta ya. Es una edad en la que se pierde energía, y sólo nos queda un único camino: preguntarnos qué es este mundo y quién lo hizo tan complejo en un espacio tan infinito que se expande y se dilata cada vez más. Hablamos de un desarrollo de la mente desde las Cuevas de Altamira, de hombres sometidos al miedo, al temor, de no saber nada y estar a expensas de la noche y las estrellas.

¿Un misterio?

Uno ve el cielo de una noche de Segovia o de las Cañadas del Teide, por ejemplo, con su extrañeza y grandeza, y luego lo lleva a su interior. Desde que fuimos monos o gorilas nos hemos ido puliendo poco a poco como seres humanos, hasta darse el caso de un Juan Sebastián Bach con Aire, una pieza musical que si se oye bien tiene toda la mística y la espiritualidad, roza lo divino.

¿Ha alcanzado la realización personal como artista?

El problema fundamental para mí es que hay que tener una gran humildad. Aunque de otro tipo, el ser humano es un mosquito más que, por alguna circunstancia, se ha visto obligado a aclarar y a buscar. Yo soy desde pequeño un buscador, algo que se reduce en una ecuación muy simple: ¿hay dios o ha sido el azar?

¿Pasa miedo durante la larga pandemia?

Claro que paso miedo, lo que ocurre es que hay absurdos en la existencia que no somos capaces de entender. Si vemos el lado negativo del vivir nadie volvería a vivir ni nacería. Los seres humanos tenemos un instinto creativo para defendernos de la oscuridad de la mente, una grandeza frente a las guerras mundiales, sin ir más lejos.

Y ahora el coronavirus...

Es un misterio como el terremoto de Lisboa, que la destruyó toda... Ha habido miles de pandemias, algunas tan silenciosas como el cáncer o el cólera...

¿Cuántos años hace que no viaja a Canarias?

Hace unos cuantos años. Ahora tengo una anemia que es peligrosa y hay que cuidar. Tengo otros males, pero para colmo me ha venido una arritmia cardíaca que va para mejor y he perdido un ojo por un glaucoma. Y del derecho no me he quedado ciego por mi mujer, que me pone los colirios a sus horas.

¿Qué paisaje se le ha quedado en la memoria?

Todo... Todo...

¿Quién es usted?

Sólo un pintor y escritor de la historia y de la cosa poética, hago poemas sobre todos los pintores que me han llegado al alma. Todos tenemos un destino que hay que realizar.

¿Cree en Dios?

[Silencio] Yo creo en Dios, de otra forma la existencia sería un disparate. Siempre me ha interesado el estudio del origen de las religiones, especialmente la budista, porque Buda tenía la inteligencia más sublime. He llegado al tao, que es tan misterioso como el desierto y donde empalman todas las religiones.

¿Le hubiese gustado vivir en un mundo diferente? Me ha sorprendido que tenga un móvil.

[Risas] Sí, hombre, todo esto es un disparate, tengo el móvil porque mi mujer me lo ha dejado para las llamadas y estar en contacto. Me defiendo, tengo aún alguna chispa. Ahora vendrán más aparatos nuevos que no entiendo, pero el teléfono me sirve para mantener diálogos con las Islas, con la Fundación, con alumnos de Bellas Artes, pero también de Filosofía. Ellos me hacen preguntas y yo contesto lo que puedo, es decir, buceo en mi interior y contesto, de la manera más sencilla posible. Y esto es así porque sigo las enseñanzas de los grandes pensadores, siempre tras lo esencial. Y fíjese usted, todos acaban yendo al desierto, donde tienen la soledad y el silencio, que es el mejor vocabulario. Siempre he buscado, en la pintura, en la India, en la lectura.

¿Se ha drogado alguna vez?

No, nunca lo he necesitado. Ya le he dicho que la mejor droga es ir al cielo de Segovia, donde estuvo San Juan de la Cruz escribiendo, también María Zambrano...

¿Le parece justo que su obra se vincule tanto a la muerte?

Sí, me parece justo. El tiempo nos transfigura, cambiamos, nos hacemos mayores y nos vamos haciendo viejos y vamos hacia la muerte. Hay muchas manera de enfocarla. Me acuerdo en la guerra, cuando todavía era un niño, la muerte de tantos compañeros del instituto, del Bachillerato, que nos sentábamos juntos en la clase. Preguntaba: ‘¿Pero Jaime no viene?’. Y me decían: ‘Se murió ayer, Cristino, de tuberculosis’. Fue una enfermedad que barrió Canarias en la posguerra, no podían entrar barcos, que estaban vigilados por los submarinos nazis. Esos navíos traían algo de comida y medicina. Mi padre era representante de fármacos e hizo una labor muy buena ayudando en los hospitales y a las hermanas que atendían a los pobres. Él era una persona especial, era bueno, el primer eslabón para ser sabio. Era puro.

¿El Greco, su pintor?

Le debo mucho a los maestros, a los visibles e invisibles, del XV o del XVI. ¿El Greco? Cuando llegué a Madrid traía en la memoria el paisaje del sur de Tenerife, de Granadilla, de donde procede mi madre. Todos hablan de la belleza del norte, pero a mí me atraían los barrancos y los grises. Son rasgos de la pintura del Greco, que vino de Grecia a Madrid a para ver si conseguía un encargo en El Escorial de Felipe II.

¿Con qué sueña por la noche?

Sí, sueño, pero ese asunto lo arreglo con mi mujer, que es una buena psicóloga, jubilada ya... Nos conocimos en los últimos años de su carrera, luego entró en un colegio de niños con deficiencias mentales. He aprendido mucho con ella, también con la lectura de Freud y su discípulo Jung, un gran profesor, psiquiatra y psicólogo, un vidente.

¿Se ha sentido deprimido?

Muchas, muchas veces. Cuando los niños morían en la posguerra, me preguntaba: ¿por qué a ellos y a mí no? Eran compañeros inteligentes y buenos que se iban por la tuberculosis. Papá me llevó a un psicólogo amigo suyo y me recomendó que hiciese algún deporte y me incliné por la natación, me pasaba mucho tiempo nadando de espaldas y con la mirada en las nubes.

Usted comienza los estudios de Náutica, los abandona para ir a Artes y Oficios y finalmente se marcha a Madrid, pero dudó también entre elegir París.

Mariano de Cossío me dice en un momento dado que ya no me podía enseñar nada más, que me había transmitido todo lo que sabía. Entonces, le digo que me voy a ir a París para seguir estudiando, pero él considera que es mejor una formación clásica, que la capital francesa estaba muy influenciada por las modas. Me marcho a Madrid con Vázquez Díaz, pero también a formarme en el Museo del Prado, en el Ateneo o en el Círculo de Bellas Artes. Hago mucho dibujo, muchas horas de contemplación.

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