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Surgido de la injusta sombra

Una obra poética de orientación

contemplativa, meditativa y metafísica

Ana Ofelia de la Nuez, Calaya Argüello, Juan Pérez Navarro, Manuel González Sosa, Amparo González, Manuel Morales y Pedro González Sosa. E. D.

La estimación crítica que puede hacerse de la obra de Manuel González Sosa, un poeta silenciado y oscurecido por la apatía crítica hasta la aparición de su Poesía completa en edición de Andrés Sánchez Robayna, no sería factible sin la atenta lectura previa de su enjundioso prólogo, dado que el profundo análisis que traza de su contexto formativo, la caracterización de su vía expresiva, y las claves ofrecidas para su correcto seguimiento, resultarán la mejor guía de lectura de una poesía singular y de elevada altura.

Desde su obra inicial, Sonetos andariegos (1992, y ya desde su primera salida en 1967), González Sosa muestra un dominio estilístico en ese formato, aprendido mayormente de Unamuno y de otras fuentes lectoras, y en ellos queda patente la orientación contemplativa, reflexiva, meditativa y metafísica que caracteriza gran parte de su obra. Como bien dice Sánchez Robayna, «nos encontramos ante un poeta para el que la escritura se producía como una suerte de destilado de una experiencia —la experiencia de lo vivido— marcada siempre por una honda meditación, pero en la que ésta luchaba agónicamente por encontrar la expresión exacta, aquella que más se ajustaba a la experiencia vital, y que al cabo se hacía indisociable de una nueva, irrenunciable experiencia: la del lenguaje mismo» (p. 13). En sus versos está presente la geografía exterior, de varias islas, pero sobre todo una cartografía anímica que se apoya en el paisaje para decirse. Sus visiones de lugares, de personas (Unamuno, Machado, Jorge Oramas, Keats, Saulo Torón, etc.), su reflexión ante la muerte, dan la medida de una elevación espiritual intensa que se sostiene en rítmica maestría. Tengo, por lo tanto, sólo elogios para tan depurada poética, parangonable a las de las mejores de la posguerra española.

Llegado el momento de elegir mis poemas favoritos, se me pone en un aprieto, porque todo lo que leo es muy bueno. Si acaso, podré enumerar aquellos en los que he puesto marcadores en las páginas: «El poeta contempla un lejano sueño suyo» (p. 35), «Hombre soy, tierra en pena...» (p. 42), «A San Juan de la Cruz, junto al Adaja» (p. 53), «César Vallejo» (pp. 84-85), «Epiménides de Cnosos» (p. 116), «Silvestre» (pp. 158-159), «Porque es de noche...» (p.164), «No sé, nadie lo sabe...» (pp. 169-170) y «Narciso» (p. 208). Las razones son siempre las mismas: una suerte de abducción personalísima en el discurso, un caso de seducción por lo que me sugiere, y naturalmente –siempre con Roland Barthes–, el placer del texto, primordial para una persona que como yo mismo desea leerlo, porque ha captado la sintonía de su hondura y he quedado fascinado, una vez más, por versos que llegué a conocer contemporáneamente a su publicación en aquellas plaquettes de corta tirada, por recomendación de mis amigos poetas, colaboradores del suplemento Cartel de las Letras y las Artes (del Diario de Las Palmas), fundado precisamente por Manuel González Sosa, y de la revista Fablas.

Llegado el centenario de nacimiento de nuestro poeta, y haciendo una reflexión sobre la obra que nos ha legado casi desde el anonimato (desde el Secreto), estoy convencido de que cabe situarlo como una de las voces más depuradas de la lengua española entre los autores que publican a partir de los años cuarenta, y esta Poesía completa es la prueba que apoyaría nuestro juicio. Como ha sido publicada en una editorial, Pre-Textos, con difusión nacional e internacional, espero y confío en que la crítica exterior a nuestras Islas sepa reconocerlo así, y leer con detenimiento sus hermosos versos.

Desde luego, no es nuestro lírico de Guía el único autor pendiente de salir de la injusta sombra y ser estudiado y difundido. Las antologías se han encargado de ofrecernos el adelanto de un panorama extenso de poetas dignos de ser leídos, y entre nosotros Miguel Martinón lo hizo meritoriamente en dos ocasiones (Antología de la poesía canaria contemporánea, 2003, y los tres volúmenes publicados por Idea en 2009 y 2010, que abarcan desde 1868 hasta la actualidad). Pero, a fuer de ser sincero, opino que en verdad no tenemos una imagen justa y precisa de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX, acaso porque, después de volcarse en la generación del 27, la poesía de la posguerra y la generación de los «novísimos», no se ha llegado a concretar una exploración de la totalidad global de la producción literaria española, atomizándose los estudios por lenguas, nacionalidades y criterios editoriales. Se habla de literatura catalana, gallega, vasca, andaluza, catalana, y muy escasamente de la canaria. Después de Emiliano Díez-Echarri (Historia de la literatura española e hispanoamericana) o José-Carlos Mainer, en varias monografías y manuales, quienes levantan el edificio de la totalidad literaria publicada, poco más tenemos para conocer el espectro nacional. A Andrés Sánchez Robayna no puede pedírsele más de lo que ha hecho en cuanto al estudio y la difusión exterior de autores de las Islas: su versatilidad y su metodología conceptual ha sido amplia y potente. Acaso sea tarea que competa a un equipo de estudiosos con visión de amplia estructuración, y no de una sola persona, por voluntariosa y esforzada que sea, y en espera de sus resultados nos mantenemos con una vaga esperanza de que algún día no muy lejano esa imagen global tome cuerpo y salga a la luz. Los poetas esperamos lectores, pero también conocer la respiración global de este oficio solitario y concentrado, como fue el de Manuel González Sosa, tal como es evaluada por los especialistas.

En el caso de que la literatura siga siendo el aliento paginado del espíritu humano, su proyección vital al alcance de los lectores, la historiografía literaria no lo va a tener fácil en el caso preciso de Manuel González Sosa, porque se ha dado de bruces con otros ejemplos de poetas en exilio interior, ninguneados en las publicaciones canarias y peninsulares, y, si no en el purgatorio, al menos sí en ese limbo o nube –como se expresa en la jerga informática– que tampoco han sido debidamente valorados con la exigible competencia crítica. La nómina es extensa en Canarias, donde quedan por ser debidamente editados y valorados los dados de lado (en la ocurrente expresión polisémica del gran Juan Ismael). Seguimos esperando ediciones de las obras completas de algunos autores notables de las Islas. Sería, pues, muy deseable que se emprendiera un rumbo de «normalización» historiográfica, sacando desde el silencio culpable a la luz impresa a tantos magníficos creadores y creadoras.

En tal sentido, nuestro grano de arena particular, con el esfuerzo de Josefa Molina, ha sido desvelar la Obra completa del galdense Baltasar Espinosa (1937-2018) como prologuista, pero ciertamente queda mucho por hacer y corresponde a las nuevas generaciones, surgidas o no en universidades, la ardua labor de trascender la lírica escrita en Canarias, digna competidora cualitativa de cualquier otra existente en el amplio campo de la lengua castellana.

Ángel Sánchez es poeta, ensayista, narrador y traductor.

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